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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
GLOSARIO en La Libertad
Eugenio d'ORS, «Glosario», La Libertad, Madrid (7-I-1920—21-XII-1922)          

 
Ayer y hoy de Europa (La era de la desconfianza / En tiempos de una Europa franca / El sello de correo) (24-XII-1920, pp. 1-2)
La era de la desconfianza(1)
—¡He gustado tanto, suspiraba una noche nuestro querido maestro Octavio de Romeu, de aquel vagabundeo internacional y del libre circular por el mundo, a veces en paseatas de alpargatado pie, sin cura de instalación ni obstáculo de frontera, y también del dejarme retener por los parajes que halagaban a mi corazón, al azar de las amistades, de las indolencias y de las nostalgias!… He pescado durante un mes, en Volendam, en com­pañía de graves holandeses, con los cuales nos entendíamos por signos. En Kufstein, en la frontera de Baviera y el Tirol, cantaba en la iglesia como barítono y nadie jamás preguntó mi nombre. A Épinal, en los Vosgos, fui por cuatro días, cuestión de recoger cuatro grabados en madera, y permanecí cerca de un año… Ahora todo esto ha terminado, y la misma paz no ha sabido cerrar la era de desconfianza. Mi pobre cuerpo, ávido del gran respirar; mi pobre alma peregrina, ya no volverán a encontrar aquel aire que en Europa había, el aire de la confiada libertad… ¡Espías! ¡Sospechosos! ¡Pasaportes! En 1914 murió la confianza en Europa. Ya tres meses antes de empezar la guerra, en Nancy, al tomar cuarto en el hotel, sometiéronme a un interrogatorio riguroso, y apenas había recorrido cien pasos, noté ya que alguien, vigilante, me seguía… Disgustado, partí aquella misma noche.
Verhaeren tuvo razón. El crimen atroz, el crimen aborrecible es haber asesinado aquella idea que, en la paz, el hombre tenía del hombre.
En tiempos de una Europa franca(2)
Y otra noche, el maestro nos contó lo siguiente:
—Era en Ginebra, en un jardín público. El crepúsculo fue muy dulce y yo me encon­traba sentado en un banco. En otro banco, frente a mí, una mujer del pueblo jugaba con una chiquilla muy rubia. Había transcurrido una hora, cuando se levantó la mujer y llegóse hasta mí. «Señor, me dijo, si usted tuviese que quedarse aquí siquiera un cuarto de hora, le pediría un favor». —«Diga usted, señora». —«¿Sería usted tan amable que me vigilara la pequeña mientras voy a casa, en un santiamén? Regresaré en seguida… Pero… usted ya se hace cargo… Sólo los domingos puedo sacarla para que respire un poco».
Yo, a aquella buena mujer, la hubiera abrazado. ¿Tanta confianza le habían inspirado mi cara, mis ojos? Qué, la agria vida y el combate de los hombres, ¿no habían podido aún apagar aquel resplandor primero, sin necesidad de ángulos de sospechosa penumbra? ¿No era, pues, cierto que una arruga mala plegase mi boca? Los dolores y las torturas, ¿no habían, pues, dejado ni un surco en la pobre frente, tantas veces inclinada por la fatiga; en la pintura de los párpados, que tantas veces la fiebre incendió?… —«¡Vaya usted tranquila, señora; vaya usted tranquila! La criatura nunca habrá tenido mejor vigilante que este extranjero, de quien no conoce usted ni sombra ni patria».
Cuando volvió la mujer dióme, en paga de mi trabajo, una hermosa manzana… Como mendigo español la moneda de cobre llegada a sus manos, yo besé aquella manzana antes de morderla. Nunca la expresión «gracia de caridad» ha tenido expresión tan precisa… Pero cuidé de que no se enterara de este beso la buena mujer… Era un gesto extraño que hubiera podido parecerle sospechoso, que hubiera podido inquietarla…
El sello de correo(3)
Y otra vez el maestro nostálgico de la Europa franca contó otra historia:
—Era hacia las cumbres de los Alpes. La excursión, al ascender horas y horas entre los prados tiernos, se había vuelto dura. Nos moríamos de sed, la amiga y yo, cuando alcanzamos a un chalet de pastores, perdido en la gran soledad.
Entramos, y pronto los pastores, riéndose de nuestra fatiga, hacían espumear para nosotros, en escudillas rústicas, la leche fría. Bebimos y nos reposamos. Al ir a marcharnos pregunté a los hombres qué valía aquello.
—La voluntad — contestaron ellos, riendo siempre.
Hasta oir esta palabra no caí en la cuenta de que había salido de casa sin dinero. La amiga, ni un céntimo tampoco. Así tuvimos que confesarlo a aquellos hombres.
—¡No importa! ¡No vale nada!— decían ellos. Y no dejaban de reír.
Una idea. De tiempo, inútil en mi cartera, dormía un sello de veinticinco céntimos, con la efigie de Alfonso XIII.
—Escuchad. No en pago, sino en recuerdo y prenda, quiero dejaros este sello. Cuando vengáis a España, podréis obtener, a cambio de él, una escudilla de leche de vaca y otra escudilla, por razón de interés compuesto.
Miraron el sello con curiosidad. Habían dejado de reir.
—¡Adiós! — dijimos. Eran cuatro. Cuatro por dos, son ocho apretones de manos. Sus manos eran ásperas y macizas, como la madera del chalet.
Todos sabíamos que ya no volveríamos a vernos más sobre la tierra. La pequeña efigie de Alfonso XIII sería pegada a una pared interior de la pobre cabaña.
El rumor de voces de los hombres y las vacas nos acompañó largo tiempo aún en nuestro descenso. Y cuando dejamos de oírlo se hizo en nuestros corazones un gran vacío.

(1) Publicada originalmente en catalán, con el título «L'era de la malfiança», en La Veu de Catalunya, 28-III-1917, p. 1.
(2) Publicada originalmente en catalán, con el título «Encara més sospirs per als temps de l'Europa franca», en La Veu de Catalunya, 4-IV-1917, p. 1.
(3) Publicada originalmente en catalán, con el título «El segell de correu», en La Veu de Catalunya, 7-IV-1917, p. 1.

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Última actualización: 1 de abril de 2009