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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
GLOSARIO en La Libertad
Eugenio d'ORS, «Glosario», La Libertad, Madrid (7-I-1920—21-XII-1922)          

 
Jenofonte en Hacienda I (20-XII-1922, p. 4)       
La noticia de haber sido designado en la última combinación ministerial el ático Jenofonte para desempeñar la cartera de Hacienda, nos llevó ayer a visitarle. Nos une al anciano dandy y filósofo una firme amistad. Los dos, aunque con ligera diferencia de cursos —y, seguramente, con otras diferencias—, hemos sido discípulos de aquel grande Sócrates nuestro, que supo gustar aceites de virtud en todos los absintos de la convivencia y, aun en la cicuta de la muerte, mieles de eternidad.
Tentábamos el interrogar al nuevo ministro sobre propósitos e ideas relativos a los asuntos de su departamento. Seguros andábamos de que al grave y espinoso cometido había de traer aquella admirable conjura irónica que no abandona a nuestro amigo jamás. Complugo éste con galante diligencia nuestro deseo; pero no fue en abandonado palique como nos figurábamos; sino que, requiriendo de un propicio anaquel una monografía de propia Minerva, la que publicara recientemente con el título «Los ingresos de Ática», marcó rápidamente en el texto, con lápiz trépido y vivaz, unos pasajes, que hubo de entregarnos finalmente, a guisa de respuesta.
Se copia, en lo que va a continuación, alguno de estos pasajes; son referidos otros. Nadie negará, en vista de ellos,  que el siglo IV antes del Señor ha sido de los mejor informados en economía moderna.
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«Me propongo —manifiesta Jenofonte en el primer capítulo— examinar si los habitantes de Ática pueden subsistir con las riquezas de su propio país; lo cual consistiría sin duda el más equitativo de los expedientes. Persuadido estoy de que, con el éxito de éste, remediaríase la pobreza de aquél; al mismo tiempo, dejaríamos de parecer sospechosos a los demás griegos».
La tesis del autor es afirmativa. Sí; la Ática puede bastarse, ya que la naturaleza le ha dotado benévolamente. Pero ha de ser a condición de atraer y hospitalizar a gentes forasteras y de darles grandes facilidades para el goce y para el comercio.
«Cuantos más extranjeros vengan entre nosotros —dícese en el tercer capítulo—, más exportaciones e importaciones habrá, más compras y ventas, más salarios acordados, más impuestos que percibir»…
«Proponed gratificaciones a los jueces de los tribunales de comercio que terminen con más equidad y rapidez los litigios, de manera que el comerciante que haya de partir no se vea detenido. Acudirán entonces en mayor número y con mayor deseo»…
«Una institución tan honrada como útil a nuestra república sería la de designar un lugar de honor en nuestros espectáculos a los mercaderes o capitanes de navío que sirviesen más al Estado, por la amplitud de su negocio o sus considerables equipos; y de concederles incluso el derecho de huéspedes; con distinciones semejantes, no sólo serían ya comerciantes afanosos de enriquecerse, sino amigos deseosos de repetir la visita a sus amigos»…
«Construid, para los mercaderes forasteros, almacenes y lonjas en el Pireo y en la ciudad; así, a la vez que levantaréis monumentos para el ornato público, habréis encontrado nuevas fuentes de ingresos…

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Pero todo esto ha de ser con una garantía previa indispensable: la paz. Jenofonte detiénese con insistencia en las ventajas de ésta, en los provechos de la tranquilidad cívica. «Sería un error, a lo que se me alcanza, imaginar que una paz constante disminuiría el poder, la gloria, la ilustración, que hemos merecido de toda Grecia. ¿De qué ciudades suele elogiarse la prosperidad? De aquellas mantenidas en paz larga y firme: Atenas, principal­mente, debe todo su engrandecimiento a la paz. En tiempo de paz, ¿qué pueblo podrá pasarse de nosotros? Empezando por el comercio de tierra y de mar, los que poseen grandes cantidades de trigo, provisiones de vino, abundantes y escogidas, de aceite y de ganados, cuantos, en fin, han de hacer valer sus cosechas o enriquecerse con su industria, ¿pueden pasarse de nosotros? Y lo mismo digo de los artistas, de los literatos, de los filósofos. Y los poetas y cuantos se ocupan en las obras de esos hombres de genio y quien quiera ver o entender lo que interesa en materia de religión y de política y quien quiera comprar y vender rápidamente muchos objetos, ¿dónde se dirigirá mejor que a Atenas?»…
Esto hemos leído, en el capítulo quinto de la monografía de Jenofonte.
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El proyecto capital de la misma invita a organizar la explotación de las minas de plata. Ve en ellas el elegantísimo griego una fuente de riquezas maravillosa. Y se duele de que se piense tan poco en ella, en medio de las dificultades de la situación… Conviene advertir que, en el momento en que aquél escribe, una gran abundancia de oro acaba de hacer subir el precio de la plata: «Se me dirá —advierte en el capítulo cuarto— que el oro es por lo menos tan conveniente como la plata. No digo que no; pero también sé que el oro, de­masiado corriente, baja; lo cual da por resultado que el precio de la plata vaya subiendo».
«Se me dirá: ¿Por qué no vemos, hoy como antes, abrirse nuevas minas? Es que hoy los empresarios son demasiado pobres. Si vuelven a tomar las minas antiguas, gastan de nuevo lo mismo que la primera vez. Si intentan excavaciones nuevas, ¡cuántos peligros corren!»
Por ello no cree Jenofonte eficaz en el asunto la iniciativa individual; de quien se fía, es del Estado: y no se cree que estas fuciones industriales del Estado perjudiquen a los particulares: «Mientas más aliados hay en un ejército, más se fortifican mutuamente; mientras más empresaros en minas existan, más plata se sacará de ellas y el Estado recibirá más impuestos».
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Jenofonte entra en meticulosos detalles para la ejecución de este plan, según régimen de esclavos. Examina la manera de procurarse éstos, de conducirlos al lugar y de proteger las obras contra los ataques posibles de enemigos o de competidores; y añade:
«El proyecto que acabo de exponer, no es impracticable, ni siquiera difícil. Siguiéndolo, estaremos más seguros de recobrar la amistad de todos los griegos, de aumentar nuestra gloria y nuestra seguridad, de colocar el pueblo en la bienandanza, de aliviar a los ricos de los gastos de la guerra; veremos, en el seno de la abundancia, fiestas de mayor esplendor y sacrificios más pomposos; y, en fin, rehabilitaremos en su prez antigua a los ministros de la religión, al Senado, al orden ecuestre, a la magistratura».
Seguiremos mañana en la exposición de los puntos de vista de nuestro ilustre amigo.

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Última actualización: 6 de abril de 2009