QUÉ ES LO BARROCO.— Recordemos algunas fórmulas de definición, siempre con el bien entendido de que las designaciones son convencionales, libres. Si se quiere, a lo que yo bautizo de «barroco», darle otro nombre, y llamarle, por ejemplo, «pánico», allá cada cual con su gusto. Ni me opondría en rigor a la etiqueta de «romántico». Sólo que entonces necesitaríamos otra, para distinguir a la especialidad historicista de lo barroco; a aquella clase de barroco que encuentra, en lo histórico, inspiración o moldes… De todos modos, por cuestión de vocabulario no reñiremos: lo que nos importa aquí no es la materialidad de los términos. Sino el juego, ideológicamente fecundo, de sus relaciones.
Una de las de mejor rendimiento, para la ciencia de la cultura, será siempre aquella que opone, a la nota de «clásico», la de «barroco». En toda realización cultural concreta júntanse elementos representativos de la naturaleza a otros emanados del espíritu; elementos del Cosmos y elementos del Logos. Encima de esto, entran a actuar —según las tierras, según las épocas, según los siglos, según las individualidades creadoras— dosificaciones distintas, estimaciones diferentes. Cuando lo cosmológico es dominado, cuantitativa o estimativamente, por lo lógico, tenemos en la cultura la norma clásica. Cuando, al revés, el Cosmos le gana la partida al Logos, aparece una manifestación de barroquismo… Dentro de las artes, ¿cuál es la de ley más clásica, en lo genuino y esencial, dejando aparte la superficialidad de los llamados estilos? La más clásica de las artes es la arquitectura; donde los factores expresivos casi no existen, mientras que los factores numerales llegan al colmo (en realidad, nunca ha habido arquitectura barroca: sólo ornamentación barroca). Y entonces, ¿la más barroca de las artes, cuál será? La música; la música, donde la calificación de «clásico» se emplea únicamente como término de relatividad… ¿Y el más clásico de los pensadores modernos? Descartes, que intenta reducir el cosmos de la Física al logos de la Matemática. ¿Y el más barroco? Rousseau, que intenta disolver la razón inteligente de la misma cultura en el caos inocente del salvajismo… La simetría de estas oposiciones se repite en cualquier serie, en cualquier capítulo de la historia universal de las ideas.
No perdemos de vista que este claro instrumental nos ha de servir para una investigación particular relativa a la escultura. Resultará evidente, según lo dicho que la acentuación de los elementos geométricos y tranquilos en una obra plástica, otorgará a la misma un carácter clásico. Recíprocamente, su nota de barroquismo se definirá por la supremacía de los elementos patéticos y dinámicos.
Ahora nos preguntamos: Si la escultura española del siglo XV mantiene todavía, dentro de lo que cabe en su gótica estilización, un hieratismo clásico, ¿qué ha pasado en España para que, uno o dos siglos más tarde, el barroco dinamismo se haya apoderado de sus manifestaciones, con extensión e intensidad tan grandes que explican, ya que no justifican, la atribución a la estatuaria policromada española, de un valor sintomático, del sentido trágico atribuido a todo lo nacional? Puesto que de lo cosmológico se trata, habrá que buscar por el lado de la cosmología. Habrá que evocar los cambios acontecidos, en la concepción general de la naturaleza y en los movimientos de sensibilidad a ella ligados, entre la hora en que el «Doncel de Sigüenza» se produjo, y esta otra en que fueron tallados los «Santos de palo» del Museo de Valladolid, los «pasos» de las procesiones de Sevilla y de Murcia… Nosotros hemos buscado; creemos haber encontrado. Creemos poder señalar como fuente de la mutación de sensibilidad de donde ha nacido el barroquismo moderno, dos hechos capitales: el descubrimiento de las Indias y la substitución de una hipótesis geocéntrica por una hipótesis heliocéntrica en la descripción del universo.
LA AVENTURA DE LA PLÁSTICA ESPAÑOLA.— El detalle ya lo he especificado en algún lugar. Y cómo la invención de Copérnico y Galileo, al degradar el papel del hombre en el universo humillaba a la razón y exaltaba a la Naturaleza. Y cómo la asociación de un elemento de lejanía, de misterio, de infinito, de turbación nostálgica —los grandes Océanos, las Indias, las Américas, las Oceanías, los Antípodas, los Salvajes, los Desnudos—, a la preocupación de las mentes, al secreto de sus emociones y, para decirlo freudianamente, de sus «censuras», había cargado la subconsciencia de tres siglos con posos, que en la fiebre y el pathos y el desorden barrocos iban a encontrar manifestación… También he dicho qué circunstancias me habían movido a creer que Portugal, en relación con la entrada y difusión de este cambio espiritual en el Mediodía europeo, había sido, no ya la puerta, sino la metrópoli. Portugal, tal vez irremediablemente barroco, como Roma, al frente del otro ejército en las grandes batallas de la cultura, es clásica por vocación esencial! Así la pugna en cuyo examen nos adentramos, se presenta, según todos los indicios, en la siguiente distribución: Roma, la simbólica Roma, de un lado, al servicio de la imposición del Logos. Portugal, con su carga de mares y continentes, del otro lado, al servicio del Cosmos. El campo, España; el reducto por ganar o perder en este episodio, el de la escultura… Otra vez, como en el momento de la bacanal borgoñona, Apolo recibe ataque de Dionisio. O —da lo mismo— de Pan. De Pan, que, en nuestro Oeste peninsular, ha resucitado y encontrado alcázar nuevo, en una gruta de rocas y musgo y caracoles y conchas marinas, cabe el Océano de las grandes navegaciones… (No creo que deba olvidarse nunca este hecho, entre tantos precioso, del linaje portugués del gran filósofo y sacerdote de Pan, el panteísta Benito Espinosa).
DEL PORTAL DE SAN GREGORIO EN VALLADOLID A LOS «BELENES» DE OLOT.— Ahora señalemos con referencia exclusiva a la escultura, los límites del episodio. Vamos a ver cómo Portugal —el Cosmos, con las manifestaciones de su naturalismo— invade el reducto, lo ocupa, lo conquista. El barroquismo, a través de una serie de lugares y momentos, entra en la escultura española, la invade, la domina, la empapa, la corrompe y disuelve. Convencionalmente, pero ganando con ello una reveladora luz, que compensa sobradamente el simbolismo arbitrario del sistema, propondremos, para el lance, un principio y un fin. Un monumento, signo del instante inicial, y un juguete, emblema del término.
El monumento data de 1490 y tantos, época en que se labró la portada del colegio de San Gregorio, en Valladolid, que, a mi juicio, podría llamarse el Portal de Belén del barroquismo español —puesto que, en realidad, manuelino o barroco, da lo mismo—. El juguete se monta, cuando ya el siglo XVIII va a terminarse; y esto sí que, literalmente, si no representativamente, es un Portal de Belén; como que aludo al «Nacimiento», a los «Nacimientos» que se construyen en Navidades. Raro juguete —a pesar de que nuestra sorpresa se halle ante él adormecida en el embotamiento de la costumbre—; producto folklórico, cuya importancia, si no como creación de arte, como institución de cultura, sospecho que no ha sido puesta suficientemente en relieve. Los «Nacimientos», tal como desde esa época han llegado a nosotros, se me han antojado siempre una singular invención barroca. El naturalismo, el sentido cósmico, han ganado aquí la batalla y triunfan, con un poderío que se vuelve más manifiesto, precisamente por el hecho mismo de la ingenuidad.
El «Nacimiento» —con su rocalla pomposa, con sus idílicas simulaciones de ruralidad, con la intromisión de elementos vegetales auténticos, con su paisismo, sus ambiciones panorámicas, la presencia de vastos espacios de cielo, y soles, y estrellas, con su evocación de meteoros y de ruinas, de cursos líquidos y de montañas, y con su característico intento de «fusión de las artes» —que anticipa el sentido de la hazaña de Wagner, otro barroco— merece verse tenido en cuenta por quien traza la historia de nuestra sensibilidad… Mas no olvidemos que esa institución de cultura es todavía una obra de escultura. Ramón Amadeo, catalán, nativo de Olot, cimentó su fama como artista singularísimo de «Nacimientos».
Entre el presumible y enigmático Juan Guas, autor del Portal de San Gregorio, en Valladolid, y de la decoración del palacio del duque del Infantado, en Guadalajara, y el modesto Amadeo, inventor de las figulinas que allí se llaman de pessebre, tres siglos de escultura española nos aparecen como una aventura única, cuyo sentido empezamos a advertir y llegaremos, acaso a desentrañar.