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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
GLOSARIO en La Libertad
Eugenio d'ORS, «Glosario», La Libertad, Madrid (7-I-1920—21-XII-1922)          

 
Juguetes (El colaborador / Las nubes) (9-III-1921, p. 4)
El colaborador
Este escritor voluptuosamente se prepara a una mañanita entera de buen trabajo. Es un claro y tibio día de marzo, luminoso como un día de junio. La ventana abierta deja pasar hasta muy adentro en la habitación estudiosa, hasta la sólida mesa de trabajo, aseada la víspera, un alegre rayo de sol. Las cuartillas, bañadas directamente por él, parecen más que nunca blancas y ordenadamente se acumulan en un blando montón; por ellas correrá la pluma de oro del estilo, ubérrima, generosa y elástica. Orden también, y sencillez, en muebles y paredes, presidirán el avanzar armonioso de la teoría de las ideas. Libros amistosos, desde sus anaqueles; avezadas imágenes, desde sus marcos estrictos, prestaránles apoyo, si se cansaban, dulce excitación para continuar el camino… Pero los mejores excitación y tónico viénenle a nuestro hombre de un corto paseo a caballo, en que se ha des­pertado, vivaz y saludablemente, antes de sentarse a la ejecución de la tarea.
Que ahora se inicia, dichosa. Las primeras palabras escritas dan un sentido puro, trábanse entre ellas, con la racionalidad y la gracia que los músculos ágiles en un bello cuer­po de felino. Con su resplandeciente substancia, diríase que cumplen, en proporcionada abreviatura, el mismo trabajo que el verbo del Padre, en la primera jornada de la Creación… Concienzudo artesano, apasionado por el propio oficio, el escritor ha vuelto a leerlas, aquellas palabras; y, también como en el Génesis, «ha visto que aquello era bueno». Pero la deliciosa embriaguez lúcida que le posee, no le permite detenerse demasiado; le empuja, le empuja tarea adelante. A partir de este momento, el sentido crítico, no pudiendo detener sino en brevísimos intervalos el veloz fluir de la vena inventora, más que detenerla y enmendarla preferirá acompañarla como un guía en la brava carrera. Y ya el artesano se volverá un perfecto tipo del «Hombre que trabaja y juega», que trabaja y juega a la vez. Desdoblado, el espíritu asistirá a su propia producción como a un maravilloso espectáculo y escuchará, como una música regalada, las voces angélicas que irán cantando dentro suyo.
Pero trance llega en que las voces angélicas ya no están solas. Oid. Otra voz sube de la calle. Ha estallado bruscamente en un grito, en una canción. Una canción innoble, tejida de duras, estrides vibraciones descoyuntadas, lanza su acento canalla al viento. Y el viento se la lleva, la esparce, la volea por todos los ámbitos, la adentra en los lugares por las ventanas abiertas; y si las cerrarais, se filtraría también. Nada puede, en su triunfante ascención, detenerla, ni resistir a su rimbombante dominio, ni privar su entrada en el sentido involuntariamente despierto. Como ha llenado el estudio del escritor, le llenará la ca­beza, le llenará la mente. Él escribe, escribe todavía, escribe con ahincada furia; ya no percibe el son delicioso aquel que daban las palabras escritas. Las inspiraciones de orden y simplicidad se complican ahora con otras de estridencia y desorden. Las ideas, que avanzaban en teoría majestuosa, ahora se confunden, pierden el norte, pierden ritmo y disciplina, y las hay que se precipitan como anhelantes, mientras otras se caen de fatiga y son atropelladas por aquéllas, que corren sin freno. Lo que, un cuarto de hora antes, fueron una Panateneas, ahora se ha convertido en un campo de batalla… Y la infame voz de la calle no quiere callar; ya emprende otra canción; ahora otra nueva, y otra más, y otra, y la primera de nuevo. Embriaguez y lucidez huyen ahora, juntas, de la mente del escritor. Ya produce sin que su producir se acompañe con aquella inteligente visión, que le concedía infalibilidad tan preciosa. No es, no, el Hombre que trabaja y que juega, sino el forzado trabajador, desamparado de las gracias del espíritu. Llena páginas y páginas, mecánicamente… Cuando, más tarde, acallada por fin la voz de la calle, revisa lo escrito, no lo reconoce él mismo como propio. ¿Quién ha dictado esas expresiones imprecisas, vulgares, demasiado ambiciosas? ¿Quién esas frases alargadas, ambiguas, sin resonancia, sin estructura? ¿Quién maquinó esos párrafos laxos, huérfanos de nervio y armonía, que em­piezan y acaban porque sí? Y hasta esas ideas hospicianas, sin raza, sin finura, sin sutilidad, sin luz ni nobleza, ¿de dónde han venido?
Era la tarea de compromiso y urgencia. Falta tiempo, faltaría también la necesaria energía para recomenzar. Por otra parte, ciertos primores que él, paladar exigente, acostumbra a exigir de sí mismo, ¿cuántos los aprecian, cómo los aprecian? Por una sola vez… El escritor concluye, firma. Pero, equitativo, muy escrupuloso amigo del «suum cuique», no queriendo apropiarse ni responder de aquello que no es absolutamente de propia minerva, añade al pie:
«Escrito en colaboración con un piano de manubrio».
Las nubes
Le han dicho al alpinista:
—No deje usted de subir a tal pico. El «panorama» es espléndido. Si el día se man­tiene claro, verá desde allí tal otro pico.
El alpinista espera un día claro y sube.
Pero, ya a medio camino, ha visto que el día no será tan claro como se figuraba. En el horizonte, gruesas nubes caliginosas navegan con lentitud, precisamente hacia donde cae el pico famoso.
Y él se dice:
—Seguramente las nubes ocultarán la cumbre.
A medida que la tarde avanza, estas nubes se extienden, suben. Y ahora proyectan maravilloso espectáculo. Cierra un anfiteatro de montañas vastísimo, una Gigantomaquia de ensueño. Los resplandores del ocaso la encienden, la llenan de oro y sangre. Y hay también, en el cuerpo de unas nubes prepotentes como grandes navíos, sombras enormes, de un violeta aterciopelado. Y, más altas, alas pequeñas de rosa tierno, pelusillas ambarinas y lechosas. Lanzas de mágica claridad atraviesan el campo. De cuando en cuando, entre cortinas que se descorren, aparece la deslumbrante blancura de las nieves. La admirable fantasmagoría cambia a cada segundo, toma velocísimamente formas nuevas, se transforma, señalando, como sucesivos grandiosos episodios de una tragedia, ora lucha de monstruos; ora profusa ciudad de encantamiento; ora batalla naval; ora burgo extensísimo, presidido por castillo almenado; ora vuelo suavísimo de arcángeles sobre un mar crespo… La admiración nos haría sollozar.
No así al alpinista. Él no ve más que una cosa: las nubes ocultan el famoso pico. Quiere el pico, quiere «su» famoso pico el alpinista. Quiere el pico y no las nubes. ¿Por qué? ¿En qué halaga a su mirada o a su fantasía un cabo de montaña lejano, bastante parecido al cabo de la montaña en que se encuentra, más que esta imperial orgía de formas y colores? Pero el espíritu no está para orgías. Le apetece «la verdad», no «la ilusión». Y el pico, ni que resultara casi indiscernible en los confines del horizonte, le parece ser la realidad; las nubes, la mentira. Porque el pico es más «consistente» que las nubes. Y así, todas las guías hablan de los picos; de las nubes, ninguna. Del espectáculo de las nubes, al fin y al cabo, puede gozar cualquier mortal no alpinista…
Ahora ha caído la tarde. De los colores exasperados sólo el recuerdo queda, en alguna pincelada furtiva, cercana al cielo. Grandes masas de morado tenebroso se dibujan en recortadas siluetas, en el fondo de oro heráldico, con una tristeza muy grande y una calma muy pura.
El alpinista dirá por la noche, en el hotel:
—Las nubes me han estropeado la excursión de hoy.

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Última actualización: 2 de abril de 2009