![]() |
|
Eugenio d'Ors | |
GLOSARIO
INÉDITO |
|
(ABC, 14-II-1929) |
|
EL PINTOR ZAK.— Entimema llaman los tratadistas de la Lógica a la figura discursiva que consiste, no en sacar de dos proposiciones una conclusión, como en el silogismo, sino en hurtar una de aquéllas, saltando de la premisa a la conclusión, en inmediata rapidez de abreviatura. Como todo lo da la inteligencia, esta disposición tiene una representación paralela en el ejercicio artístico del dibujo. Hay dibujantes en silogismos que van de un extremo a otro por sus pasos contados. Hay otros en entimema, que saltan de cabo a cabo con agilidad. Cuando el salto no se equivoca de dirección, cuando el éxito del resultado se repite con la seguridad de lo infalible, el espectáculo que a semejantes artistas debemos nos llena de admiración por su gracia. Tal ocurre en Eugenio Zak, gran pintor, muerto joven, y cuyos cuadros empiezan ahora los finos gustadores de Europa y América a dar gran valor. Este pintor, magistral siempre en el dibujo, nos proporciona en su obra una doble lección del modo silogístico y del modo entimemático. Las líneas que trazó, las vemos a veces escarbar los contornos y volúmenes del objeto, hincarse en la materia obstinadamente. Otras veces, al contrario, se nos ofrece en una casi divina acrobacia. Su salto es casi un vuelo. A cada momento, el triunfo de la elasticidad del espíritu se nos presenta tal, que se vuelve muy difícil dejar de pensar en lo angélico, dejar de atribuirle al espíritu unas alas. Así, Eugenio Zak pertenece a la familia de Leonardo. Y también, salvadas las diferencias de técnica entre un filósofo y un pintor, a la de Walter Pater… Para comprender la manera de su marcha, bueno es evocar la de aquellos otros que, si se me permite la expresión, lejos de volar, reptaron. La de espíritus geniales posiblemente, pero trabajosos, afanosos, lentos, como Kant, o como Cézanne. RUDOLF PANNWITZ.— Como Picasso, como Borgese, Rudolf Pannwitz es un hombre de mi promoción… Así los entiendo a los tres tan bien, en sus virtudes como en sus deficiencias. Así capto al vuelo sus intenciones ideales, y veo funcionar su interior mecanismo; el cual se muestra, a mis ojos, como el de esas máquinas de exposición, que, no sólo tienen las entrañas al aire, sino que, además, están colocadas sobre un espejo, para que sus detalles y su marcha puedan ser mejor advertidos por el visitante y explicados con claridad. En la máquina intelectual de Pannwitz, el concepto de Europa es una rueda maestra. Ni espera aquél, por cierto, para hacerle trabajar, a que la guerra grande estuviese terminada. Ya en 1917, con su Crisis de la cultura europea, asumió, en su país, postura y reputación de heterodoxo. Mucho valor se necesitaba entonces para decirle a Alemania que una victoria alemana podría señalar un retroceso formidable en la civilización; porque la manía particularista y separatista de los alemanes ha sido, es y será siempre la causa de que la composición de Europa se desmenuce en un tipo irremediablemente feudal. Y porque lo que al porvenir de ésta conviene, no es que el mundo se germanice, sino, al revés, que acabe por humanizarse Alemania. Del valor de un día puede sacarse el día siguiente legítimamente su tema de orgullo. Confesemos, con todo, que Rudolf Pannwitz parece haber exagerado la nota. En el mercado germánico contemporáneo, la nota egotista, insocial, megalomaníaca de Stirner y Nietzsche ha vuelto a sonar con demasiada frecuencia, entonada por bocas de las que acaso, sin esa ambición prepotente —que envuelve, en rigor, una debilidad profunda—, esperábamos alguna sabia y benéfica lección. Como Steiner, el teósofo, como Keyserling —que cada día se parece más a Steiner—, Rudolf Pannwitz ha asumido en los últimos tiempos la gesticulación, la tonitonancia proféticas. "Mis escritos son santos, mi obra es santa, yo soy algo sagrado…" Es una canción que conocemos, y de la que nos limitaríamos a sonreír, si no conociéramos —siempre con simpatía de promoción— el dolor profundo de que nace. Más grave nos parece esa tendencia individualista, cuando la vemos aplicada, no ya a la imagen de la propia situación en el mundo, sino al problema político concreto de los instrumentos para producir y conservar la unidad europea. De los arsenales en que una inteligencia pueda buscarlos —la tradición de Grecia y la tradición de Roma—, esta última es la que escoge Pannwitz, más alemán probablemente, en esto, de lo que él mismo se figura. Así no parece ver la posibilidad de un Imperio, sin la persona de un Emperador. Así clama por el Emperador de Europa, por aquel que se atreva a sentarse en el trono que, desde la caída de Napoleón, se encuentra vacante. Por mi parte, al tratar recientemente de esta misma cuestión en una revista extranjera, he creído poder darle una solución diametralmente contraria. Si, para cada país particular, puedo manifestarme dispuesto a desear la presencia o la conservación de un Monarca —de una mano que reduzca a cúpula los múltiples campanarios del particularismo, para la unión continental o mundial, para la estructuración de los vínculos internacionales, no creo posible hoy otra fórmula que la federativa y republicana… Tal vez proceda esta divergencia de ver yo a la Iglesia, la Iglesia católica, como a un aliado natural del Imperio; mientras que Pannwitz la considera como uno de sus peores enemigos. Al lado del liberalismo inglés y del temperamento alemán, quiere ver, en la Iglesia católica, una fuerza hostil al gran renacimiento europeo. Pannwitz, que ya es tan italianizante y tan galicano, debería suplir ahora lo que a su promoción alemana le ha sido por la fatalidad negado, y realizar ahora, aunque sea un poco tardíamente, unos viajes a Italia, unos años de aprendizaje en París. Si así adquiría el sentido de la ironía y el de la proporción, nada perdería con ello el vigor, el sentido patético que ya posee su inteligencia. Podría decir, como Goethe un día, en coyuntura análoga: "Endlich!", ¡finalmente…! Y llegar así a esta madurez —a esta madurez, divino tesoro, que sólo se adquiere al contacto de lo muy antiguo— que al pobre Steiner le ha faltado hasta la muerte, y que es de temer que al pobre Keyserling le falte toda la vida. ANDRE MAUROIS.— El gato es un animal cuya figura se aviene tanto con el confort como se desaviene con la pompa. Maurois, cuyo nombre suena deliciosamente a maullido, tiene esta misma propiedad que la figura del gato. Así está de conforme con cierta tradición difusa y persistente de la sensibilidad en Francia. |
|
Diseño y mantenimiento de la página: Pía d'Ors | |
Última actualización:
9 de junio de 2008
|