CÉZANNE.— 1906, 1926… Cuatro lustros forjan, entera, la gloria de Cézanne. Y, lo importante, para mí, no es que, en este período, se haya alcanzado a averiguar que Cézanne era un genio. Lo importante es que se haya alcanzado a averiguar que es un clásico.
En Octubre de 1906 encontrábase el pintor en su ciudad nativa, viejo, solo, enfermo. Casi cotidianamente, se trasladaba al campo, para trabajar al aire libre. Así le sorprende, cierto día, un copioso chubasco otoñal. Durante dos horas, el anciano soporta la lluvia. Luego, cuando, calado y entre tiritones, regresa a su casa, cae desvanecido. Todavía, al día siguiente, salió de nuevo a pintar; bajó a su jardín; adelantó un poco en cierto estudio de figura, que tenía en curso. A media sesión le dio un síncope. Ya no se levantó. Moría poco más tarde… Aun se tuvo tiempo de incluir algunas de sus telas, adornadas con un lazo de crespón negro, en uno de los apartados del Salón de Otoño, que, poco después, se abría en París.
Pero nunca había podido verse, en esta ciudad, una exposición que abarcara un conjunto algo dilatado de obras del maestro. Hoy, sí, en casa de Bernheim, jeune, y a beneficio del monumento… Hoy, sí, y la principal sorpresa que en este descubrimiento encontramos, tiene un nombre muy dulce. Esta sorpresa se llama confirmación.
El que en 1906 parecía destruir o innovar, bien claro se ve, en 1926, cómo y hasta qué punto continuaba. Hoy, cuando Seurat ha entrado en el Louvre, Cézanne le ha recibido ya con todos los otros; en grupo sereno y tranquilo, y, hasta cierto punto, homogéneo con los otros, sin detonar.
CÉZANNE Y KÉPLER.— Siempre cuento lo que el astrónomo Képler hizo por la Cosmografía. (Nada tan ilustrador como ciertos episodios de historia de la ciencia, para alcanzar la comprensión de ciertas leyes de historia del espíritu). Siempre cuento cómo resolvió el conflicto en que colocaban a su mente —de tan clásica estirpe, tan amiga de la unidad—, ciertos hechos, de realidad irrecusable, recogidos por la observación, pero contradictorios con el esquema rígido, a cuyo tenor dábase cuenta del movimiento de los astros, en la Astronomía legada por la docta antigüedad.
Tal esquema, todo el mundo lo sabe, daba cuenta del movimiento de los astros, representando sus órbitas por círculos. Pero poco a poco fueron conociéndose otros movimientos, que no se ajustaban al rigor del esquema. Y entonces dos caminos quedaban al informado de los mismos, al rendido ante su evidencia: o bien considerar estos fenómenos como irracionales por su situación de excepcionalidad y de marginalidad en relación con la ley conocida; o bien de abandonar, ante la evidencia de los mismos, toda explicación racional del universo, puesto que el esquema de los círculos estaba ya desamparado de cualquier carácter de generalidad.
Pero el genio de Képler supo encontrar un tercer camino. Supo abandonar la explicación por círculos, demasiado estrecha decididamente, sin desertar, por ello, de la explicación racional del cosmos. Supo, substituyendo, simplemente, el círculo por la elipse, dar con una forma nueva, más compleja, más flexible, más laxa, por decirlo así, que la otra; pero, de todos modos, coherente, permanente, dibujable, regular. A la cosmografía de los círculos substituía así la cosmografía de las elipses. Dentro de ella, los fenómenos que se estaba a punto de tener que ceder a la irracionalidad enemiga se racionalizaban, se normalizaban, se convertían en casos particulares de una ley nueva, ampliamente general, y, que, por lo mismo, no se veía ya obligada a consentir excepción.
Pues bien, lo que el genio de Képler cumplió esta vez, es lo que debe cumplir siempre, lo que cumple siempre, el verdadero clasicismo. Todo clasicismo cumple la misión de ordenar, gracias a la substitución de la norma antigua, por otra más amplia, cierto número de elementos de desorden, que el imperativo de los tiempos —y las tentaciones de la curiosidad—han traído a la sensibilidad humana.
KÉPLER Y CÉZANNE.— Cuando Cézanne habló de «hacer con el impresionismo un arte como el de los Museos», formuló el designio de repetir en otro orden de cosas la hazaña keplerina. El impresionismo se agitaba en la irracionalidad. Cézanne le sujeta a un módulo racional nuevo. Da cuenta de él, le rinde, le incorpora, a precio de poner una elipse allí donde Rafael o Miguel Ángel habían puesto una circunferencia.
En la galería Bernheim se ve esto muy claro. Se ve, al mismo tiempo, cómo después de todo, el genio de Cézanne no igualaba al de Képler en fortaleza. No que éste dejara de tener también sus debilidades, y no compusiera, de espaldas a la racionalidad de su propia mente, supersticiosos calendarios, pero esto lo hacía el astrónomo al principio, y para ganar dinero, y a instancias de la codicia de su mujer, llamada Bárbara, por mal nombre… Mientras que el pintor, cuando hace calendarios, es, sobre todo, hacia el final. Y las «Bañistas» de la colección Vollard, obra en que todavía trabajaba en 1905, y que hoy, en la Exposición de la Galería Bernheim, ocupa uno de los testeros, véndenle caído de su alta ambición, sucumbiendo a su vez ante el poder de los irracionales. Embriagándose de color turbio en los rincones de una composición, donde lo que hubiera deseado veinte años antes es dar un justo bulto a las cosas. Y resignándose a acercarse al Greco, cuando su primer propósito —confesado más de una vez sin falsa vergüenza— había sido siempre merecer ser expuesto «en el Salón de Bouguerau».