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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
GLOSARIO en La Libertad
Eugenio d'ORS, «Glosario», La Libertad, Madrid (7-I-1920—21-XII-1922)          

 
Salón de Otoño III (31-X-1922, pp. 1-2)
Poco afortunada, la solución de nutrir el Salón de Otoño con una muestra del arte ita­liano «fin de siglo». Menos, la de recoger, para sección retrospectiva en aquél, el desorden de unos relieves, con más de residuo que de reliquia, de la pintura española del Ochocientos.
En los Salones contemporáneos, las secciones retrospectivas suelen y deben obedecer a una concreta finalidad: recuerdo de un artista o de una escuela olvidados; vindicación de un nombre falto aún de la conveniente justicia; difícil y extraordinaria congregación de una obra total y dispersa… No se adivina fácilmente qué clase de servicio se puede esperar de haber reunido, con representación bien pobre y desordenada, en el Palacio de Cristal, algunos de los nombres que ya se juntan, y más sistemática y selectamente, en el Museo de Arte Moderno.
Abrir, en una tarde de Octubre, el cajón de la cómoda, la vana del armario o la puerta del desván y sacar de allí algunos enseres desparejados y marchitos, algunos papeles amarillentos, algunos retratos desvanecidos, cintas desteñidas y flores secas —mientras levantan paralelamente sus vuelos, fuera, unas mariposas de polilla; dentro, unas remem­branzas melancólicas—, trae alguna emoción, sin duda; pero emoción únicamente legítima, cuando se queda en lo privado. La publicidad y el aparato, a la vez que la disipan, la bastardean. Una manifestación artística pública significa siempre una invitación a enjuiciar algunos productos del espíritu bajo especie de eternidad. No se debe convidar a las gentes a visitar una Exposición de pintura para susurrarles mortecinamente al oído las coplas de Jorge Manrique.
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Y menos, en capítulo en que puede saltar a la vista que alguna elegíaca lección de las Coplas no es cierta. ¿Quién repetirá, saliendo del Salón de Otoño, que «cualquier tiempo pasado fue mejor» para la pintura española? Mejores, incomparablemente mejores que las horas actuales, fueron las del siglo XVII. Las del siglo XIX, no lo fueron. Una y otra verdad se pasan perfectamente de demostración en retrospectivas.
Lo único que del presente «Salón de Otoño» podemos aprender lo sabíamos ya: que en los Lucas se extingue una tradición… ¿Se extingue? Podemos decir, con más propiedad, que continúa en algunas corrientes, sueltas, estrechas y de continuidad precaria, que atraviesan la esterilidad general del siglo. Mas precisamente de estas corrientes falta cualquier representación en la retrospectiva actual.
Dos entre aquéllas parecen hoy solicitar nuestra revisión y acaso puedan traer como resultado la absolución parcial del arte español del siglo XIX. Una, la que recabaría la paternidad de Lucas y se daría a Goya por abuelo y arquetipo glorioso. Naturalista y popular, característica, sabrosamente anecdótica y aun picaresca, esta corriente encontró su mejor representante en Valeriano Bécquer. El Bécquer del Museo de Palma de Mallorca, por ejemplo, tiene acentos de obra clásica, digna de una pinacoteca antigua… Al lado de Bécquer, casi no veo en este tipo de producción más que … los dibujantes. Sí, los dibujantes, sobre todo, los caricaturistas. Hay en un Ortego o un Padró más substancia estéti­ca, más tradición castiza —a la vez que más universalidad en su hora, piénsese en Daumier— que en todos los retablos históricos o alegóricos de aquel tiempo… Como, hoy mismo, cambiaríamos de buena gana por un ligero croquis humorístico de Tovar, epígono y, por ventura, último representante de aquella tradición, las cuatro quintas partes de las telas pintadas que pretenciosamente se congregan en nuestros certámenes.
Al lado de la corriente naturalista y picaresca —a la que llamaríamos de los «saineteros gráficos»—, otra corriente grave, recogida, «negra», atraviesa el XIX español. Estoi­ca, ascética, a veces mística, ésta es la de Rosales y de Benito Mercadé. De Rosales, que consumía en Madrid su fiebre romántica, cuando los juegos tornasolados de Fortuny seducían a la sensualidad de Europa. De Mercadé, que, en Barcelona, mientras Martí y Alsina se prodigaba en conjuntos escenográficos, leía solitariamente a Novalis… Y, en verdad, que para un Salón de Otoño futuro sería bien digna empresa y no difícil presentar en Madrid una retrospectiva de Benito Mercadé.
Fuera de estas dos corrientes —lo repito—, en nuestra pintura del Ochocientos, casi nada.

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Hemos vuelto a encontrar en esta Exposición a Solana, ya victorioso en la pasada de primavera. Con victoria más fácil, vuelve ahora a triunfar. ¿Por traer una revolución a nuestro arte? ¡Al contrario —ya lo dije entonces—; por recoger una tradición!
Solana ha vuelto a cerrar «las ventanas» que el impresionismo vino a abrir. En la negrura de aquél prosíguese noblemente la de Rosales. Algo muy profundo y muy español, tras toda una época de frivolidad sin gracia, viene a continuarse en el pintor nuevo.
También se enlaza con la otra corriente picaresca. Su «Comedor de pobres» da prueba de ello, página no indigna de ponerse al lado de un Daumier.
Me gusta mucho menos el «Viejo profesor de Anatomía». Hay aquí, posiblemente, el efecto de un contagio literario, de que Solana tiene el deber de limpiarse… Y, saltando sobre un torrente de libros y de artículos de periódico, ir a asirse vigorosamente al árbol de su propia estirpe pletórica, no sujeto al cambio de las estaciones. Árbol que, ciertamente, no podrían desnudar todos los otoños, todos los Salones de Otoño del Mundo.

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Última actualización: 3 de abril de 2009