Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
(ABC, 29-V-1930)

EL MEMORÁNDUM DE M. BRIAND.— Interrumpo hoy ese trabajo, harto ceñido, de "Introducción a los misterios de Delfos, que venía prosiguiéndose en las últimas Glosas —como prefacio a una explicación del sentido de las fiestas recientes, celebradas en aquel sagrado lugar, allí donde los antiguos vieron encontrarse dos águilas, que, venidas en vuelo igual de las dos extremidades del mundo, claramente designaban las rocas délficas como su centro…—. Interrumpo aquél, por un día; sin dejar por eso el campo de su interés espiritual, el campo que se llama "Europa". Porque la inspiración de Europa puede soplar lo mismo en la caverna de la Sibila Pítica que en el Quai d'Orsay. Y no abandonamos su servicio cuando, un instante, nos distraemos del aprovechamiento de la lección eterna de Esquilo para atender a la voz perentoria de M. Briand.
Al ministro de Relaciones Exteriores de cada país europeo ha dirigido M. Briand un memorándum, solicitando clara formulación de criterio acerca del proyecto de la Federación europea. Aquí mismo este envío fue, hace un mes, anunciado como inminente. También quedaron, más que enunciados, repetidos una vez más y resumidos —mi propaganda de la Unión moral de Europa cuenta ya quince años— los principios que juzgo aplicables a la resolución del problema, así desde el punto de vista universal como desde el punto de vista español —los cuales, por otra parte, no pueden ser demasiado distintos, a menos de una vocación suicida en el último…—. No cabe desconocer, con todo, que dista mucho, después de tales esfuerzos, de poder afirmarse que un estado o siquiera corriente de opinión ha avanzado en España acerca del problema de su conducta política ante la europeidad. Debemos, inclusive, preguntarnos si esta opinión existe y si algún designio de posición se encuentra ya claramente formulado en el ánimo de quienes oficialmente deban dar respuesta, en nombre de nosotros todos, a la consulta del estadista francés.

EL PUNTO DE VISTA ESPAÑOL.— Acerca de ello, el mismo día en que los aludidos comentarios al proyecto de Paneuropa aparecían en A B C, me preguntaba, en Atenas, un redactor de Eleuteron Bema, órgano de la política del honorable Venizelos. No quisiera hablar en la Mancha distinto lenguaje que en la Ática; pero no hay tampoco inconveniente en que ahora, al referir, procure resumir. En resumen, lo que creí deber manifestar en la ocasión, es que, para España, como hoy para cualquier país, su vocación internacional constituye el eje y, a la vez, el resorte de toda la política nacional; aunque en verdad la mayor parte de los españoles no parezca darse cuenta de ello, distraídas y acaparadas como están su atención y su pasión por cuestiones interiores de a tres al cuarto. Que, por otro lado, en esto de la vocación internacional, nosotros nos encontrábamos secularmente, desde el tiempo de los Reyes Católicos, en trance de conflicto y hasta de angustia, por la dificultad de conciliar en cada paso dos orientaciones, la que nos señala el centro de Europa y la que nos abre las rutas de África y de América, es decir, una misión continental con otra misión extracontinental. Que, a pesar del valor supremo de esta última —y procurando de todas maneras no abandonarla—, el precio de la primera era demasiado decisivo para que no debiera verse preferido por los españoles. Y que, admitido el interés primordial de nuestra misión europea, la necesidad de una incorporación, lo más estrecha posible, a los organismos que vengan a traducir su moral unidad, se deducía en consecuencia. Así el deseo, por mi parte, y por la de algunos amigos míos, es hoy categóricamente, de llegar, por el camino más rápido posible, a la constitución de los Estados Unidos de Europa.
Por otro lado, nada me permitía cuando esta conversación tenía lugar —nada me lo permite aún—, conjeturar si estos deseos y opinión nuestros van a verse oficialmente amparados. La última situación gubernativa de España tenía, hay que reconocerlo, más garantías dadas a la política internacional de europeidad; algunas claras manifestaciones de palabra, tal cual hecho elocuente, significaban un principio de definición en este sentido. Pero la nueva situación parece demasiado joven para que podamos conocer su criterio. Cierta matización britanizante en alguno de sus sectores más bien deja entrever, en lo que se refiere a la proposición de M. Briand, un obstáculo que una facilidad de colaboración.

ADVERTENCIA.— En cualquier caso, lo que me parece que no deberían olvidar cuantos aquí o fuera de aquí intervengan en el asunto o acerca de él dictaminen es que, a pesar de referirse únicamente los proyectos hoy en curso de instituciones de confederación —es decir, a convenciones entre entidades que se supone continúan soberanas—, por dentro, en lo hondo, una verdadera conciencia de unidad, un verdadero anhelo de soberanía común ha ido formándose y afirmando en nuestro Continente… Hoy, Alemania es una patria, Francia es una patria todavía. Pero, a su lado, y sin contradecirlas de momento, Europa es una patria también. Este nombre, Europa, no corresponde ya, para las más desveladas conciencias europeas, a una abstracción, a una genericidad; sino a una realidad biológica, a un sentimiento concreto, ya actuales, ya históricos. Los ministros, los políticos que conducen el movimiento paneuropeo no hacen más que traducir —bastante débilmente aún— un estado auténtico de cosas. Que sin ellos existiría, y más lejos que ellos se adelanta.
Y que, inclusive, si andaban demasiado remisos, demasiado tardos, demasiado tímidos en la actuación, saltaría por encima de ellos, decidida contra cualquier simulación, impaciente ante cualquier expediente dilatorio…


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Última actualización: 10 de junio de 2008