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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
GLOSARIO en La Libertad
Eugenio d'ORS, «Glosario», La Libertad, Madrid (7-I-1920—21-XII-1922)          

 
Claridad ( Lloyd George / Los confusionarios / Reacción) (9-XII-1922, pp. 1-2)             
Lloyd George
Representa verdaderamente una buena fortuna para Lloyd George, que, llevado al nuevo Parlamento sin batalla electoral previa, haya podido consagrar su propaganda de los últimos tiempos a la aplomada tarea de fijar las líneas de un programa futuro, más que a la peligrosa de rendir cuentas sobre una política pasada.
Presentábase esta prueba algo difícil, aun para la reconocida genialidad del brujo galés. Difícil, precisamente, por lo sintética, por lo sinóptica. En rigor, de cada momento de aquella política y de la actitud en cada momento adoptada, cabría hoy presentar una retrospectiva explicación, relativamente plausible. Lo grave, lo arduo, era la del conjunto: ésta podía consistir en una explicación psicológica; no —y aquí estaba su flaco y aquí, su bajeza—, en una explicación doctrinal.
Psicológicamente, ¡ya lo creo que le vemos claro a Lloyd George! Le entendimos completamente, como si llevara el alma al desnudo, un día, ya hace tiempo, un día de los de la gran guerra, sin más que contemplar cierta fotografía de su hermosa cabeza, en la carátula de un «magazine»… —La verdad es que esas fotografías en tamaño inusitada­mente grande dicen mucho, revelan mucho; parece imposible cómo la cuestión del formato influye en el valor psicológico de una prueba…— Ésta que digo era obtenida en oca­sión de unas fiestas tradicionales y regionalistas en el País de Gales. Aparecía Lloyd George cantando, con la boca muy abierta, el himno galés. ¡Oh, qué bien cantaba! ¡Qué ardor, qué brío, qué luz de fácil simpatía en mueca y labios y mostacho y dientes; qué im­presión difusa de alguien que está comulgando profundamente con las palpitaciones de la emoción popular! Pero los ojos —inteligentes, demasiado inteligentes— le traicionaban. Leíase allí, a favor de la súbita revelación arrancada por la instantánea, vuelta paladina por el agrandamiento, el cauto desdoble, la reserva mental, la ironía… Aquellos ojos se burlaban con frialdad del entusiasmo que henchía la boca y de ella se derramaba. Aquellos ojos mostraban claramente cómo Lloyd George, en su misma tierra, entre sus paisanos, entre sus amigos, en medio del incendio sentimental de una fiesta antigua, restaurada a plenitud de cordialidad y de significación por el paso de las horas trágicas y por las exaltaciones y los heroísmos y las angustias y los lutos de la guerra, mentía.
Los confusionarios
Mentía a los galeses, como antes a los obreros, y en seguida a los políticos, y, entonces mismo, a las naciones, y luego a los diplomáticos, y siempre a la Historia. Porque él y su época —eso no hay que negarlo—, se han entendido muy bien. Y la Historia ya no podrá separarle, ni siquiera psicológicamente, de una época a la que dé acaso su nombre. Cuando Lloyd George cae, no hay sólo un Gobierno en crisis o una política en liquidación: hay todo un capítulo en la historia universal que termina y se cierra.
Un día, en un Congreso internacional, un buen filósofo me decía al oído, sobre un mal filósofo, que allí peroraba: —¡Es un confusionario!… La palabra estaba muy bien. Un «confusionario», es decir, no un confuso —una víctima de la confusión—, sino algo peor: un causante —un agente de ella—, tal vez, un profesional de ella. No es otra la designación, y consecuentemente la condena, que merecen, a la vez, Lloyd George y su tiempo: un hombre confusionario, unos años confusionarios, que han desarrollado una política confusionaria. En esta política han podido parecer perdidos, por ejemplo, a beneficio de «Uniones sagradas» —o de órdenes de colaboración bastante menos sagrados—, cualquier discernimiento y combate entre las derechas y las izquierdas. Cualquiera alega­ción ideal, cualquier punto de vista teórico habían quedado huérfanos de ejercicio de instancia, ante la imposición perentoria de ciertos sucesivos específicos de turbia mezcla, que se afirmaron impuestos por las circunstancias. ¡Eran éstas tan excepcionales! ¡Había problemas tan urgentes! «Conviene ser práctico, eficaz», decía el confusionario. A veces decía también: «Conviene realizar una política a la moderna…». Y en el simulacro impío que durante estos seis últimos años ha parecido a punto de secar y extinguir toda la espiritualidad del mundo, se ha llamado «política a la moderna» a los mismos abusos de poder que antes se decretaban tras de una mesa Luis XIV, simplemente porque hoy se dispo­nían sentándose ya a un claro y cómodo escritorio americano de cremallera.
Reacción
Pero ahora vamos a respirar mejor. Ya era hora. Se marcha Lloyd George y los Lloyd George. Como el mundo está en reacción, les reemplazan a veces los Bonar Law, típicos conservadores, hombres de partido, políticos de la ante-guerra. Tanto mejor. Así se sabe a quién se combate, contra quién hay que dirigirse. La claridad constituye un valor en sí misma. Constitúyenlo paralelamente la coherencia, la separación de términos, la seria y entera fidelidad doctrinal. Tal vez, por de pronto, no volvamos a dejarnos guiar íntegramente por las ideas. Pero ya queremos emanciparnos de simpatías y escenografías y fantasmagorías y embelecos, falsamente modernizantes.
El himno galés puede o no cantarse. Mas, de cantarlo, sea con la boca, con los ojos, con el alma, no con la boca nada más.
¡Lejos, lejos, por fin, la equívoca política de buró americano!… Repitamos nuestra preferencia por la mesa estilo Luis XIV. Ésta tiene una franqueza, una honesta autenticidad, una elegancia, una tradición.
Y ya sabemos que, llegado el caso, cabe contra ésta, después de todo, la restauración del mármol de las mesas de café revolucionario y la el zinc de las tabernas demagógicas.

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Última actualización: 6 de abril de 2009