EL MUNDO DE LAS FORMAS.— Cuando, entre nosotros, se habla —como acostumbro y con frecuencia creciente— de la «Morfología de la Cultura», a título de una especialidad de estudio, sino de una ciencia, se corre el doble albur de no ser entendido y de serlo torcidamente… Contra cada uno de estos dos riesgos, el seguro de una aclaración inicial.
Como los productos de la Naturaleza, los productos del espíritu se realizan en determinadas formas, es decir, en determinadas particularizaciones, que no corresponden al concepto de cantidad ni al de calidad, sino al de orden o disposición. Así como el esquema de la espiral o voluta, por ejemplo, aparece lo mismo en el grande que en el pequeño molusco, y, no menos que en éstos, en la ligera viruta al leño arrancada por el cepillo del carpintero o en la huella que dejó el impulso expansivo y giróvago de la lava dentro del cráter de un volcán, así en voluta o espiral se desenvuelven tal ornamento de un arquitecto barroco, tal fórmula de una cortesía protocolaria, tal demostración de un principio matémático, tal giro proverbial del lenguaje, tal línea melódica en una composición musical, tal estructura en un lienzo revestido con la figuración pictórica de un mito o de un paisaje, y hasta tal proceso político general, en un período de historia.
Ocurre, además, según en nuestro mismo ejemplo acaba de verse, que el esquema formal sea el mismo en los dos dominios, en el de los productos del espíritu y en el de los productos de la naturaleza. Un discurso puede ajustarse al mismo esquema que un volcán; una sonata, repetir la forma de un caracol. Y una de las mayores sorpresas que el estudio de las ciencias naturales ha reservado, en los últimos tiempos, a quienes a ellas se consagraban con el instrumento de ciertos métodos cuantitativos, se ha cifrado en descubrir cómo en malacología se verificaban las leyes en geometría abstractamente calculadas para ciertas curvas hipotéticas.
Cabe, pues, pensar en la posibilidad del establecimiento de amplias síntesis, ya que no, tal vez de un sistema único, en la consideración de estas relaciones entre formas. Cabe una Morfología, ambiciosa de instaurar leyes teóricas y principios generales, aplicables simultánea y simétricamente a campos del conocimiento que la razón de su materia o la razón de su importancia habían distanciado mucho. Desde luego, respecto de los productos de Cultura, es decir, respecto de las creaciones espirituales colectivas, puede formularse una a modo de Dialéctica, que, con aplicarse a la vez a las distintas variedades de la espiritualidad, y aun a las relaciones de ésta con las variedades de lo natural, no será una Dialéctica abstracta, sino una Dialéctica concreta. Ya Hegel la había soñado. Pero lo de Hegel y lo de toda la tradición hegeliana que alimentó un día al romanticismo universitario alemán, fue un apriorismo, una construcción de metafísica tan sólo, lo nuevo, lo de esta Dialéctica concreta, en que, bajo el nombre de Morfología de la Cultura, empezamos seriamente a trabajar, tiene otro carácter. Sabe, para empezar, que no puede constituirse sino mediante parciales tentativas y sobre la base de una extensa información.
EL PALADIO Y LINNEO.— He aquí, pues, conjurado —así lo espero— el riesgo de no ser entendido, al hablar de Morfología de la Cultura. Prevengamos ahora al otro, al riesgo de ser entendido mal. Pienso, sobre todo, al decir esto, en ciertas auras algo impuras, al servicio de tesis determinadas, que, viniendo de los medios doctos de la Europa central, han agitado otras regiones y hecho en ellas no poco ruido, principalmente en aquellas horas, que ya van alejándose, cuando, por efecto de las dietas de la guerra, andaban las gentes, y aun las ideas de Occidente, tan flacas y flojas, que cualquier soplo algo decidido pareció bastante para hacerlas oscilar, si no para derribarlas. Hablaban aquellas tesis de «pluralidad de Culturas»; hablaban de «decadencia de Occidente»; contagiaban un pesimismo, al cultivar una, tal vez frívola, curiosidad… Ello pasó, para nuestra ventura. Ello pasó; pero no tanto ni tan pronto que no haya dejado rastro terco en la manera de considerarse ciertas disciplinas y de trabajar en ellas
En la Morfología de la Cultura, por ejemplo, hallamos como residuo de tan turbia etapa la tendencia—no formulada con claridad, pero sí implícita en el carácter de la mayor parte de los estudios—, a ocuparse con predilección, por no decir únicamente, en aquellas formas, cuya aparición o especialidad corresponde a las civilizaciones primitivas, y aún a los pueblos salvajes. El interés de semejantes investigaciones nadie lo negará; como nadie contradirá el hecho de la golosina estética, que significan las manifestaciones del arte negro o del arte maya, ayer mismo puestos a la moda en los grandes centros metropolitanos europeos. Pero, de que aquel interés exista, no se deduce que haya de ser el único. Y así como ni el escultor aschanti invalida a Miguel Ángel, ni el grabador polinésico ha logrado hacernos olvidar a Durero, así no parece que el problema de relacionar el sombrero de los jefes de tribu con la techumbre de las cabañas de paja, haya hecho perder toda importancia y todo atractivo a otros problemas que se refieren, bien a las formas de la poesía y de la cortesía trovadorescas, bien a las de la arquitectura y del teatro dentro del gusto barroco.
De mí sé decir que, por grande que sea mi emoción—y lo es, en efecto—, al reconocer en el contorno exterior de la tiara, símbolo del poderío imperial, la estructura de la cornamenta del toro, no lo es menos la que encontramos en el hecho de descubrir relaciones análogas en el dominio de las civilizaciones centrales, avanzadas, maduras. Así, en esta observación, que hemos alcanzado recientemente de que una invención arquitectónica, característica del paso entre el arte del Renacimiento y el arte barroco, repite exactamente el esquema formal de otra invención —científica ésta, científica y perteneciente al campo de las ciencias naturales— que fue cronológicamente un poco más tardía, pero que corresponde a la misma etapa, dentro de la historia de la cultura.
Sabido es en qué consiste el «orden gigante», instituido por Paladio, el genial arquitecto de Vicenza; sabido es que en este orden se inscriben dentro de altas estructuras ornamentales de columnas, que abarcan la elevación de varios pisos, otras estructuras menores, de puertas, balcones o ventanas, que corresponden a la elevación real de cada uno de estos; algo así como las pequeñas puertas gateras, que, en las casas campesinas, se abren a veces en la hoja de las puertas grandes; invención que, por la novedad que representaba en su época, hubo de acarrearle al gran Paladio más de un epigrama… Pues bien, este esquema paladiano es, exactamente, si bien nos fijamos, el aplicado por Linneo a su sinopsis dicotómica de los reinos de la Naturaleza. Las llaves corresponden aquí a los entablamientos; los brazos, a las columnas. El símbolo gráfico es el mismo. Directamente—directamente, digo; no por comparación o metáfora— se puede decir que la Zoología, o que la Botánica de Linneo están estilizadas según «orden gigante», y que su construcción de la naturaleza es una construcción que marca el paso entre el gusto neoclásico y el gusto barroco.
Aunque sólo hubiésemos de obtener el premio de síntesis parecidas, bien valdría la pena de extender a los productos de las civilizaciones, maduras, avanzadas, centrales, las investigaciones de la Morfología de la Cultura. Y de atender a este campo de especulación, destinado a rendirnos algunas sorprendentes cosechas.
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