Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
(ABC, 24-II-1926)

COMO GOYA O COMO LEONARDO.— La tesis que finge siempre, en el artista, un ser puramente instintivo, incapaz de consciente cuenta de sus actos —un feliz animal, servido por un ojo lúcido y una mano diestra —, está destinada, me parece, a pasar a la leyenda dorada del romanticismo. En realidad, si conocemos a artistas algo salvajes, los conocemos también muy avisados y doctos. No hay razón para que estos últimos sean peores; como no la hay para que florezcan menos vigorosamente los árboles de Jardín Botánico por declarar su nombre en latín.
Cierto que se puede —yo, no— preferir a Goya sobre Leonardo de Vinci; y que los procedimientos pictóricos incalificables, empleados en San Antonio de la Florida, con el amén de un abandono secular, se han demostrado más ventajosos, en lo de burlar la usura del tiempo, que las sabias técnicas y la ulterior farmacia arqueológica de Santa María de las Gracias… Pero esto no significa sino que la cazurrería de Goya era como la de Bertoldo, es decir, de las que se guardan dentro la malicia; en tanto que la agudeza de Leonardo, como la de Hamlet, ya pasaba de raya; produciendo, en el agudo, una especie de autointoxicación.
Artistas que se asemejan a Goya existen hoy también, como siempre. Los que se asemejan a Leonardo se hallan, tal vez, en mayoría. Por lo menos, empiezan a estarlo ahora, cuando los valores apolíneos de una felizmente rediviva tendencia clásica van cerrando la era sensual del impresionismo y de su dionisíaca furia.

LOS «PROPOS» DE FLORENT FELS.— Florent Fels ha hecho hablar a los maestros pintores del París contemporáneo.  Ha publicado primero sus Propos en un periódico; luego los reúne en un volumen.
Vale la pena de detenerse en la lectura de este volumen. No se compone de interviews propiamente dichas. La opinión del visitado parece cada vez producirse con entera libertad. No hay cuestionario, ni siquiera plan inquisitivo previo. Quien habla de sí mismo, quien de los demás. Quien de teorías, quien de anécdotas. Quien de la decadencia de Occidente, quien de los paisajes de Francia… En proporción a la licencia que otorga, el visitante se la atribuye; no se ha obligado a redactar biografía ni semblanza; mucho menos, es claro, descripción de medio, o revelación de intimidades. Una fecha de nacimiento, a veces marginada en nota; alguna vaga indicación sobre el barrio de la residencia, quizá; tal impresión subjetiva, tal personal recuerdo. En cuanto a las fisonomías de estos pintores, no las dará aquí la etopeya, sino, sencillamente, la fotografía. A escuela de Niepce, que no de La Bruyére, Florent Fels ha preferido intercalar entre las páginas impresas de su texto hasta diez y seis retratos —ni siquiera retratos de composición o de intimidad—, sino, generalmente, llanos y mondos retratos de galería.
Por cierto, dígase de paso, que, a ojos vistas, resulta, la mayor parte de los dioses mayores de este Olimpo, algo tocada de fealdad. Todavía, los viejos, como Claude Monet, que entra aquí en guisa de patriarca, o James Ensor, traído como precursor simpático, tienen su belleza; aquél, como «cabeza de estudio», según dice él mismo, sonriendo; éste, como simpatía encuadrada en plata, género Santiago Rusiñol. De los más recientes, salva a Dunoyer de Segonzac, su aire de practicar la lucha grecorromana; a Picasso, el de haber practicado otros deportes más peligrosos todavía, y menos sociales… Pero, ¡aquel Derain! ¡Aquel Matisse, con su aire de profesor bávaro de Dermatología! ¡Aquel Fernand Léger, personaje de Pirandello, y aquel Maurice Utrillo, personaje de Arniches, especie de Julio Ruiz, apenas mejor servido por el peluquero! ¡Aquel Roualt, sobre todo! — Cierto, una cosa es lo físico y otra lo espiritual. Cierto, en el artista debemos preciar la belleza que él mismo fabrica, no lo que en él han fabricado los otros. Pero yo no puedo menos de recordar, acerca de ello, unas líneas de los cuadernos inéditos de René Boysleve, citadas en mis Glosas hace pocos días: «Un artista, hacia los cuarenta años, ha tomado la máscara de un arte mismo». Y aquel decir, sólo en apariencia paradójico, de nuestro Octavio de Romeu: «¿Los ojos, espejo del alma? ¡Al revés: el alma, espejo de los ojos!».

EN QUÉ SUEÑAN LOS PINTORES.— Las palabras auténticas del artista van, en el texto de Fels, separadas y subrayadas. Sospecho que, en alguna ocasión, estas palabras no han sido precisamente dichas en el coloquio entre visitante y visitado. Algunas parecen extractadas por aquél, con mayor o menor virtud, de algún libro o artículo, manifiesto o declaración anterior de éste. Otras veces el experto advertirá las señales de un dictado estricto o de una versión vigilada y revisada.
Tal y como aparecen, el interés de las mismas es diverso. Dado el método empleado, no podía menos de serlo también su carácter. Por ventura, se distinguirá en estas declaraciones tres grupos. El de las compuestas casi exclusivamente de recuerdos o de efusiones autobiográficas (Monet, Utrillo), uno. Luego, el de las que reúnen datos y pensamientos dispersos, con predominio del valor psicológico sobre el doctrinal (Vlaminck, Dunoyer de Segonzac). Por fin, el grupo de las declaraciones doctrinales propiamente dichas, que revelan una verdadera especulación sistematizada, y se traducen en un credo estético (Derain o Pascin)… Me figuro que el autor de la colección tiene por el segundo grupo, entre los tres, más simpatía. Pero, a nosotros, el que más vivamente nos interesa, por lo menos ahora, es, naturalmente, el tercero.
Dentro del cual pueden separarse todavía clases. Hay, entre esos doctrinarios, como siempre (y gracias a Dios), doctrinarios de la inteligencia. Los hay también —quedan no pocos— del instinto. Artista doctrinario del instinto no quiere decir artista instintivo, precisamente. Por la misma razón que erótico no significa potente.
André Derain, que practica el Hermes Trismegisto y los Versos Dorados de Pitágoras, y declara a los hombres modernos capaces de «añadir muy poco a lo formulado por Pitágoras o Aristóteles», parece encontrarse en el polo opuesto a Pascin, a quien «sólo interesan los trabajos de las gentes a quien conoce hoy personalmente», y que toma «la aplicación por una señal de pereza» y jura por Kipling, por Charlot y por el cinematógrafo… Con todo, si el primero, al decir lo que dice, al hacer lo que hace, se afilia, sin duda, a la escuela de Leonardo, nada nos dice que el segundo pertenezca, en realidad, a la familia de Goya. Pascin es casi un turco, hijo de un judío y natural de Widdin, en Bulgaria. No conozco Widdin. Pero, sin conocerlo, creo poder asegurar que las artes de la astucia se practican allí más sutil y disertamente que en Fuendetodos.


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Última actualización: 17 de julio de 2008