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Eugenio d'Ors | |
GLOSARIO
INÉDITO |
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(ABC, 20-XI-1925) |
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DE AZORÍN COMO TENUIDAD.— Ya no es el respeto. Es algo infinitamente más conmovedor, más raro, más exquisito, con serlo tanto —y tan voluptuoso— el ejercicio del respeto. Es un sentimiento complicado, donde entran, a la vez, lejanía, reverencia, deslumbramiento, piedad; con más, la sensación de lo supremo; con más, la sensación de lo puro; con más, la sensación de lo tenue; con más, la sensación de lo frágil… Todavía recuerdan algunos no demasiado añosos peregrinos a Roma el efecto que, entre quienes alcanzaron a conocerle en los últimos días de su prolongada vejez, producía la aparición, en las solemnidades vaticanas, del Pontífice León XIII. «No creíamos —nos dicen— ver al sumo jerarca de la Iglesia. Creíamos ver a la misma Hostia en el altar. Tan blanco era, tan translúcido, tan leve y espiritualizado»… Pues bien, de este orden, y mudado lo mudadero, es la impresión que, en nuestra literatura y en nuestra vida literaria, producen ya la figura y la obra de Azorín. No es el respeto sólo, repito: es un movimiento de ánimo que casi, casi, humedece los ojos. En vano, para desvanecer éste que llamaríamos «el nimbo» de este grande maestro de la sensibilidad española contemporánea, parecen haberse conjurado, en los últimos tiempos, múltiples enjambres de zumbar distinto —¡no tan distinto, sin embargo!—, casi tantos como pululan en el ambiente literatesco de esta Corte. En vano le han querido alcanzar las avispas del epigrama, los tábanos de la insidia, los moscones del chismorreo, las hormigas volantes de la politicallería menuda, las precoces y procaces cigarras poéticas, al mando de tal o cual cigarrón talludo, o tal vez cigarra comadrona, de quejumbre doliente y monorrítmica. En vano promiscuó su nombre en proyectos y empresas, susceptibles de comentario popular, apasionado y diverso. En vano él mismo —dígase todo— se torna, en más de una ocasión, el propio adversario, con la ostentación de juicios, opiniones y actitudes difícilmente simpáticas, o que la malicia puede considerar instrumentales… Nada le toca, así como él no toca a nada. Íntegro queda el nimbo, íntegro y resplandeciente; pronto son una misma cosa el nimbo y él. Así asciende al cenit, delicada, remota, plateadamente espectral, como una luna… Bulle abajo la «Feria en la plaza»; truenan los cohetes; ladran prolongada y aviesamente los canes; infesta el aire, el humo pestilente de las churrerías; grita y se embriaga el populacho verbenero. Él asciende. Y no bajará sino cuando sea la hora. Y cuando el tramonto, no se borrará todavía su resplandor. Antes, cercano ya a la línea del horizonte, ha de vivificarse con los arreboles de un reflejo de la gloria nueva… DE AZORÍN COMO FORTALEZA.— Yo he visto, empero, a esta figura tenue y como irreal, aplicar una voluntad tensa y sólidamente articulada a algún designio, casi secreto, de bondad o justicia. Mi amistad pudo, en esos lances, palpar al fantasma y advertir que el fantasma tenía huesos. ¡Qué fuerza moral, qué aplicación minuciosa y diligente la que Azorín ha debido sostener, ha sabido sostener, en determinadas ocasiones de su vida pública, ocasiones de acción, ocasiones de abstención, sobre todo! Y por lo que dice al arte, ¿quién un poco informado de las intimidades de la producción, creerá que sencillez tan difícil, elegancia tan tersa, tan lograda perfección, pueden alcanzarse sin unos rigurosos esfuerzo, disciplina, castigo? Donde gustábamos de la tenuidad, apreciemos ahora la fortaleza. Donde el primer aspecto nos mostró a un ángel melancólicamente lleno de gracia, conviene que un mirar un poco más penetrante aprenda a distinguir al estoico impávidamente lleno de valentía. ¡Y a un artesano, a un artesano… ! Dígalo, en las letras, su proba maestría en la manipulación del lenguaje, maestría preciosa, no endeble ni maníaca. ¡Pudieran también declararlo en lo político aquellas sus cualidades de plasmación humilde, laboriosa, eficaz, de labor verdaderamente artesana, sobre lo material y concreto! Caracterizaba al político español, en el ayer inmediato, más que una mala voluntad, una incapacidad de realización, una ineficacia supina ante lo cotidiano. No digo precisamente pereza, no. Pero, con toda su agitación, con todos sus gritos, con todos sus timbres, el ministro más listo y autoritario no podía lograr ni que se asegurase la salida de una carta urgente en un correo determinado. Azorín no era así, en lo suyo. Azorín tomaba el subordinado y sabía obligarle; o, si no, tomaba la carta y cuidaba él mismo de echarla al buzón… Estos detalles son para mí decisivos. El temple de una conducta se prueba en ellos; y no en las baladronadas ni en la profesión de un pragmatismo gestero. Como no se prueba el valor del fuego en la llama loca, sino en el calor sostenido; ni la verdadera pasión, en el arrebato, sino en la constancia; ni la elocuencia, en el aparato retórico, sino en la honda ciencia del término exacto y de la cadencia adecuada; ni el casticismo, en el desempolve periódico de unos cuantos vetustos atavíos de Carnaval, sino en la obediencia profunda a la eterna y escondida voluntad de una estirpe. Castizo, apasionado, fogoso, enérgico, humilde, eficaz —¡artesano!—, es, por dentro, éste que nos pudo parecer tan distanciado, tan extraño, tan enfermo, tan frío, criatura de excepción, escondida en el propio brillo lunar de su nimbo… Porque sospecho que tampoco se puede asegurar que todos los volcanes de la luna estén apagados. «DOÑA INÉS».— Así el último libro, así como el autor. Primero, el encanto de la tenuidad. Luego, para quien sabe leer y sentir, la adivinación de la clandestina fortaleza. Y así igualmente Doña Inés, la protagonista. Como el libro todo. Como el autor. Mujer frágil, que resulta, a la postre, si no precisamente una santa de retablo, una santa de daguerrotipo. |
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Última actualización:
16 de julio de 2008
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