CUESTIONES MORALES. LOS «SEMITÓXICOS».—¡Malhaya la cobardía ante el dolor, celestina de los semitóxicos! «Los semitóxicos» llamo a esos productos de farmacia, ineptos para combatir el mal, y hasta, en realidad, sus efectos; pero que alcanzan a aliviarlos, no remediándolos, pero sí volviéndolos difusos, dándoles por substitutivo una etapa larga de estupor ligero y sordo malestar… Si a los otros, a los de cuerpo entero, a los de veras, se les bautizó de «Paraísos artificiales», a éstos les cuadraría el nombre de «Limbos artificiales»; tal es el estado que procuran; tal, el matiz de caída psicológica a que corresponde su empleo.
Siquiera Coco, Fifina y Compañía tiene la ventaja de una franqueza en la mala reputación. ¡Ya está entendido y claro que se trata de vicios! Y —por lo menos en las esferas regidas aún por ciertos principios de limpieza moral— de vergüenzas… Pero esta buena Doña A** y esta cariñosa Frau F** gozan todavía de buena fama. Entran en todas partes, sin valla de fielato ni recurso al rebozo. Dícenlas benéficas; siempre andan a punto de caramelo y de consuelo. Su llegada ha sido, las primeras veces, del brazo de algún facultativo; mas luego entran y salen de las casas como Pedro de la suya, a tenor de un irreflexivo capricho personal. Un tubito pronto está logrado; la dosis, a tasa de comodidad o de aprensión; la medida, fácilmente traspuesta… Miremos a tantos y tantos de nuestros contemporáneos y, sobre todo de nuestras contemporáneas, en los ojos. ¡Ah, pupilas, pupilas agrandadas en una excitación, encogidas por un bienestar! ¿Miráis hacia atrás, miráis hacia adelante, pupilas? Hay una imagen vil hacia atrás, y es la del temor al sufrimiento. Pero hay una imagen espantosa hacia adelante y es, acaso, la de la locura.
¡Malhaya los semitóxicos y su lento, suave, tentador veneno! No hay traición más negra. So color de Ormuz, operan por el ejército de Ariman. Y entre los dos ejércitos, ellos, logreros de la gran lucha, practican muy a las sordas su agio infame. Se llevan de los hombres el oro del Dolor, a cambio de este pobre, sucio, equívoco signo fiduciario: la Tristeza.
EL DOLOR.— Sí, oro. Y, al hablar ahora del dolor no me ando en metáforas. El dolor físico, quiero decir. El dolor que azota la carne, la tunde, la pincha, la atenaza, la desgarra, la hace trizas. El dolor que pone el grito en la boca y cierra los puños. El dolor que resucita en nosotros al niño, al animal… ¡Ah, cuán magnífico sabor de vida! ¡Qué garantía! Y, en la garantía, ¡cuán rica corporeidad trascendente!
Sufro, luego existo… Las condiciones ordinarias de la existencia, su trama suave de hábitos, acomodamientos, precauciones, con la complicidad de todos los despuntes, embotes y acolchamientos traídos por la civilización, tiende inevitablemente a volvernos algo fantasmales. Por lo menos, a darnos la cenestesia de lo fantasmal. ¿Se imagina la situación sensorial de un hombre que no pudiese ponerse en contacto con ningún objeto material duro? ¿Cuyos vestidos fuesen perenne fluidez; cuyos pies no se apoyaran sino en el fango; cuyas manos a nada pudiesen agarrar, en nada sostenerse; cuyos dedos, al intentar pellizcar el cuerpo propio no pellizcaran sino una pasta o el aire; cuyos ojos nunca en las cosas apreciaran contorno; cuya boca jamás tuviera donde hincar el diente ni qué mascar? Pues ésta es, para el corazón, la cotidiana amenaza de la vida. Esta inmersión, este anegamiento esta asfixia sorda… El dolor nos salva. El dolor, por su virtud activa y su virtud pasiva, por lo que tiene de golpe y lo que tiene de resistencia. Sus tres dimensiones. Las tres sólidas, honradas, objetivas, dimensiones del dolor. Aquí, en el naufragio, hallo un salvavidas. Aquí me recobro. Aquí me apoyo y puedo luchar ¿Mi angustia era la indecisión? Pues aquí hay algo, que por lo mismo que no cruelmente se me opone, lo siento formidablemente seguro…
El grito de la boca crispada repercute en la eternidad. El puño violento que se cierra aprieta dentro de sí la substancia auténtica del cosmos.
PALABRAS DE SAN AGUSTÍN.— Palabras que, cuando las releo, las rememoro o las cito, me traen, sin debilitamiento, sin usura, la exaltación de un himno triunfal…
Es en ocasión de especular sobre el estado en que han de encontrarse los cuerpos aquel día, el de la Resurrección de la Carne. Y el Santo se presenta un problema a sí mismo: Puesto que se asegura que estos cuerpos resucitados serán cuerpos perfectos, los Mártires, que por la fe padecieron gloriosamente, ¿perderán, con la huella de los suplicios, la insignia de la grandeza?
Y se responde: No. Lo que en su apariencia se reparará —porque aquí estorbaría la permanencia a la perfección— es cuanto signifique merma, mutilación, aplastamiento, torcimiento. El ojo vacío, los senos cortados, los huesos rotos. Pero de ningún modo la marca exterior, epidérmica, de lo que fue golpe, herida, taladro, llaga, quemadura. Antes con estas señales, como con otros tantos joyeles, la pulcritud de los miembros se ornamentará… La fórmula es: «Los Mártires resucitarán hermoseados con sus cicatrices».
¡Hiere, Dolor! Sin cobardía, sin evasión, sin hurto, sin soslayo —sin recurso a estupefaciente ni semiestupefaciente—, sé esperarte a pie firme. Que cuanto en ti es todavía disminución, hundimiento en la inconsciencia oscura, paso a la muerte, peso del mal, está destinado a tránsito y olvido, a consumirse, a desaparecer. Quedará, en cambio, me enriquecerá, me condecorará, un día, la huella de ti, la nobleza ganada en ti, la dignidad que procuras.
Los Mártires resucitarán hermoseados por las cicatrices.
|