Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
(ABC, 25-VI-1926)

ALGO EXCEPCIONAL.— No puedo saber, cuándo y desde dónde escribo, si la Exposición de Bellas Artes de Madrid está ya cerrada. Ignoro también si sus laureles, o lo que sea, se han repartido y cómo. Pero a mí me queda por cumplir, en relación con la misma, un deber de conciencia. Y algo voy a hacer para aliviarlo; aunque circunstancias, hijas del azar, no me permitan absolverlo.
Me queda por decir cómo el cuadro que más en la Exposición me gustaba, pendía de los muros livianos del palacio de Cristal, y llevaba el número 107. Al paso, yendo de prisa, lo advertí; me sorprendió su refinamiento reposado y maduro. Mi torpeza, a pesar de mi aplicación, no me permitió entonces descifrar la firma del todo. La mala fortuna me dejaba sin catálogo por el momento; y, desde el día siguiente, sin ocasión de nueva visita. Por eso digo que no puedo cumplir mi deber por entero, citando un nombre, donde he de contentarme con aludir a una obra.
Esta obra —apresurémonos a dejarlo entendido— no tiene nada de particular. Ni preocupa por su intríngulis, ni pasma por su efecto, ni sacude por su audacia. No «viene pegando». Viene persuadiendo. Mejor, no viene: está donde está. Está quieta, sonríe, en su clara armonía verde, perla y humo, y qui potest capere, capiat.
Comprenderá, comprenderá en seguida, quien recuerde que hubo una manera de pintar, que podríamos llamar, con doble epíteto, fluida y feliz; manera que el impresionismo ya desconoció, entregándose a la fluidez, pero con fiebre y angustia, y que tampoco han podido restablecer las primeras tendencias estructurales, sucesoras del impresionismo, porque en éstas la calma y el reposo han sido —y habían de serlo, puesto que se trataba de una reacción algo dura de realizar— contrarias a toda fluidez. Pero ya el áspero trabajo de tal reacción empieza a consentir juegos más ligeros. Ya, siguiendo nuestro símil habitual, la Cuaresma va a desembocar en la Pascua… Si, últimamente, había que tomar ejemplo en las torturas de Miguel Ángel, ahora tal vez podamos acercarnos sin inconveniente a las sonrisas de Rafael. Y así la línea volverá a perfilarse ligera en el cielo vacío. (Es Rafael, no Leonardo —Picasso lo ha dicho—, el verdadero inventor de la aviación). Y así el color podrá bajar de nuevo, en lluvia transparente, sin apedrear la mirada, como en un caer de contundente granizo.
«La main d'acier dans le gant de velours». La estructura rigurosa, dentro de la apariencia suave. Esto, con otras cualidades exquisitas, hacen, me parece, del cuadro que en la Exposición ha tenido el número 107, algo excepcional.

DESORIENTACIÓN.— Tengo miedo de que este otro excelente pintor —tan bien dotado, sin duda ninguna, en el capítulo del temperamento—, se encuentre, por defecto de claridad, en las concepciones teóricas fundamentales, situado en un callejón sin salida… Vamos a entendernos en pocas palabras.
Él se dice, él se muestra, él es un adepto del estilo y modo recientes. Su actitud, como sus temas y motivos; su visión, como su paleta; sus ritmos, como sus gamas; sus dudas, como sus cánones; su modo de dar relieve a las copas de los árboles, como el de agrupar las nubes o las construcciones urbanas, véndele a lo discípulo de ciertas nuevas tendencias estructurales de la pintura. Cada época, y aun cada promoción, tiene evidentemente su caligrafía. El artista que digo emplea con decisión la caligrafía del novecentismo más caracterizado, la que ha ido fijándose desde Cézanne, Gauguin y Seurat hasta hoy, en emblemas a que empiezan a encontrarse avezados los ojos del público.
Pero, a poco que se penetre en el sentido y secreto de esos módulos, ya colectivos, de figuración, se reconocerá que su común denominador es el esfuerzo hacia lo abstracto o, siquiera, hacia lo genérico. La anécdota, lo pintoresco, el carácter, la temporalidad, la localización, son elementos de que, poco a poco, ha ido desprendiéndose, así en danza de velos o en proceso de ascesis, el arte de última hora. No digo ya en ciertas escuelas radicales —donde la representación se somete sistemáticamente a los esquemas de lo geométrico—, pero aun en otras zonas templadas —respetuosas todavía con la ilusión sensual—, este arte desnuda a sus imágenes de cualquier alusión que permita un reconocimiento. Entre los árboles de Cézanne viérase perdido el botánico. Los retratos de Dérain no sirven para pegados en el pasaporte. Y, si se ha dicho que la pintura de Joaquín Sunyer es catalana, de otro modo que por sutil razón de inspiración o de espíritu; si se la ha llamado catalana por razón de paisaje o de tema, es —conviene explicarlo— en virtud de causas que pueden oscilar entre la majadería y la bellaquería.
No, no se presta el arte nuevo a dictámenes de identificación. Pero, en el caso a que me refiero, la identificación es precisamente solicitada; y presentada cada obra como el cuadro de un viaje, cuyo conjunto, incluso en determinaciones de geografía, ofrece la revisión óptica de un país. «Aquí tienen ustedes a tal ciudad», nos dice el pintor. «Esta es la calle Tal de tal pueblo…». «Esta otra imagen reproduce el monte vecino…». Y nuestra mirada sólo encuentra allí aquellos árboles, aquellos volúmenes, aquellas agrupaciones y ritmos genéricos a todo el still nuovo. El vulgo, entonces, ante cada uno de los pretendidos trasuntos, tiene un movimiento de sorpresa, grávido de otro de protesta. «¡Qué va a ser esto tal ciudad!», dice el vulgo. «¡Qué va a ser esto tal calle! ¡Que me lo cuenten a mí, que nací en ella…!» Y en este caso, siento decirlo, es el vulgo quien tiene razón.
Tiene razón, porque la palabra escrita por el pintor le ha desorientado, cuando la línea trazada por él iba a colocarle en el buen camino… Pero si aquél ha desorientado a éste, es porque él mismo ya lo está. Porque no sabe exactamente lo que quiere: si la anécdota geográfica o la categoría plástica; si el carácter o la geometría.

«¡QUE SISTEMÁTICO ES USTED!».— «Tenemos a Fulano, me dicen, por una de las escasísimas personas que aquí entienden algo en materia de arte. Dios quiso dotarle, además, de instintivo buen gusto. Hombre, por otra parte, probo y valiente, que dice en toda ocasión lo que piensa y lo dice con claridad… ¡Lástima que sea tan sistemático!»
Este pero también se lo colgaron un día a Octavio de Romeu. Se lo puso un camarero de café delante de mí.
En pago a su consumición, había adelantado el querido Pantarca un billete. Ahora le entregaban la vuelta. Cuando iba a guardarla, saltó por casualidad a la mesa un duro de aspecto asaz dudoso. Maese Romeu lo trincó, acogió su música con poca simpatía y, sin decir palabra, lo devolvió al camarero.
Refunfuñó éste una vaga protesta oscura. Pero, en seguida, mientras iba compensando, con un rencoroso montón de pesetas y calderilla, la descabalada congrua: —¡Caramba! —articuló, ya distintamente— ¡Qué sistemático es usted!


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Última actualización: 17 de julio de 2008