Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
(ABC, 3-VIII-1929)

RECUERDO.— El secreto conmovedor de los Jardines botánicos me era revelado por primera vez en Lisboa. Ello aconteció la misma víspera de montar yo a un transatlántico para un largo viaje. A la hora de los grandes adioses, ciertas realidades le entregan a uno su definición, como ciertos seres queridos, el retrato.
En Lisboa, pues, y en jornada de mucho calor. Al mediodía, la reja del establecimiento, en el fondo de una manera de callejón, cerrada que la tenían, ignoro si por razones de estación o de hora, abríase para mí nada más. Había fuego en el aire y, a ráfagas, desde una oculta cercanía, ensayos truncos de militares cornetas. Arriba, el cielo doraba un impío azul, entre las palmeras, abiertas en abanico. Y de la alcoba de algunos árboles, cuya copa apretaba en cilindros un verde demasiado fosco, partían patéticos arrullos. ¡Tórtolas de Lisboa, palomas de Coimbra, que, al oír la diana de los Cuarteles, desfallecéis de amor como cantineras!…
Me basta hoy entrecerrar los ojos para volver a ver, al pie de uno de estos voluptuosos camarines, el cactus obeso, sudando lentamente entre púas. Y aquella enorme hoja dispar arrollada a medias, con su festón de dientes, así un mellado en espada antigua y, largo, en medio, en niel de plata, el rastro de una baba de caracol. Y aquel extraño arbusto, cuyos tumores unían las telarañas silenciosas. Y los grumos de espumosa goma en las heridas de los troncos. También percibo ahora aquel olor a camelias y a podredumbre regada. Y creo oír, de vez en vez, el paso de las ratas ocultas entre las hojas secas. Porque, en los Jardines botánicos, hay ya hojas secas en el mes de julio. Y, en su maraña, la vida y la muerte jadean juntas, con un jadear que da a ciertos rincones del aire un temblor lleno de irisaciones ligeras, a las incidencias fugaces del rayo de sol.

INTELIGENCIA Y NATURALEZA.— Tanta pompa y tanta fuerza, con todo, tanta blandura y jugo, tanta corrupción, molicie y azúcar, no arruinan a la Inteligencia en estos lugares, antes la exaltan y tienden un homenaje multicolor a su triunfo. Como una alfombra bajo las plantas de un Rey. Aquí la inteligencia pisa a la naturaleza con la humillación de su pie y señala cada árbol, cada arbusto, cada planta, cada flor, cada fruta, cada elemento anatómico de fruta o flor, con la discriminación de su índice.
Las huellas del paso de la inteligencia y de su victoria son los rótulos; los rótulos latinos, con sus letras manuscritas, imitación de elzevir, en el cuadrilátero de las etiquetas blancas, que, a veces, medio siglo, quizá un siglo, amarilleó, mientras el negro de la tinta pardeaba, camino de la indecisión amarillenta. Sabias dicotomías, con abreviada alusión justiciera a los Linneo y a los De Candolle; nombres sesquipedales del abolengo helénico más puro; híbridos graciosos, donde en ellos también se deja caer alguna cadencia sutil de un ritmo barroco; epítetos homéricos para evocar el rosa de una miel o el recogimiento de la noche; y aquí, Plinio, y acullá, Teofrasto; ora la onomatopeya vernácula, ora el académico remilgo, con un implícito desdén ante lo vulgaris, ante lo rusticus, ante lo silvestris; y la sensata especificación filantrópica de tal médica utilidad, de tal oficinal beneficio; y el ensueño geográfico y la nostalgia oceánica, traídos a caballo de las precisiones sobre origen: este Brasil, estas Azores, este Madagascar, aquella Java, aquella Jamaica, donde las cañas de que se fabrican los caramillos deben de saber a ron, y, luego, el nombre de la isla que dice de Robinson, y, luego, el nombre de la isla que dice de Bernardino Saint-Pierre: cada letrero encierra una carga de saber; en cada signo hay un exorcismo mágico de cultura. La lucidez ha descendido aquí, impávida, a los más turbios y viciosos recovecos de la embriaguez. Y he repetido, una vez más, aquel maravilloso gesto adamítico de dar a cada criatura del mundo un nombre en humano. Nombrar, que es poseer. Poseer, que es limitar. Ceñir cada fragmento, cada aspecto de la cósmica realidad, con el cerco y muro de un concepto lógico, erizado de clavos y de cascajos de botella.
Como ganadero que marca al hierro, en el flanco cada res de su propiedad, así el hombre ha señalado su señorío en el cosmos, clavando en cada ejemplar vegetal del Jardín botánico una etiqueta definitoria. En cada tronco hace ésta una herida, pero la herida no le anemia, ni le empobrece. No es menor florecer, florecer en latín. La savia se acomoda de sabia, y el nombre, sin secar la ternura ni detener la subida de los jugos, llena su juego de dignidad.

EL JARDÍN DE PLANTAS DE PARÍS.— He vuelto a pensar en mi mediodía de Lisboa, en un crepúsculo de París, que iba muriendo muy despacio sobre el abandono de su noble y polvoriento Jardín de Plantas. Los elementos del drama son los mismos. Pero aquí la inteligencia ha empezado ya a devorar a su objeto. Nos encontramos a cierta lejanía de lo barroco. El cactus es flaco y detrás de uno de ellos levántase un muro, y en el muro hay una geométrica ventana, y tras del cristal de la ventana se divisa un esqueleto en un gabinete. Un esqueleto, es decir, el esquema intelectual metido en la carne.
El Jardín de Plantas de París está amenazado de desaparición, por pobreza. Varias veces se ha hablado ya de cerrarlo. Estos días, parece que la crisis ha sido de verdadera angustia. Esta es una de las tristezas de la hora actual.
Habrá que apercibirse, todos los buenos, para defender la existencia de tan patricio establecimiento científico.


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Última actualización: 23 de julio de 2008