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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
GLOSARIO en La Libertad
Eugenio d'ORS, «Glosario», La Libertad, Madrid (7-I-1920—21-XII-1922)          

 
Salón de Otoño I (12-X-1922, p. 4)   
¡Cuán armonioso, cuán noble y deliciosamente evocador, el ayuntamiento de estas palabras: «Salón de Otoño»!
Salón: refugio grato, hospicio apercibido siempre; habitualidad, cada día espolvoreada de novedad; paladeo de la amistad selecta; feminidad en ejercicio de blanda soberanía; luces discretas; fuego en la chimenea y en las mentes; mieles de diálogo y sales de ingenio; aceites de discreción y ácidos de elegancia; libertad sabrosa, contención más sabrosa aún… Salón, madurez de la sociabilidad.
Otoño: clemencia nueva de las cosas, consuelo de los duros rigores; absolución inteligente tras de la sentencia agostadora; tierra mojada, secretamente deseosa de la semilla; frondas de oro, cielos de acero, tibias mañanas, tardes con oriente de perla; y los mil ruidos aterciopelados de la cacería y de las labores que vuelven a oírse en la campiña y las mil luces apetitosas que, con el caer de la noche tan pronto, se encienden en la ciudad, y, en nosotros, la finura despejada de todos los sentidos… Otoño, madurez del año.
Lástima que la receta del renombrado «civet de lièvre sans lièvre» se haya perdido, y que, para fabricar un Salón de Otoño, sea indispensable, después de todo, un poco de pintura.
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París da para tanto. Es posible que Madrid, hoy por hoy, no dé para tanto… Y, por tentadoras que estén aquellas madureces, acaso debamos decir de ellas lo que la zorra, de las uvas.
¿Y hacer como ella? Sí; hacer como ella hizo, de seguro, aunque la fábula no lo cuente; que no en balde tiene la zorra reputación de industria. Y fue ingeniarse y volver a las andadas, una vez superado el minuto de mal humor y desaliento, que dictó aquella expresión famosa.
Los organizadores de nuestro Salón de Otoño merecen bien de nuestra cultura pública. Insisten. Con su entusiasmo, con su buen gusto, con su ingeniosidad fértil, llegarán, sin duda, a crear algo ya digno del maravilloso título adoptado.
De momento, aquellas cualidades les han aconsejado el arbitrio de completar la Exposición con una sección extranjera y con otra retrospectiva. La doble inspiración era buena; las soluciones en que ha venido a traducirse no lo son tanto.
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Desde luego, un verdadero Salón de Otoño difícilmente llamaría a Italia, y menos la Italia de los Favretto y de los Caprile, a un concurso de arte moderno.
Hay que empezar reconociendo una cosa. Pintura, lo que se llama pintura, pintura con multiplicidad de pintores, y tradición no interrumpida de ellos, y excelencia, en todo el siglo XIX, no la hay más que en Francia. ¿Qué gran nombre puede oponer cualquier otro país a los veinticinco grandes nombres franceses y universales comprendidos entre David y Renoir? Será extraño que esto suceda, será lamentable, será absurdo, pero es así.
Ahora, si todo lo demás se ha quedado en pobreza y tristeza, lo más pobre, lo más triste, Italia. Verdaderamente, hay para desesperar de la pedagogía.  He aquí el país clásico del arte; aquí están los más selectos museos del Mundo; los tiene cada ciudad, cada pueblecillo; pueden visitarse a todas horas. Más: la lección viva de la belleza está en las calles, con los más nobles ejemplares que haya conocido la historia estética de la Humanidad; se impone inevitablemente a todos; los ojos no pueden esquivarla, aunque quieran. ¡Y arquetipos tan altos producen tan miserables trasuntos! Y el mismo pueblo que tal parió, ¿de qué, de quién puede hoy hablarnos? ¿De Segantini, a quien dejó convertirse en un austriaco? ¿De Medardo Rosso, a quien ha dejado convertirse en un francés?
En verdad, si se tratara de un estado de total decadencia, el fenómeno no había de sorprendernos tanto. ¿Quién irá «al mar por naranjas» —cosa que la mar no tiene—, ni quién, por ejemplo, a los pobres griegos de hoy, en busca de un nuevo Escopas o un nuevo Fidias?… Pero éste no es el caso de Italia; en filósofos, en matemáticos, en astrónomos, la Italia de hoy no queda a la zaga de ningún país; su actual política es, probablemente, más intensa que la de cualquier otro momento de la Historia: la expansión universal de su literatura, un prodigio (que debería sonrojar, dicho sea de paso, a los españoles). ¿Y en poesía? ¿Qué no significa la trinidad Carducci-Pascoli-D'Annunzio, para no hablar de otros de gloria más recogida, como mi estimado Arturo Graf, ni de los más nuevos?
Parece, pues, que, con tan rico florecer de cultura, añadido a tradiciones propias tan excelentes, bien podía la pintura italiana ochocentista contar con alguien que significara para el Mundo lo que, en otros órdenes, un Carducci o lo que un Volterra. No, no cuenta con él.
Hermen Anglada me había hablado alguna vez de Antonio Mancini. De Antonio Mancini hay una rica muestra en el Salón de Otoño. La he visitado con ánimo limpio de prejuicios, y, la verdad, el entusiasmo de Anglada no me parece proporcionado.
Hace algunos meses, en el Museo de Buenos Aires, deteníame muchas veces a admirar unos Monticelli, que la lucidez de Schiaffino, principal proveedor del Museo, hubo, sin duda, de comprar para él y colocar allí, entre la guaranguera indiferencia de las gentes. Para mal de Italia, Monticelli no era italiano, sino marsellés; no hay más remedio que incluirle entre los impresionistas franceses y considerarle como su primer adelantado… Ahora bien, la estética de Mancini quiere ser la de Monticelli; sus respectivas técnicas muy estrechamente se enlazan… ¡Qué diferencia, sin embargo! Lo que en Monticelli es fuego, en Mancini es ceniza. Lo que en Monticelli palpita, en Mancini se descompone. Lo que tiene en Monticelli la calidad de las piedras preciosas, en Mancini, la de los confettis. Aquella alquimia que refulge en un rincón del Museo de Buenos Aires, en el vestíbulo de nuestro Salón de Otoño se queda en ájilis-mójilis de cocinera.
Luego, este buen Mancini, ¡tiene tan mal gusto! Hay que ver su «Brindis», hay que verlo, para comprender cómo, en orden al mal gusto, se puede llegar más lejos que Fortuny.

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Última actualización: 3 de abril de 2009