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Eugenio d'Ors | |
GLOSARIO
INÉDITO |
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(ABC, 27-VII-1927) |
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GLOSAS DEL TELÉFONO. CELOS.—¡Cuán monótonos son esos novelistas, cuán pobres de imaginación, y aun de información, esos autores de teatro…! He aquí, no obstante, en la última novela de Jean Giraudoux, una cosa nueva. Nueva, digo, para la literatura. No para la vida, no; bien la conocéis vosotros, corazones en donde ciertos aspectos de la modernidad destilaron su licor de amargura. Un corazón así como el vuestro se siente ahora sordamente oprimido en el pecho de este anciano que toma el Oriente-Exprés, camino de Constantinopla. Es Moisés, el financiero, amigo de Eglantina, dulce enamorada en los hombres y en las cosas de cuanto es maduro y parece estable. Es Moisés, que ha ordenado de propia voluntad este viaje, probablemente no demasiado exigido por sus negocios; pero que, llegado el momento, cuando el trance de los adioses en la estación, al pensar en la próxima lejanía del cuerpo de la bella, del alma de la bella, siéntese invadido por todas las cobardías oscuras. Reducido a los disimulos de un gusano, de gusano insinuado y rampante, pero no por ello con mordedura menos cruel, «el mayor monstruo» se le ha alojado en lo hondo; y ahora es él, justamente son los celos, quien dicta al hombre de mundo, al protector irónico, unos consejos de tierno cinismo, de lúcida frivolidad: —Diviértete, Eglantina, mientras dure mi ausencia. Sal. Ve a los bailes. Acuéstate tarde. La imagen de un joven bailador que, con brazo demasiado afectuoso, rodea la cintura de la amiga no es rehusada… Ni la de otro galán que, acompañándola en el coche, le ha atenazado las muñecas. Pero esa imagen nueva debe de ser más horrible que las otras, porque la angustia del hombre no puede soportarla, y de pronto, cuando el tren parte ya, se exhala en un grito de desesperación, por encima de todo mundanismo, por encima de cualquier orgullo, en un grito miserable y desnudo. —¡Pero no telefonees, Eglantina! ¡Prométemelo!… Aquí, aquí ha visto de repente el cuitado la figura de la suprema infidelidad. PECADOS.— Vamos a otra historia. Que, al revés, no viene ya de la literatura, sino de la vida. Esta es madame Bovary. Una madame Bovary de 1927, tal vez de 1930. Al modo de llamada automática en el teléfono han acompañado algunos otros perfeccionamientos de detalle. Previsibles, inevitables se diría. Hoy, en el cornete del receptor, se puede hablar en voz muy baja. Todas las respuestas intermedias, todas las señales acontecen igualmente sin ruido. En la noche de la cámara, inmóvil y supina, pero con los ojos inmensamente abiertos en la oscuridad y las manos agitadas ensañadamente sobre el embozo, como las de un moribundo, madame Bovary, culpable, espera el sueño de monsieur Bovary. Y ya está ahí el sueño, el sueño profundo, imagen de la muerte… El brazo desnudo de madame Bovary se extiende, cauteloso, siempre en las tinieblas, hacia una inmediata mesilla, donde reposa el aparato telefónico. No se equivoca la derecha en la requisa, no, aunque los dedos abaniquen unos segundos el vacío. No se equivoca la izquierda al tender, con precisión en la medida y ahínco en la querencia, un puente adecuado, un puente de amianto, madera y metal, entre la oreja y los labios. No se equivoca el dedo del corazón que oprime la delgada tecla, ni, en el otro extremo, el índice metódico, que, sin necesidad de luz, sabe, por adoctrinamiento en la costumbre, hacer trazar y dejar deshacer las cinco vueltas del conjuro a la rueda mágica. Pero ya el conjuro surte efecto. La voz deseada, la voz de la caricia, de la turbación y del secreto, la voz de la delicia y del crimen, está ahora ahí. Está ahí, ignorada de todos, oída nada más por ella —la desvelada, entre los seres, entre las cosas dormidas—. Esta voz hablará, hablará. Dirá las confesiones, dirá las intrigas, dirá las ternuras y los éxtasis. Después de haber gemido, silbado, desgranado en chasquidos, ahogado en aterciopeladas sordinas la crisis de la exaltación, se relegará, por fin, en las articulaciones lentas, tal vez confusas del abandono. Se perderá acaso en los balbuceos laxos del vencimiento, en la fatiga que rinde, en el sopor que invade, y entonces, el brazo caerá y se escapará de los distendidos dedos el receptor cómplice y caerá en el edredón, resbalará hasta la alfombra, siempre sin ruido, así la plegadera escapada de aquella página del libro nocturno, en que los renglones bailaron, antes de que la turbación del mirar descendiese hasta el pie de página. Como el niño que se durmió prendido al seno de su nodriza, así madame Bovary, bebiendo glotonamente las linfas del pecado. Por ventura, un poco más allá que la mesilla del receptor, hay, como en la canción del folklore languedociano, una cuna. Recuérdese, quiero decir, aquella canción Sota de l'olm, donde la requerida por el endiablado jinete, cuya silla de montar «está blanca de rocío», contesta, desde lo alto de la cámara, que ya para el deseo se ha tornado cárcel, con dificultad… |
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«A un costat, tinc el marit i l'infant a l'altra banda…» |
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Porque, en los climas delicados de la civilización, la sensibilidad lo adivinó todo, antes que los instrumentos indispensables aparecieron. Como los matices del bien, los matices del mal… Aun éste, que se dijera edición recentísima del infierno, edición de estampillas, con la cifra de su fecha, para sellar cuanto se llevan consigo en sus vuelos más locos la sed de compañía, la sed de infinito, castigo y nobleza de los humanos… EL APARATO.— Aquí, colgado sin estrangulación de su pie elegante, está el aparato, negrito gentil. Tiene diez ojos a la redonda, diez ojos de pupila blanca, cada uno con la niña negra de un guarismo. Está el aparato, el receptor telefónico moderno. Sobre el grueso listín de las direcciones, que le sirve de peana, parece uno de esos idolillos africanos que la moda de unos años atrás trajo a los estudios de los artistas y a ciertos salones snobs. La sensibilidad y la cultura del mundo no pueden adivinar todavía cuánto va a dar de sí. |
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Última actualización:
18 de julio de 2008
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