VEJAMEN DE PERIODISTAS.— Somos en exceso inclinadas las gentes del día, a imaginar a la humanidad de los siglos pretéritos en orfandad completa de ciertos primores de cultura o de ciertos servicios, por el hecho de que antes no se obtuvieran o satisficieran de igual modo que hoy. La actividad noticiera pública, por ejemplo, ¿qué razón hay para ligarla siempre a la existencia de lo que llamamos periodismo? Ni siquiera en el detalle de la celeridad en la transmisión de informaciones cabe afirmar, en rigor, que nuestras gacetas hayan traído un progreso constante y uniforme. ¿Y qué gran Agencia telegráfica contemporánea soñaría en igualar, a este respecto, ciertas proezas ocurridas en el siglo XIV, con ocasión de las predicaciones ecuménicas de San Vicente Ferrer?
Aun dejando aparte cualquier taumaturgia, recordamos que siempre los pueblos tienen a su disposición medios perfectamente normales y muy rápidos para poner en comunicación informativa a lugares muy apartados entre sí. Así, desde que el mundo es mundo, todas las noches de todos los años de todos los siglos han estado pobladas de fogatas o agitadas por toques y redobles de tambor, que querían decir algo, que decían algo concreto e importante a quienes, en vela, miraban o atendían…
TAMBORES EN LA NOCHE.— He aquí lo que un día me contó Westerman, el sabio etnógrafo alemán, especializado en el estudio de los pueblos negros del África. Entre ellos vivía y allí realizaba sus investigaciones, poseedor ya de varias lenguas y dialectos usados entre los mismos, cuando los años de la gran guerra. Ya conocía el sabio, desde luego, el alcance de aquel fenómeno de una actividad noticiera bastante intensa en los grupos de primitivos que le hospedaban. Más de una vez se había despertado, en la alta noche, oyendo el lejano batir de atabales misteriosos, verdadero telégrafo de señales entre los indígenas… Cierta noche, empero, este rumor fue tan continuo, se dilató en un área tan extendida, duró tan largo rato, que la intención y hasta la inquietud del huésped se quedaron prendidas de esta impresión, y hubo de hacer propósito de preguntar, llegado el nuevo día, qué es lo que el singular estrépito había significado. Así lo hizo, con el primer notable que encontró; así lo hizo, e inmediatamente obtuvo la respuesta: «Los tambores han cantado esta noche —se le contestó—, que, muy lejos, en el mar, ha habido un gran naufragio, y que ha zozobrado y se ha hundido un navío gigantesco, lleno de hombres blancos…»
Aún tardó quince días en llegar adonde Westerman se encontraba la Prensa europea con la noticia del hundimiento del Titanic.
CHISMES EN EL MEDIODÍA.— En un pueblecillo ignorado de la costa catalana, adonde, hoy todavía, no llega el tren, habíamos tomado hace años pensión con un escritor amigo, y para unas semanas de veraneo, en casa de una buena mujer pescadera, que, para nuestro servicio, ocupábase igualmente en la cocina. Ingeniábase la amable patrona en variar, dentro de los menguados recursos que el mercado local podía ofrecerle, reducidos casi a variaciones sobre el tema ictiológico, la minuta de nuestros yantares. Un día, obsequio singular, compareció en la mesa un crustáceo nuevo, muy del gusto, según se nos dijo, de los pobladores de aquellas playas, el llamado llangant, bicho de grandes cuernos a la manera zodiacal, y cuya carne es menos dura y bastante más dulzaina que la de la langosta. Fuese esta dulzura excesiva para ciertos paladares, fuese la cuestión de la consistencia, ocurrió, caso de consternación para nuestra celosa ministral, que el requisito no nos gustase nada. Sus ponderaciones, sus insistencias, y en seguida sus lamentaciones, no pudieron vencer lo que, por ventura, sólo se debía en nosotros a prejuicio, pero se traducía en repugnancia. Así el almuerzo terminó aquel día un si es no es desconsoladamente.
Su parquedad venía a facilitar, en compensación, el proyecto que teníamos de salir sin tardanza para una gran excursión a pie, cuyo itinerario debía de abandonar aquella playa, transponer el cerro vecino, dejar atrás un golfo, luego un monte y descender, por fin, a nuevos poblados. Animosos emprendimos la caminata, y dos horas llevábamos de camino, y dos y media eran tan sólo transcurridas desde el fracaso del almuerzo, cuando, a unos ocho o diez kilómetros del punto de partida, y sin haber encontrado en el trayecto alma viviente ni humano habitáculo, llegamos a cierto café arrabalero, sito a la entrada de uno de los nuevos poblados, donde, muertos de sed, entramos a beber una limonada.
—¿De manera —nos interpeló con aire fúnebre el mozo que acudió apresurado a servirnos—, de manera que no les gusta a ustedes el llangant?
EMBOTAMIENTO.— Contaré otro día cómo, en ocasión de cierto viaje mío a Logroño, encontré a las muchachas que, en la plaza, vendían pastillas de café con leche, enteradas y dispuestas a enterar, hasta en los menores detalles, de cuanto había hecho, dicho, proyectado, pensado y anhelado, la semana precedente, la familia de don Amós Salvador… Hoy quiero traer nada más, a cuento de nuestro vejamen de periodista, la consideración de cuánto se deben de haber atenuado, y muchas veces atrofiado, los órganos espontáneos de información noticieros que vemos jugar, primitiva, pero eficazmente, en los sucedidos anteriores, al lado del órgano artificial, más complicado, quizá no siempre más perfecto —desde luego, no uniformemente más rápido— que la institución del periodismo representa.
Así el refinamiento de las armas de caza ha embotado aquel olfato agudo, que probablemente tenía en su haber fisiológico, para estos menesteres, el hombre primitivo.
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