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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
GLOSARIO en La Libertad
Eugenio d'ORS, «Glosario», La Libertad, Madrid (7-I-1920—21-XII-1922)          

 
Salón de Otoño II (19-X-1922, pp. 1-2)  
Nada tan significativo para revelación del desnivel en que se nos presenta la pintura de la moderna Italia, en relación con otras manifestaciones de la actividad espiritual del país, como el caso de Francesco Paolo Michetti. Michetti es paisano de D'Annunzio. Puede decirse que la gloria del escritor y la del pintor amanecieron juntas. Las jóvenes generaciones de hace veinticinco años confundiéronles en una admiración común. Y parece que no era entonces D'Annunzio el más remiso en proclamar, con sus habituales fórmulas magnificentes, el vínculo de artística fraternidad que a los dos ligaba. Todavía en 1894, el «Triunfo de la muerte» aparece dedicado a Francesco Paolo Michetti — al «Cenobiarca» de aquel viejo retiro de Francavilla del Mar, en cuyo retiro y paz los dos amigos soñaban y trabajaban juntos.
Entre la calidad del uno y la del otro, sin embargo, ¡qué diferencia! Por mucho que quieran regatearle a D'Annunzio las más avarientas antipatías estéticas o morales —o de otro orden—, siempre resultará imposible dejar de reconocer en tan extraordinario poeta cierto ímpetu genial, servido por las más flexibles condiciones de artífice seguro, en posesión de instrumentos técnicos maravillosos, entre ellos su toscano opulento, apto para fijar las imágenes más precisas, ejercitado en abandonarse a las más nobles e imprevistas cadencias… En Michetti, nada de esto. No hay en él verdadero ímpetu, sino fogosa petulancia. Tan pobre es su técnica, que los tres o cuatro recursos capitales que le prestigian pertenecen al orden de aquellos en que suelen mostrar su superioridad ciertos hábiles manipuladores, cuyos servicios se disputan en las grandes ciudades las galerías fotográficas a la moda.
Y aquí está Michetti, en nuestro Salón de Otoño —pastelizando siempre—, ¡siempre con tan briosa vulgaridad!
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Pues, ¿y Domenico Morelli? El desalentador aspecto de «Sala del crimen», con que tan extrañamente nos turban estas instalaciones de la sección italiana, procede, en gran parte, de la «Historia del paje enamorado», de tan famoso artista. ¡Qué pintura! Parecen cuadros admitidos por recomendación ministerial. Y no son, en realidad, superiores sus tan renombrados asuntos religiosos. Sin recordar la miseria estética de toda una época, no se comprendería que ciertos tristísimos flanes descompuestos, como «La tentación de Cristo», hayan podido pasar, en determinados comentarios, por obra y signo de una ma­nera de restauración mística en el arte de Europa.
Como misticismo, lo que probablemente conoció mejor aquella época es la delicuescencia del satén blanco «glacé» —o como se llame—, que tan bien salía en mil ochocientos ochenta y tantos en las páginas del «Figaro Illustré» tiradas a todo color… He aquí el retrato de la egregia signora Teresa Oneto-Maglione, por Domenico Morelli. ¡Cuán estrechamente emparentada esta obra con la mayor parte de los retratos de S. M. la reina regente, que se conservan en las Casas Consistoriales de las capitales de España! Aquí, por lo menos, el ideal artístico es claro, y lleva la marca de unos tiempos y de toda una socie­dad, y tiene esas gracias de «trompe l'oeil», que, al fin y al cabo, quitan a veces el sueño a los artistas más probos —recuérdese la obsesión de Cézanne por Bouguereau…— Na­da aquí de D'Annunzio ni del «Renacimiento religioso». Nada de idealismo, ni de simbolismo, ni de remedos y cocinillas de impresionismo. Más bien, si me es permitida la expresión, una especie de … «fusionismo». Sí; la mejor manera de precisar una sensación cronológica y de carácter, consistiría, para los españoles de cierta edad, en decir que esta pintura, como la copiosa iconografía municipal a que hemos aludido, es «pintura fusionista».
¡Qué bien sentaría debajo del retrato de la señora Oneto-Maglione una buena hilera de butacas en nogal, tapizadas en «peluche» rojo!

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Cuando de esta señoril figura pasamos a la «Aldeana de Positano», de Vicenzo Caprile, nos sentimos como unos Vocales asociados que dejan la sala consistorial y van a continuar sus discusiones en el Casino. Pocas cosas se dan más aire que esta «Aldeana», en gran salón de Casino provincial. Nos parece materialmente oler a café y oír ruídos de arrastre de fichas de dominó sobre el mármol.
Hasta ofrece este cuadro las proporciones adecuadas para ocupar un plafón regular entre dos balcones o dos puertas. Y también aquel linaje de apagamiento, aquella lejanía de las pinturas que tienen mala luz y no importa y que nadie mira ya, y que da lo mismo si están mal o bien y ha ido volviendo tan vagas el humo de los cigarros de tres generaciones de contertulios… Esto, después de todo, es una discreción… Tal vez por ahí, por lo del Casino, encontraríamos más justificado que por otra parte el título de «Salón de Otoño».
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El arte de Giacomo Favretto es más basto ya. Esto ya no nos parece haberlo visto en alguna Diputación provincial, como el retrato de Morelli, ni en ningún «Círculo de Propietarios», como la «Aldeana» de Caprile. Ni siquiera en casa de señores. «Vandalismo» es una «lámina» que tenía pegada con engrudo a unas tablas de pino, en el fondo de un tenderete, un zapatero remendón.
Ha debido de costar un poco, para traer esto aquí, al Salón, borrar de la cara de la mujer aquel añadido bigote al lápiz, con que nos había aparecido manchada siempre.

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Última actualización: 3 de abril de 2009