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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
GLOSARIO en La Libertad
Eugenio d'ORS, «Glosario», La Libertad, Madrid (7-I-1920—21-XII-1922)          

 
El Ideal y la Patria (La sorpresa de M. Barthou / La tradición revolucionaria / La tradición francesa) (1-VI-1922, pp. 1-2)           
La sorpresa de M. Barthou
Lo que me extraña, Sr. Barthou, es que usted se extrañe. Parece que, en ocasión de sus últimos días de Génova, lamentaba usted ante un periodista que uno de los principales obstáculos con que ha tropezado la Conferencia viniese de haberse mostrado en ella los representantes de los Soviets «antes comunistas que rusos». Pero usted, ¿qué se figuraba, Sr. Barthou?
¿Se figuraba hallar a quien siempre proclamara el internacionalismo, trocado, de la noche a la mañana, en patriota egoísta? ¿Esperaba acaso ver renacer en Génova el famoso «über alles», ahora unido precisamente al hombre nacional a cuyo lado el «über alles» iba a sonar peor?… Para condenarla, esta divisa, hubo de levantarse ayer mismo en armas el mundo entero. Para borrarla, vertióse sangre y sangre sobre los campos de la tierra, so­bre las soledades del mar. ¡Ah, bien se dijo entonces, bien se dijo y gritó, que el deber estaba para los pueblos en el sacrificio de todo lo propio, en la inmolación de los propios intereses, de la propia vida, para el triunfo de la justicia entre los hombres! Cuando Francia oponía a la invasión extranjera la generosidad del pecho que en 1870 mutilara; cuando Inglaterra acudía en su auxilio, movida de un ímpetu cordial; cuando Italia y los Estados Unidos descendían más tarde a la arena trágica, era —voces escogidas levantáronse, contestes en afirmarlo— por obediencia a un imperativo ético universal, no para defensa de un interés patriótico. En amor a la libertad de todos, no en beneficio de la propia limitada condición de americanos o de italianos, de ingleses o de franceses. Con los ojos fijos en la amplitud de un ideal humano, no en la estrechez de un punto de mira nacional.
Si otros hombres, al día siguiente —con  distinta fórmula en la conciencia, pero con simétrica jerarquía en la tabla de valores de la conducta—, anteponen sus deseos para la Humanidad entera a sus intereses de rusos, ¿cómo sorprenderse? ¿Por qué, si a aquella depuración, si a aquella nobleza y amplitud, la Guerra llegaba, no había de alcanzarles, al día siguiente de la Guerra, la Revolución?
La tradición revolucionaria
¡Si, después de todo, la mejor tradición revolucionaria ha sido ésta siempre! La Revolución francesa, todo el XIX francés, ¿ha representado otra cosa? Allí los nacionalistas han denunciado el hecho con lucidez, lo han condenado, en raciocinio de coherencia per­fecta. Maurras señala como herencia de la Revolución y el napoleonismo, que ha infectado toda la política internacional de Francia durante el siglo, esta valoración romántica del ideal humanitario, sobre el interés nacional. Jacques Banville designa a semejante posición, en sus orígenes, con el nombre de «El evangelio de Santa Elena». Y cita y toma como lema para el primer capítulo de la «Historia de tres generaciones» unas fuertes palabras del «Memorial» napoleónico. Estas palabras: «Continuamos siendo los mártires de una causa inmortal… Luchamos aquí contra la opresión de los dioses y los votos de las naciones están con nosotros…».
Y luego cuenta Banville de las jornadas del 48. En la jornada del 13 de Mayo estalla en París un gran clamor por la justicia. «Justicia en el exterior, justicia en el interior, justicia para todos… Antes que nada, justicia para las naciones desdichadas». Los manifestantes que invadían la asamblea gritaban: «¡Viva Polonia!», antes de gritar: «¡Viva la organización del trabajo!…». Cuando Bianqui tomó la palabra, la causa que defendió primero fue la de los polacos. «El pueblo —exclamó— exige que la Asamblea declare, sin remisión, ahora mismo, que Francia no envainará su espada antes de que la antigua Polo­nia, la antiguo Polonia íntegra, no se vea reconstituída». Dicho esto, quiso pasar a tratar de las reivindicaciones de los obreros franceses. Sobrier le interrumpió con violencia. «No se trata de esto. ¡Polonia! ¡Polonia! ¡Hable de Polonia!».
Menos generoso que el Sr. Sobrier, el mujic o el viejo tendero de Petrogrado podrán quejarse que en Génova los delegados «se hayan mostrado comunistas antes que rusos», hayan preferido aludir a los convenios de Washington sobre el trabajo internacional que a los pozos de petróleo. Pero usted, Sr. Barthou, para condenar eso —usted o cualquiera de nosotros—, ha de renegar, hemos de renegar de todo lo que ha dado sentido sobre-nacional a los tiempos que nos han precedido. Hemos de renegar a la vez de la Gran Guerra, de 1848, del Evangelio de Santa Elena, y de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
La tradición francesa

Probablemente, tendríamos que blasfemar de Francia también, de Francia entera, de todo lo que le concede una plena significación espiritual. Esta significación —cada día debemos insistir más enérgicamente en proclamarlo— cífrase en el universalismo, no en el nacionalismo. Jamás ha sido el color local o el sabor castizo lo que ha dado valor a la literatura francesa, al pensamiento francés. Sino, al contrario, el sacrificio de cualquier color de ésos, de cualquier sabor de ésos, a las leyes de la Razón y ante sus determinaciones más generales y abstractas.
Me acordaré siempre del día de los funerales de Jean Moréas. Allí estaba usted, Sr. Barthou, y pronunció un muy noble discurso. Mientras, ante la cortina tensa que ocultaba el proceso de combustión, las aladas palabras de este discurso emprendían vuelo elocuente, una humareda, allá, en lo alto, iba ascendiendo desde la chimenea del crematorio hasta un tierno cielo de mayo —como éstos de que ha gozado usted en sus tardes postreras de Génova, como éste de la tarde barcelonesa en que yo escribo…—. Aquel humo era el cuerpo del gran poeta y también, un poco, su alma. Era como un ritual homenaje a la Belleza, a la Razón, a la Armonía, a ciertas ideas inmortales, a ciertos dioses eternos, que son los de Francia, pero que existían antes de que Francia existiera, y seguirán siendo cuando Francia ya no será. En nombre de estos dioses, en memoria de aquel momento y de aquel humo, yo le pido, Sr. Barthou, que no deje de ser humano y comprensivo. Que no reniegue de la buena tradicion francesa, de la buena tradición revolucionaria. Que no lamente que los delegados soviéticos se hayan mostrado en Génova comunistas antes que rusos, aunque esta preterición de la Patria al Ideal haya podido traer algunas dificultades y algún derroche de tiempo a la Conferencia que se ha cerrado.


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Última actualización: 2 de abril de 2009