Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
GLOSAS
(ABC, Madrid, 16-V-29)
LA "VIRTUD" Y LA "SINCERIDAD.— Me gustaría ver nuevamente vivificado, en relación con las corrientes actuales, el sentido que ganó en Italia, sobre todo por obra de los gustos del Renacimiento, la palabra "virtud"; sentido que se conserva todavía —con alcance a la vez más universal y más limitado— en expresiones como "virtuosismo", "virtuoso"… Inclúyense, desde luego, en el tal sentido, muy diversas notas y sugestiones. Se les asocian los conceptos de fuerza y de poder, de excelencia y de paciencia, de habilidad y de maestría. Lo que permanece radicalmente alejado de aquél es toda interpretación limitativa, restrictiva, abstemia, de la calidad virtuosa. Y toda posibilidad de aplicarlo a los casos de torpeza, fracaso o malogro.

La paradójica glorificación —aunque tenga, sin duda, una anterior raíz cristiana— no comparecerá en la historia de la cultura hasta muy tarde. La preconizarán el cinismo de Rousseau y la romántica "voluntad de ruina". Entonces, a la vocación de "virtud", substituye el afán de "sinceridad".

Advirtamos cuán opuesto resulta el contenido conceptual y emotivo de este último vocablo, en relación con el término anterior. La "sinceridad" no excluye el malogro, sino que lo incluye; no repugna al fracaso, más bien lo apetece; no combate a la torpeza, antes la canoniza. Las preferencias de la "sinceridad" verán con muy mal ojo cuanto sea habilidad y perfección. Incluso de la fuerza desconfiará; porque el despliegue de la gran fuerza, tiene, inevitablemente, un valor de espectáculo, una irreducible teatralidad, donde el gustador de lo ingenuo reparará siempre un poco de artificio. Recordando la sentencia evangélica sobre el rito y el reino de los cielos, podrá decirse que antes entrará un camello por el ojo de una aguja que un hombre o un artista fuertes en el paraíso de la sinceridad.

NUEVO EMPLEO DEL REPERTORIO FIGURATIVO DE LAS VANGUARDIAS ESTÉTICAS.— No es dable poseer todas las calidades a un tiempo. Reconozcamos, al entrar ya decididamente en el terreno del arte, que el artista debe —si puede— elegir, como los siglos, y las épocas, y las escuelas eligen, entre les "sinceridad" y la "virtud". Debe elegir, que es el acto supremo de una mente de hombre; elegir, quemando tras de sí las naves… En realidad, casi todo el arte moderno ha optado por la primera solución. Ha preferido dejar en el producto el calor —y la impureza: una cosa no va sin la otra— del sentimiento originario. De aquí la intensidad de este arte, pero también su caducidad. Nuestro placer es fácilmente logrado; nuestra adhesión, no obstante, sólo es obtenida, en un juego así, a beneficio de la sorpresa. Porque toda belleza demasiado vivaz reproduce el pacto del Doctor Fausto con el Maligno. Todo arte sin disciplina voluntaria cambia el derecho a la inmortalidad por el goce de la primavera presente. Ya sabemos que sólo dura una cosa, y es la Obra Bien Hecha.

Lo que ocurre es que yo no he creído jamás que el magnífico repertorio de invenciones con que el arte moderno ha enriquecido nuestra óptica, y agitado nuestra sensibilidad —tanta visión, tanto análisis, tanta construcción, tanto estilo, for­mas tan imprevistas, soluciones tan satisfactorias y una renovación tal en el espectáculo del mundo— admita únicamente una versión y deba quedar convertido en patrimonio exclusivo de los "sinceros", lejos de la mano sabia de los "virtuosos". Si la belleza ha encontrado un nuevo lenguaje, ¿por qué este lenguaje no admitiría también la ciencia, y hasta la erudición y las actitudes de civilización más maduras y refinadas?

Es, en el fondo, el mismo problema que ya los pueblos de la Europa medieval conocieron, en los comienzos de los idiomas vernaculares, nacidos del latín, ¿Se quedarían éstos amortizados en la elocución popular? ¿Se quedarían en canción de rapsoda humilde, arenga de tosco guerrero, sermón desaliñado de misionero, oración de mujercita oscura, refrán de cabrero, trova, si acaso, de bardo sentimental…? ¿O bien se apoderarían, igualmente, del nuevo hablar las más nobles, y hábiles, y frías, y racionales disciplinas del espíritu, la ciencia, la filosofía, la teología? El toscano o el catalán, ¿iban a ser sólo cosa de labriegos ungidos de "sinceridad", o también cosa de bachilleres, ambiciosos de perfección y de "virtud"?

He aquí que el Dante, para eterna gloria suya, resolvió este problema en el siglo XIII. Lo resolvió, apoderándose de la "lengua del si", empleada por el torpe mercader de legumbres, para aplicarla todas las sutilezas de la Escolástica… Y he aquí que hoy, de nuevo, en hora y dominio tan diferentes, vuelven a resolverlo algunas pintores, que arrebatan de manos de los torpes todo el repertorio figurativo del arte de vanguardia y empiezan a manejarlo "virtuosamente" con una sabia, ágil, fría y maravillosamente disciplinada habilidad.


EL PINTOR MARIANO ANDREU.— Temo que todo lo anterior parezca, a pesar de estas históricas evocaciones, abstracto en demasía. Ojalá pudiera corregir tal exceso, a ojos del lector, la contemplación directa de las obras hoy en París expuestas por el pintor Mariano Andreu, desde las grandes composiciones pictóricas, en que resucita, bajo luz viciosa y lunar, los aspectos de la Commedia dell Arte, y de la eterna funambulería hasta los aguafuertes de Les papiers de Cleonthe, de Jean-Louis Voudoyer, o las litografías de mi Vie breve. Ni siquiera debería jamás faltar ante los ojos del espectador, para más perfecta comprensión del artista y del significado y valor que a su obra habrá de darse un día, en la historia espiritual de nuestros tiempos, cierto famoso Caballo, edificado en tirillas de minúsculo papel, que en su taller de París se guarda, digno descendiente —reducido en la estatura, pero, no en la dificultad—, de aquel otro Cavallo leonardesco, que tanto diera que hablar otrora, y tanto ocupara las curiosas incesantes rebuscas del genio virtuosismo de Milán. Por aquella escultura en tan imprevista materia, Leonardo, desde su gloria, abrazaría a Mariano, y se la desearía también dilatada.

Leonardo se la desearía, y nosotros la esperamos. Sobre que las obras hablan por sí mismas, quizá nuestras indicaciones no sean inútiles para fijar su sentido. Añadámosles, para terminar, un recuerdo, el de una palabra admirable de Cézanne. Cézanne declaró una vez, con toda claridad, cuál era su in­tento: "Hacer, con el impresionismo, una pintura semejante a la de los Museos…" Pues bien, me figuro que el ideal de Mariano Andreu podría encerrarse en una fórmula parecida: crear, con las imágenes predilectas de la sensibilidad de vanguardia, productos parecidos a los de los probos y perfectos obradores artesanos.

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Última actualización: 5 de febrero de 2008