Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
(ABC, 9-III-1929)

BACANALES.— Un día, cuando la descomposición del mundo griego, en el período que inmediatamente precedió y, largamente subsiguió al brillante meteoro que fue Alejandro, los cultos del Vino, de la Muerte y el Entierro, de la Tortura y el Llanto, tuvieron núcleos, de contagiosa difusión en el Suroeste del Asia. De allí partió la fuerza expansiva de mitos y misterios adonisíacos, que Grecia metamorfoseó en lacrimosas bacanales. Un delirio de voluptuosidad en el dolor sacudió a aquel mundo; turbios oficios exteriorizaron esta vocación patética; las especies sacramentales fueron sangre y lágrimas; la danza, su expresión litúrgica; los sollozos, el coro y el himno… Esta gran ola lúgubre trascendió pronto al teatro griego. La tragedia, ya dionisíaca en sus orígenes, agravó todavía su terror sagrado y se vistió con crespones de luto, al llegar el momento de Eurípides y de la admisión latitudinaria de esclavos y de mujeres en el teatro.
Con menos nitidez en el fenómeno de cultura —a causa, tal vez, de un menor alejamiento en los factores, que no permite ciertas audacias de simplificación—, la Borgoña nos aparece, hacia los fines de la Edad Media, un poco al modo que la Siria, hacia los fines del mundo antiguo. Una escuela de misterios y de figuraciones lúgubres se abre nuevamente en esta región del vino; y allí aprende, otra vez, nuestro Occidente, la peligrosa sabiduría del llorar. ¿Bastará el auge de las vendimias para explicar el hecho? ¡No caigamos en la necedad de los razonadores materialistas de la Historia…! Aceptemos de buena gana el decisivo papel de la contingencia y digamos que ello aconteció así, porque así aconteció. Desembarazados, entonces, del armatoste de pretendidas leyes, vengamos a la eficaz notación de cosas concretas. Vengamos a advertir que aquí, en Borgoña, a las bacantes de otros días ha venido a substituir otra nueva y rara representación. Han venido a substituirlas, en rituales procesiones también, lloronas y encapuchados. Misteriosos encapuchados sin cara, tal como se ven en el sepulcro de Felipe el Atrevido, hoy en el Museo de Dijón… También en Siria —recordémoslo— se encapuchaba y envolvía en pañales el cuerpo de Adonis: era el modo de reinsertarle en el misterio —esta matriz— antes de reinsertarle en la tierra —esta otra matriz—… Anticipación iconográfica del Enterrado, el Encapuchado caracteriza, a partir de aquel monumento, las imitaciones, las secuencias, los influjos de la escultura borgoñona. Pronto, sin embargo, el símbolo será más grave. El encapuchado en la lauda de Jacques Germain —también en el Museo de Dijón— es el muerto mismo: detrás de la caperuza adivínase la descomposición de la materia. Ni tarda la imagen de la putrefacción en aparecer al desnudo. En ciertas tumbas los llorones danzan con cadáveres, envueltos en sus sudarios. Los sudarios, en otras imágenes, se han entreabierto; los huesos aparecen, y las tumefacciones, y los gusanos. Hasta la mitad del siglo xvi se repiten, en la iconografía funeraria francesa, visiones absolutamente comparables a las de estas «Postrimerías» de Valdés Leal, que, exhibidas en el Hospital de la Caridad sevillano, tanta tinta han hecho correr acerca de la psicología ascética de España.
Séanos lícito añadir, aunque, por hoy, de paso —otras veces hemos dado y daremos mayor atención al tema—, que esta función de escuela de llanto, de metrópoli del patetismo, que un día la Siria ejerció y, tantos siglos saltados, la Borgoña, parece restaurada hoy y es a Rusia a quien corresponde, dentro del mundo contemporáneo. En calidad de acontecimiento de cultura, pocos en él, me parecen poder compararse con la expansión del Baile Ruso, incluyendo en su significación cuanto ha traído, como consecuencia, en coreografía, escenografía, arte decorativo, arte musical y hasta moralidad y otros aspectos de la concepción general de la vida. El instrumento, ahora como antes, ha sido la bacanal, la procesión. Procesión —entierro— otra vez teatral, como en la Siria, no ya plástica, como en la Borgoña. Con una orquesta que se encarga de modular los sollozos, con unos danzantes que, a fuerza de dar a su cuerpo sentido cósmico —a fuerza de deshumanizarlo, de descomponerlo—, logran, con la desnudez, igual borrachera de pathos y de misterio que los escultores borgoñones, a fuerza de encubrimiento y embozo… Ni siquiera, al operar en sentido análogo, la influencia literaria y psicológica de Dostoiewski me parece comparable, en volumen, a la del Baile Ruso. Pero, Baile o Dostoiewski, lo mismo da. Siempre es Rusia y siempre es el ejército enemigo de la Inteligencia… Que, con los siglos, ha cambiado de capitán, he aquí todo.

GEOMETRÍAS.—¡Crisis para el tópico! ¡Catástrofe para el lugar común! ¡Bancarrota para las fáciles síntesis de una Voelkerpsychologie barata…! Cuando el arte de la Borgoña —Francia, al fin— era tan patético, el de Castilla —quintaesencia de lo español— era noble, tranquilo, sereno, hierático. Cuando aquél gritaba de romanticismo, éste permanecía fiel a los fríos preceptos de la modulación clásica. Cuando aquél buscaba la muerte, la tortura y el llanto, éste los evitaba, con los más elegantes y aristocráticos recursos. Cuando aquél se revelaba en la anécdota realista, éste, como si obedeciese todavía a una helénica tradición, abstraía en tipos genéricos e ideales. Cuando aquél se embriagaba en su bacanal, éste continuaba sirviendo austeramente a la inteligencia… ¡Para que aprendan de una vez los teorizadores precipitados de nuestro casticismo!
Ni la invasión del Encapuchado halla lugar en el sepulcro castellano del siglo XV, ni en su decoración se presenta el espectáculo de la muerte, en sus detalles de horror o de repugnancia. El sentimiento aparece aquí expresado en fórmulas, no dramáticas, sino casi geométricas. Ni siquiera en la mayor parte de las ocasiones, las fisonomías tienen el carácter de retratos, contentándose con una figuración genérica, así la estatuaria griega en sus mejores horas. Incluso, en estos rostros, están muchas veces los ojos abiertos, contenga o no el redondo globo trazo indicador de la pupila. Una sonrisa de gran finura flota en los labios, cuya ritual ambigüedad tal vez pudiera recordar a los arqueólogos —aunque esta evocación no creo haya sido hecha por nadie— el famoso tipo de boca «eginética» de ciertas cabezas arcaicas. En alguna ocasión cree advertir el visitante que se acerca a esos túmulos, un vago y curioso aire de alegre y superadora malicia en los semblantes de piedra; tal nos ha sonreído, y hasta diríamos que mirado con el rabillo del ojo, doña Elvira de Acevedo, desde su lecho frío, entre la ruina de un rincón del convento tordesillano de las Claras. Otras veces, la vocación de vida es todavía más pronunciada; mas no, ciertamente, por el camino de la materialización trágica, sino de una intelectualización llena de dignidad. En lugar de yacer, el «Doncel» de la Catedral de Sigüenza se incorpora y lee en su libro abierto. Por su delicada melancolía, por la madurez refinada de su amargura inteligente, por la carga de pensamiento que se recoge y condensa en el límite estricto de su geometría reposada, este icono español ha podido ser comparado al Pensieroso, que, desde su florentina capilla laurenciana, da testimonio perenne a la humanidad de aquellas «pasiones de la razón, en que el corazón no palpita», recíprocas de aquellas otras «razones del corazón», con que la frase de Pascal ha tenido, en todos los ambientes románticos, demasiado éxito… Pero todavía, la imagen del Vázquez de Arce se me antoja a mí mucho más racionalista que la imagen del Médicis. Desde luego, aquélla es menos mórbida. La sequedad de sus líneas, la pobreza —que linda un poco con lo amonigotado— de su modulación plástica; y algo, en medio de todo, antipático de puro frío, nos recuerdan aquí remotamente a Bizancio, si es que no anuncien precozmente el jansenista Port-Royal… Sí, Port-Royal; la audaz alusión ya está lanzada. Por paradójica que parezca, confesemos que nada se asemeja tanto al estado de sensibilidad de que ha nacido la figura tendida e incorporada del Doncel de Sigüenza, como aquel otro de donde habría de salir más tarde la monja tendida e incorporada de Philipe de Champaigne.
Y, sin embargo, cuando llegó la hora de que esta última figuración apareciese en Francia, aquí, en España —trocados ya definitivamente los papeles—, se andaba en plena bacanal trágica de los «Santos de palo».
¿Qué había ocurrido en lo intermedio? Había ocurrido, simplemente, que, viniendo —a mi juicio— de tierras de Portugal, sopló sobre todo nuestro arte y sobre nuestra cultura toda, el gran viento, oceánico y huracanado, de lo barroco.


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Última actualización: 22 de julio de 2008