PUERTOS.— ¿Por qué en los puertos todos del Mediterráneo los niños holgazanes, golfillos o lazarones, gustan de dormir en el suelo, tan cerca, tan cerca del precipicio al agua, que parece que el menor movimiento brusco en el sueño o la menor sacudida de los objetos en torno podría resultarles fatal…? Los caballos, por otra parte, parecen también en ocasiones impelidos, en tales lugares, por la misma insania suicida, aunque manifestado de otro modo. Veríais que los que, uncidos a un carro, son colocados por los descargadores de espaldas al mar retroceden paso tras paso con riesgo de llegar a dejar las ruedas sobre el vacío y de que el peso de la trasera del carro venza y les arrastre. Y entonces es de ver cómo los carreteros, distraídos o quizá durmientes también, acuden en sobresalto, gritan, juran y sueltan abominaciones por la endiablada boca y arrean y arrastran e improvisan contrapesos en turbulentos y agitados racimos y sacuden y apuñan y hacen llover palos de ciego; a menos que, más indolentes aún que los muchachos ociosos, se contenten, como uno que en el puerto de Málaga estaba cierta lejana tarde sentado cerca mío, dándole silbantes chupadas a un cigarro de a real, con decir, contristado por el peligro, pero ya resignado a la catástrofe, con decir lentamente, con dolorida y casi resentida voz: «¿Ha visto ozté qué cabayo, señorito?»
Duermen, duermen los niños, duermen tendidos, descuidados, andrajosos, impúdicamente despatarrados o recogidos en ovillo en todos los mediterráneos puertos, mecidos por el chapoteo del agua, respirando el olor de algas descompuestas, de brea y de drogas vertidas, de vino tinto derramado en el mar, de mondaduras de naranja flotantes, de animales muertos y de vertederos de cloaca, dejándose apenas sombrear la frente por un paquete de cuerdas o una pila de frutas o un lienzo sucio, arrancado a algún deshecho de vela. De dentro del barco atracado una música mece su sueño, la de otro sesteador, marinero filarmónico éste, que, a horas de hoy con el acordeón, porque el mundo ya ha conocido la gran hora barroca de los instrumentos de música, pero que cuando en los tiempos antiguos quizá soplaba todavía en un caracol marino o tañía una guzla morisca de pocas cuerdas. Mientras éstos se reposan así, otros, en sus cercanías, se esfuerzan con denuedo. Porque ocurre en los puertos mediterráneos que nunca hay horas de trabajo precisas y no existe un ritmo general que alterne el conjunto de las tareas con el conjunto de los reposos. Unos comen cuando los otros cargan. Tal leva el áncora a prima aurora, tal se fríe alguna cosilla a la madrugada, tal ha estado de vela toda la noche, mientras un grupo, a las cuatro de la tarde, baja a tierra a solazarse, reemplazando a otro, que ahora regresa y que ha llenado, a las diez de la mañana, las tabernas y casas de mal vivir del muelle viejo. Un viejo, porque así le peta, se ha puesto ahora a remendar una red. Un mozo, que había venido a ayudarle, cambia súbitamente de propósito, se desnuda allí mismo y se echa a nadar. Esto provoca el estallido de una verdadera epidemia de natación y no tardan en ser dos, seis, veinte los chicos inmersos en la onda grasa. De la onda, por lo demás salen apenas entrados; pero así que sus pies pisan las losas del muelle, como si el fuego les quemara las plantas, saltan de allí con la urgencia vertiginosa del nuevo zambullido. Un buque de gran porte envía metódicamente a ese grupo chorros de agua hirviente, acompañados de los más lúgubres pitidos, mientras del otro lado una barcaza parece empeñada en teñirles con el derrame lento, pero continuo de una irisada substancia tintórea, y una grúa en pescarles, con el va-y-ven de unas cadenas, de donde están suspendidos unos garfios monstruosos. Así cada ser, cada objeto parece obedecer únicamente a una ley de viento propia, sin relación con las demás. A menos que la coincidencia de ritmos se produzca por relaciones cuya lógica sea tan difícil de descubrir como las que hacen que, en este mismo momento, apenas en no se sabe dónde ha sonado un golpe débil y único de campana, tres soldaditos simétricos, fraternalmente, se acerquen a un embarcadero sin más objeto aparente que el de mirar el mar; una mujerona que engullía unas sopas se saque el pecho y, sin dejar ella de comer, atiende a un chiquillo que saca, dormido, de una cesta de pescado; un buzo comparezca a la superficie de pronto y se dedique a respirar, sin darle explicaciones a nadie, y allá, un poco más lejos y muy en lo alto, un grumete, con aire de juguete mecánico, despliegue rápido y eficaz, velozmente aupado a través de los cordajes de un palo mayor, los colorines de una bandera.
SIESTAS.— Pero los golfos andrajosos pueden dormir allí, al borde mismo del mar, horas, y horas, y horas. Colocan una mano en la nuca, y esta mano les sirve de almohada, puesto en la posición del Fauno de Praxiteles, la escultura ya decadente que está en Francfort, y cuya posición ha llamado la atención más de una vez de los arqueólogos alemanes. Un estudiante español se encontraba en Dresden, asistiendo a las clases de una Academia, en la primavera de 1929. El sabio profesor explicaba precisamente las obras praxitelinas, y, hablando del «Fauno», cuya fotografía proyectábase en la pantalla, llamó la atención de sus discípulos sobre este detalle de la posición, y añadió, confesando con perplejidad para explicarla: «…Porque a ninguno de ustedes, señores, se le ocurriría ponerse a dormir agarrándose con una mano el cogote». «¡Ah, perdón —se atrevió en este momento a interrumpir en el auditorio una voz que era la de un estudiante griego—; en mi tierra en todos los puertos, en todas las calles, en todos los campos, podría usted encontrar muchachos y hombres que duermen así, y no saben dormir más que así». «Y en mi Levante también», pensó el estudiante español, con la timidez de un hidalgo orgulloso que no dijese nada. Pero recordó instintivamente la noche que acababa de pasar, su mala noche en la habitación de la fonda, no acostumbrado todavía al deutsche Bett, con su plano inclinado, que coloca en una línea diagonal cráneo y espalda sin atención a la concavidad que forma el cuello. Y asoció a estas dos observaciones el recuerdo de una velada reciente en Madrid, en casa del príncipe B**, donde éste, haciéndole visitar su elegante mansión, le había detenido de improviso ante un ligero taburete en madera, formado por un pie, y, a poca altura, una especie de medio collar, de suave curvatura, diciendo: «¿A que no sabe usted qué es eso?» «En efecto, no adivino». «Pues esto es una almohada china. Los chinos se tienden para dormir en su esterilla, embragan en eso el cuello, dejan en el aire la cabeza, y tan campantes…» Tan campantes, porque probablemente, como los mediterráneos, cuyo recuerdo era evocado en una sala de la Academia de Dresden, duermen también con la nuca; no, con el cráneo, como el profesor y los suyos, y quizá, en general, los septentrionales (no me he detenido en averiguar en su extensión el asunto) deben de dormir, cuando toleran y prefieren aquella forma de camas, que los otros consideran tan extrañamente incómodas. Y así cada pueblo coloca en una u otra parte de su cuerpo lo que llamaríamos el centro de la gravitación onírica
VARIEDAD.— Porque, si «hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que conoce nuestra filosofía»; también en el cuerpo humano las hay. Y acaso, en el Renacimiento, cuando, casi de un salto, se constituyó científicamente la anatomía, llegamos a un gran conocimiento de este mismo cuerpo, en su estructura. Pero, lo que es de su estilo, apenas lo empezamos a barruntar algo hoy. De un estilo y de las variantes de su estilo; que son también, si bien se mira, no especificaciones geográficas o etnográficas, que todo esto se queda bastante en lo superficial, sino modalidades de cultura.
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