EL SIGLO XIX, SEGUNDA EDAD MEDIA.— El Campanile, muerto con la Edad Media, resucita en la segunda Edad Media. ¿Y cuál es la segunda Edad Medía? Lo tengo dicho casi desde que empecé a escribir. La segunda Edad Media es el siglo XIX.
No entenderá nada en la ideología de nuestros tiempos —y muy poco en su historia y en su política— quien no empiece dando el sentido de reacción, de agresión, que presentan un paralelismo esencial con las reacciones, con las agresiones que caracterizaron a la primera etapa del Renacimiento; digamos, para fijar nociones, al siglo XV… El Cuatrocientos y el Novecientos se parecen mucho en lo de propugnar un ideal de Cultura, contra las espontaneidades populares; en lo de afirmar, por encima de los particularismos, los valores de unidad. Se parecen tanto, como entre sí se han parecido las épocas respectivamente anteriores —la de las democracias a la italiana con la de las democracias a la inglesa—; la del feudalismo abacial y guerrero con la del feudalismo financiero e industrial.
Todo el siglo XIX, segunda Edad Media, se ha visto dominado por el feudalismo financiero e industrial. Su Pedro el Ermitaño ha sido, por ejemplo, M. Thiers. El grito de guerra de este último: «Enrichissez vous!», equivale, substituye y equivale al otro: «Dieu le veut!» Los años de la Gran Guerra —y de la Gran Gripe, ¡no hay que olvidarla!— han podido traer el recuerdo del año mil. Las «Communes», el de los Villafrancas y los Friburgos. Y las Cortes, el de las Cortes.
Y los Campaniles, símbolos arquitectónicos de todas estas cosas juntas, ¿en qué nueva forma se han presentado? Como no era propicio a la Monarquía, el siglo XIX no podía ser propicio a la Cúpula. En cambio, ha multiplicado las torres, las verticalidades rebeldes. Y nos ofrece, sobre todo, dos creaciones características, en cuya aparición han colaborado fundamentalmente las dos figuras protagónicas de esta época financiera e industrial; es decir, el plutócrata y el ingeniero… Nos ofrece, en sendas erecciones orgullosas, el Rascacielos y la Torre Eiffel.
LA TORRE EIFFEL.— La primera promoción novecentista le tuvo una gran ojeriza a la Torre Eiffel. ¡Ya lo creo; como que representaba, en suma, como un guarismo, todo lo que había hecho sufrir a aquélla; todo lo que aquélla combatía! Bajo el cielo perla de París significaba para el mundo la imagen de una arrogancia materialista no humillada por ninguna de las fuerzas de tradición; de una individualidad anárquica irreducible a las dulces nivelaciones de la sociabilidad.
Hoy el guarismo empieza a alcanzar mejor indulgencia de nuestros ojos… Buena señal; señal de que ya no le tenemos tanto miedo. Señal de que la perspectiva histórica y sus absoluciones envuelven al mismo siglo XIX. Y de que le hemos superado.
Por mucho tiempo inútil, casi grotesca, resto de una Exposición, trasto difícil de eliminar —fue cuando se pensó en derribarle, y cuando el humorista Alphonse Allais propuso que se empleara, como en la mejor de las aplicaciones posible, en suspender de ella una cuerda y un lazo, tentadores para los suicidas, que así proporcionarían a la Humanidad extensa provisión, de cuerda de ahorcado, talismán muy apreciable, según es sabido—, la torre Eiffel ha guardado, sin embargo, el secreto de una especialidad de belleza que sólo el alejamiento en el tiempo va permitiendo destacar… Como un Miguel Ángel o un Viñola podían apreciar las líneas del Campanile florentino, que, dicen obra de Giotto o las de la Torre del Mangia en el Palazzo Público de Siena, así nosotros —y si nosotros todavía no, nuestros sucesores inmediatos— aprenderemos, de seguro, a contemplar sin estética injusticia al símbolo de una espiritualidad extinta. Interesante, precisamente, por lo inocua.
¡Que no derriben la Torre Eiffel! La guerra le encontró alguna utilidad. Citroën ha dado con otra. Y una tercera, de carácter pedagógico, la encontrará, como ilustración a todo el sentido de una época ya lejana, la enseñanza de la Historia de la Cultura, en el año de 1975.
«WOOLWORTH BUILDING».— En cuanto al rascacielos, no creo que ofrezca gran porvenir. Hijo, en las magnas metrópolis, del demonio de la aglomeración, los exorcismos contra este demonio, quiero decir, la rapidez y la facilidad de las comunicaciones, le ahuyentarán… Nuestra sensibilidad empieza hoy a adivinar esto vagamente. Por eso miramos a los rascacielos, no, es claro, con el entusiasmo del vulgo a quien se le antojan —por otra parte, con razón— la estampa viva del Progreso; pero sin el terror del que sueña en una inevitable pululación profusa de monstruos así, en puja constante cada uno contra su vecino.
¡Ay, Woolworth building; ay, Woolworth building neoyorquino; tu superación, tan luminosa por las noches, se queda, y pasan los años, en una soledad!… Pero alégrate de esta soledad, que aquí estará justamente tu redención ante la belleza. Al lado de otros cien como tú, apretados contra ti, ¿qué serías? Una grandeza más entre tantas grandezas de tu país, que sólo significan tamaño. Ahora eres, si no sublime, gentil. Pronto nuestros ojos te juntarán, para el museo de la memoria, con el Campanile de Florencia y con la Torre del Mangia.
Pero ya sería hora de que en Nueva York alguna torre tomara ejemplo de la de Pisa y se inclinara con la debida reverencia, para saludar, en el horizonte de la historia por venir, a las cúpulas inminentes…