Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
(ABC, 28-III-1929)

BERRUGUETE, JUNI, FERNANDEZ.— En Historia, como en matemáticas —aunque se logre aquí con menos perfección y rigor—, el dar con la solución de un problema de conjunto implica la desproblematización de gran número de sus detalles… Nosotros creemos poseer una clave, en la gran cuestión de la escultura española. Muchas de las dificultades relativas a cada escultor resultan con ello eliminadas. Por ejemplo, en el caso de Berruguete. ¿Cuál es, dentro de su personalidad artística, la influencia del elemento indígena; cuál la del elemento italiano? Pregunta ociosa, puesto que, en rigor, la influencia italiana y la influencia castellana auténtica venían a colaborar en idéntico sentido. Y podían las dos traer de consuno lección de una estética grave, de una estilización más geométrica que patética, de un abstracto clasicismo… En el otro extremo, ¿dónde buscar, entre la oscuridad de lo biográfico, las fuentes del temperamento y de la inspiración de Juan de Juni? A Juni, nuestra documentación, más o menos tocada de leyenda, le pesca, por primera vez, en Oporto; trabajando, según se ha dicho —y nunca desmentido suficientemente, a mi parecer— en las obras de un palacio episcopal. Antes de ese episodio de su vida, nada sabemos del personaje. Colígese, con todo, del nombre y de otras circunstancias, que debía tratarse de un francés y que el apelativo «Juni» envuelve alusión a un toponomástico «Joigny», o cosa parecida. Pero acontece que, aquí también, el detalle pierde a nuestros ojos toda importancia, como no sea la del servicio a una curiosidad. Porque, si en Berruguete la influencia castellana y la italiana se nos aparecen superpuestas, no menos superpuestas pueden presentarse en Juni la influencia borgoñona y la lusitana; trabajando las dos a beneficio de un ideal dramático, naturalista, pasional y, en último término, barroco.
En cuanto a Gregorio Fernández, que, con Berruguete y Juni, forma la gran trinidad del grupo castellano en la escultura española, tal como se nos ofrece en el Museo de Valladolid, su caso es claro. Aquí, si no se trata, en el rigor político de la clasificación, de un portugués, se trata seguramente de un gallego, y tanto monta, para representación del elemento oceánico y cósmico. Este origen le daba plena calidad. Y, aunque el origen no se la diera, la obra se la concedería. Si el retablo de Nuño Gonzálvez significa, por contenido sentimental, una creación característicamente portuguesa —y de esto la ciencia y la propaganda de Reinaldo dos Santos han llegado a persuadirnos a todos—, los «pasos» procesionales de Gregorio Fernández no lo son menos en realidad. Quien quiera buscar —no sólo en lo que respecta a la emoción íntima, sino a la concreta realización tectónica— la familia artística de este escultor, yo sé bien hacia dónde le conviene orientarse. Le conviene orientarse —y a ella acercarse, y llegar, y en ella permanecer y estudiar— hacia la pequeña ciudad de Vizeu, donde se encuentra el deleitoso Museo del Grao Vasco, que es seguramente uno de los lugares del mundo donde el amigo de la historia de la cultura, que no se contente con la eterna rumiación de los cuatro rituales lugares comunes en curso y de las consabidas clasificaciones oficiales, más puede aprender, más puede adivinar.
Un curso de historia sobre la sensibilidad barroca en el Occidente europeo debería abrirse con cinco lecciones: una, sobre la ventana de Thomar; otra, sobre el retablo de Nuño Gonzálvez; otra, sobre el Museo de Vizeu; otra, sobre la ciudad, portuguesa también, de Braga… Véase cómo el papel de Portugal es grande en este espiritual negocio. Y calcúlese si no vale la pena de sacrificar a tanta gloria, con vistas al mundo entero, cualquier vanidad separatista de haber producido lo que se llamaba en el argot del nacionalismo finisecular: «un estilo propio»; cualquier fantasma de ese llamado «estilo manuelino», que luego ha resultado existir, no sólo después de los tiempos del Rey Manuel…, sino antes.

LA POLICROMÍA DE BERRUGUETE.— Castellano e italiano, Alonso Berruguete —palentino y miguelangesco—, creador de invenciones, que, de puro clásicas, parecen helénicas —como aquellos «soldados romanos», del Calvario de San Benito, que, casi, casi, podían haber estado en el frontón de Egina; o como las cuatro mujeres que, hoy sin pies, vemos, en el Museo de Valladolid, a lado y lado del Retablo; o como el busto en la estatua del Precursor, en aquel mismo Calvario, que ofrece, por su nobleza impávida en la figuración del dolor, el aspecto de una máscara de tragedia griega; o como aquellos angelotes, al pie, cuyo sentido renacentista estalla a los ojos del menos sensible–, tiene, sin embargo, un aspecto en que el naturalismo le ha corrompido ya. No olvidemos que el tiempo ha pasado, desde la hora del Doncel, y que ahora vivimos en una época en que lo barroco es el común denominador. Tampoco conviene olvidar que la tendencia, característicamente barroca, a la fusión y confusión de las artes, venía, hasta cierto punto, predeterminada, en el caso de Alonso Berruguete, por la anécdota personal; por el hecho de que, al volver el artista de Italia, lo que en realidad devolvía a la escultura castellana era una vida de pintor fracasado. Este aspecto consiste en su policromía y en la especialidad pictórica de su policromía.
A pesar de cierta sobriedad y de un buen gusto, que detienen a esta iconografía bastante lejos del desgarro cromático de los más típicos «santos de palo» españoles; a despecho de la abundancia del oro, que —precisamente por ser un elemento convencional y ritual— impide el excesivo abandono al naturalismo, estas coloraciones, matizadas, sombreadas, y se diría que dotadas de atmósfera, de Berruguete —estas coloraciones, que ya dejan muy atrás a la simple iluminación—, hacen de cada rostro y de cada mano de sus figuras, un verdadero paisaje, para nuestra sensibilidad, rico en las sugestiones más peligrosas. ¡Cuan impresionantes, algunos turbadores y encendidos arreboles, en las mejillas de estas criaturas de madera!. El San Sebastián, el fino y hermoso San Sebastián, que yergue su pequeñez elegante hacia el centro de esta sala del Museo, pudiera creerse maquillado, como una muñeca. Ida Rubinstein, en medio de la escena, para representar el Misterio dannunziano, parecía menos maquillada que, vista de cerca, esta imagen de altar. La actual degradación traída por los siglos, la usura y los asomos de grieta o desconche, lejos de atenuar, acrecientan sordamente el fuego de esta morbidez. Tiene el San Sebastián de Berruguete un no sé qué febril, algo que se diría tuberculoso. La llama que le arrebola, le consume. Y ello basta para hacerle entrar —a él y a sus hermanos— en esta región de arte, donde, precisamente, el encanto y la belleza, nuestro placer y el placer de los siglos, no vienen de una impresión de eternidad, de una superación del tiempo, sino, al contrario, de una servidumbre ante el tiempo, de una caducidad, de la intensidad, que es vida, porque pudiera ser muerte; y porque esconde una alusión a la muerte, en cada uno de sus productos mejores…
El mito de Pigmalión no se concibe, ciertamente, ante una figura como la de la Venus de Milo… Pero, acaso, un visitante alucinable, solitario, perdido en las salas del Museo de Valladolid, habrá sentido la tentación de acercar unos labios sacrílegos hasta esos rostros, que la imaginación finge tibios, porque los ojos ven arrebolados. Puede entonces ocurrir que, al acercarse, hayan de pronto detenido su aliento un sobresalto y un espanto. Porque estas criaturas, que parecen a los ojos tener sangre, parecen, en ocasiones, a los oídos, tener corazón. Un ruidito sordo se deja oír, a través de su pecho… Son las carcomas, que las trabajan. Pero nada impide que, un momento, se haya tenido la sensación de que allí se esconden unas entrañas robadas a la muerte, y que, por robadas a la muerte, palpitan.


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Última actualización: 22 de julio de 2008