LA GRAMÁTICA DE LA CIENCIA DE PEARSON


Charles S. Peirce (1901)

Traducción castellana de Carmen Ruiz (2001)*


P 802: Popular Science Monthly 58 (Enero 1901): 296-306. [Publicado en CP 8.132-52. El título completo incluye el subtítulo: "Anotaciones sobre los tres primeros capítulos" (pero también se hacen algunos comentarios del capítulo cuarto). Peirce escribió primero este trabajo para The Psychological Review]. En esta reseña, Peirce se opone a la afirmación de Pearson de que la conducta humana debería regularse por medio de la teoría darwinista, y a la opinión relacionada de que la estabilidad social es la única justificación de la investigación científica. Peirce sostiene que estas doctrinas conducen a una mala ética y a una mala ciencia. "Debo confesar que pertenezco a esa clase de diablillos que proponen, con la ayuda de Dios, mirar a la verdad a la cara, ya conduzca el hacerlo a los intereses de la sociedad o no". El hombre de ciencia debería estar motivado por la majestad de la verdad, "como aquello ante lo cual, tarde o temprano, toda rodilla debe doblarse". Contra la afirmación nominalista de Pearson de que la racionalidad inherente a la naturaleza debe su origen al intelecto humano, Peirce argumenta que es la mente humana la que está determinada por la racionalidad en la naturaleza. Peirce también rechaza la afirmación de Pearson de que son las primeras impresiones de los sentidos las que sirven como punto de partida del razonamiento, y argumenta que el razonamiento comienza con las percepciones, que son productos de operaciones físicas que envuelven tres clases de elementos: cualidades de los sentimientos, reacciones y elementos generalizadores.




Si algún seguidor del Dr. Pearson1 piensa que en las observaciones que voy a hacer no soy lo suficientemente respetuoso con su maestro, puedo asegurarle que no me habría tomado la molestia de hacer estas anotaciones sin una elevada opinión de sus facultades, y sin una opinión todavía más alta, no habría empleado la franqueza que conviene a las discusiones impersonales de los matemáticos. Un capítulo introductorio de contenido ético marca la nota dominante del libro. El autor comienza con la declaración de que nuestra conducta debería estar regulada por la teoría darwinista. Como esa teoría es un intento de mostrar cómo las causas naturales tienden a impartir a una serie de animales y plantas caracteres que, a la larga, promueven la reproducción y, por tanto, aseguran la continuidad de esas series, parecería que hacer del darwinismo la guía de conducta debería significar que la continuidad de la raza debe considerarse como el summum bonum y Multiplicamini como el compendio de la ley moral2. El profesor Pearson, sin embargo, entiende el asunto de un modo un poco diferente, expresándose así: "La única razón [para alentar] cualquier forma de actividad humana... descansa en esto: [su] existencia tiende a promover el bienestar de la sociedad humana, a incrementar la felicidad social, o a fortalecer la estabilidad social. En el espíritu de la época estamos obligados a cuestionar el valor de la ciencia; a preguntar de qué manera ésta aumenta la felicidad de la humanidad o promueve la eficiencia social"3.

La segunda de estas dos afirmaciones omite la frase, "el bienestar de la sociedad humana", que no expresa ningún significado definido; y podemos, por tanto, considerarlo como un mero diluyente, que no añade nada a la esencia de lo que subyace. La adhesión estricta a los principios darwinistas excluye la admisión de "la felicidad de la humanidad" como un objetivo último. Ya que según esos principios, todo está dirigido a la continuidad de la especie, y el individuo carece completamente de importancia, excepto en la medida que es un agente de la reproducción. Ahora bien, no existe otra felicidad para la humanidad que la felicidad de los hombres individuales. Debemos, por tanto, considerar esta cláusula como lógicamente perjudicial para la pureza de la doctrina. En cuanto a "estabilidad social", todos nosotros sabemos muy bien qué ideas tiende a expresar esta frase para las comprensiones inglesas4; y debe admitirse que un darwinismo, generalizado en la debida medida, puede aplicar a la sociedad inglesa los mismos principios que Darwin aplicó a los animales. Una familia en la que los niveles de esa sociedad no son tradicionales se hundirá y morirá, y así "la estabilidad social" tiende a mantenerse.

Pero contra la doctrina de que la estabilidad social es la única justificación de la investigación científica, ya sea esta doctrina adulterada o no con la frase utilitarista, tengo que objetar, primero, que es históricamente falso, en tanto que no concuerda con el sentimiento predominante de los hombres de ciencia; segundo, que es mala ética; y, tercero, que su propagación retardaría el progreso científico.

El profesor Pearson, en realidad, no pretende que lo que anima eficazmente la labor de los hombres científicos es cualquier deseo "de fortalecer la estabilidad social". Tal proposición sería demasiado grotesca. Incluso al tratar la gramática de la ciencia, si su asunto fuera explicar el motivo legítimo de la investigación, -como él ha considerado que es-, era ciertamente también su asunto, especialmente en vista de los espléndidos éxitos de la ciencia, mostrar lo que, de hecho, ha movido a tales hombres. Ellos no han estado, en todo momento, inspirados por un deseo ya sea de "apoyar la estabilidad social" o, cuando menos, aumentar la suma de placeres de los hombres. El hombre de ciencia ha recibido una profunda impresión de la majestad de la verdad, como aquello ante lo que, tarde o temprano, toda rodilla debe doblarse. Más aún, ha encontrado que su propia mente es suficientemente semejante a esa verdad para hacerle capaz, con la condición de una observación sumisa, de interpretarla en cierta medida. En la medida en que gradualmente se familiariza cada vez mejor con el carácter de la verdad cósmica, y aprende que su cuestión es la razón humana y que puede avanzarse paso a paso de acuerdo con ella, él concibe una pasión por su revelación más completa. Es profundamente consciente de su propia ignorancia y sabe que personalmente sólo puede dar pequeños pasos en el descubrimiento. Sin embargo, pequeños como son, él los considera preciosos; y espera que siguiendo concienzudamente los métodos de la ciencia pueda erigir una base sobre la que sus sucesores puedan escalar más alto. Esto, para él, es lo que hace que la vida merezca vivirse y lo que hace que la raza humana sea digna de perpetuarse. El mismo ser de la ley, la verdad general, la razón, -llámenlo como quieran-, consiste en el expresarse a sí mismo en un cosmos y en intelectos que lo reflejen5, y en hacer esto progresivamente; y aquello que hace que la creación progresiva merezca la pena, -como el investigador llega a sentir-, es precisamente la razón, la ley, la verdad general por cuya causa tiene lugar.

De hecho, creo que tal es el motivo que trabaja eficazmente en el hombre de ciencia. Suponiendo eso, debemos preguntar después qué motivo es el más racional, el que se acaba de describir o aquél que recomienda el profesor Pearson. Los libros de texto de ética nos ofrecen clasificaciones de los motivos humanos. Pero para nuestro propósito actual será suficiente hacer un rápido examen de las categorías éticas de motivos más prominentes6.

Un hombre puede actuar con referencia sólo a la ocasión momentánea, ya sea por deseo desenfrenado, o por preferencia de un desiderátum sobre otro, o por previsión contra futuros deseos, o por persuasión, o por instinto imitativo, o por terror a la culpa, o por debida obediencia a una orden inmediata; o puede actuar de acuerdo con cierta regla general restringida a sus propios deseos, tales como la búsqueda del placer, o la auto-conservación, o la buena voluntad hacia un conocido, o el cariño por el hogar y el entorno, o la conformidad a las costumbres de su tribu, o la reverencia a la ley; o poniéndose moralista, puede aspirar a dar la vuelta a un estado ideal de cosas definitivamente concebido, tal como uno en el que todo el mundo atienda exclusivamente a sus propios asuntos e intereses (individualismo), o en el que se lograra el placer total máximo de todos los seres capaces de placer (utilitarismo), o en el que prevalezcan sentimientos altruistas universales (altruismo), o en el que se coloca a su comunidad fuera de todo peligro (patriotismo), o en el que las maneras de la naturaleza se modifican lo menos posible (naturalismo); o puede aspirar a acelerar algún resultado no conocido con anterioridad a él de otra manera, sea lo que sea lo que resulte ser, al que algún proceso para el que parezca bueno debe inevitablemente conducir, tal como cualquier cosa que los dictados del corazón humano puedan aprobar (sentimentalismo), o todo lo que resultase de sopesar debidamente, antes de la acción, las ventajas de cada uno de sus propósitos (a lo que pondré como nombre provisional entelismo, distinguiéndolo y a otros más abajo con cursiva), o todo lo que la evolución histórica del sentimiento público pueda decretar (historicismo), o todo lo que la operación de causas cósmicas puede destinar a provocar (evolucionismo); o puede ser devoto a la verdad, y puede estar decidido a no hacer nada no declarado razonable, ya sea por sus propias reflexiones (racionalismo), o por la discusión pública (dialecticismo), o por un experimento crucial; o puede sentir que la única cosa por la que realmente merece la pena luchar es el generalizar o asimilar elementos a la verdad, y que ya sea como el único objeto en el que la mente puede en última instancia reconocer su objetivo verdadero (educacionalismo), o aquello único que está destinado a obtener el dominio universal (pancratismo); o, finalmente, puede satisfacerse con la idea de que la única razón que puede razonablemente ser admitida como definitiva es esa razón viviente por la que el universo psíquico y físico está en proceso de creación (religionismo).

La lista de las clasificaciones éticas de los motivos puede servir, se espera, como una muestra tolerable sobre la que basar las reflexiones acerca de la aceptabilidad como la última de las diferentes clases de los motivos humanos; y ello no tiene ninguna pretensión de cualquier valor más alto. La enumeración ha sido ordenada así para traer a la vista los variados grados de la generalidad de los motivos. Serviría a nuestro propósito, sin embargo, el compararlos en otros aspectos. Así pues, podríamos ordenarlos en referencia al grado en que un impulso de dependencia entra en ellos, desde la obediencia expresa, la obediencia generalizada, la conformidad a un modelo externo, la acción por causa de un objeto considerado como externo, la adopción de un motivo que se centra en algo que es parcialmente opuesto a lo que es presente, el sopesar una consideración frente a otra, hasta que alcancemos motivos tales como el deseo desenfrenado, la búsqueda del placer, el individualismo, el sentimentalismo, el racionalismo, el educacionalismo, el religionismo, en el que el elemento de otredad está reducido al mínimo. De nuevo, podríamos ordenar las clases de motivos de acuerdo al grado en el que las cualidades inmediatas del sentir aparecer en ellos, desde un deseo desenfrenado, a través del deseo presente pero restringido, acción para uno mismo, acción para el placer generalizado más allá de uno mismo, motivos que implican una retro-consciencia del sí mismo en las cosas exteriores, la personificación de la comunidad, hasta motivos tales como la obediencia directa, la reverencia, el naturalismo, el evolucionismo, el experimentalismo, el pancratismo, el religionismo, en el que el elemento de auto-sentimiento está reducido al mínimo. Pero lo importante es familiarizarnos a fondo, tan lejos como sea posible del interior, con la variedad de los motivos humanos que se extienden por todo el campo de la ética.

No estudiaré más a fondo la ética sino que simplemente señalaré que todos los motivos que están dirigidos hacia el placer o la auto-satisfacción, por muy elevada que sea la clase a la que pertenezcan, serán declarados por toda persona experimentada como destinados a fallar en la satisfacción a la que aspiran. Esto es verdadero incluso en el más elevado de esos motivos, aquel que Josiah Royce desarrolla en su World and Individual7. Por otro lado, cada motivo implica la dependencia de algún otro que nos lleva a preguntarnos por una razón ulterior. El único objeto deseable que es bastante satisfactorio en sí mismo sin ninguna razón ulterior para desearlo, es lo razonable en sí mismo. No pretendo presentar esto como una demostración; porque, como todas las demostraciones acerca de tales temas, sería una mera objeción de poca monta, un manojo de falacias. Yo mantengo simplemente que es una verdad experiencial.

El único motivo bien fundado éticamente es el más general; y el motivo que realmente inspira al hombre de ciencia, si no casi ese, está muy cerca de él -más cerca, me aventuro a creer, que el de cualquier otro tipo de humanidad igualmente común. Por otra parte, el objetivo del profesor Pearson, "la estabilidad de la sociedad", que no es sino un estrecho patriotismo británico, apunta el cui bono inmediatamente. Estoy dispuesto a reconocer que Inglaterra ha sido durante dos o tres siglos el factor más preciado del desarrollo humano. Pero hubo y hay razones para esto. Pedir que el hombre apunte a la estabilidad de la sociedad británica, o de la sociedad en general, o a la perpetuación de la raza, como un fin último, es demasiado. La especie humana se extinguirá alguna vez; y cuando llegue el momento el universo, sin duda, se librará bien de ella. La ética del profesor Pearson no mejora en absoluto al ser adulterada con el utilitarismo, que es un motivo más bajo todavía. El utilitarismo es uno de los pocos motivos teóricos que ha tenido incuestionablemente una influencia extremadamente beneficiosa. Pero la mayor felicidad de la mayor parte, como expone Bentham, se resuelve simplemente sobreañadiendo la calidad del placer sobre los sentimientos inmediatos de los hombres. Ahora bien, si la búsqueda del placer no es un motivo último satisfactorio para mí, ¿por qué debería esclavizarme procurándolo para otros? El libro de Leslie Stephen8 estaba lejos de pronunciar la última palabra sobre ética; pero es difícil comprender cómo cualquiera que lo haya leído reflexivamente puede continuar sosteniendo la doctrina mixta de que ninguna acción debe ser alentada por ninguna otra razón que no tienda a la estabilidad de la sociedad o a la felicidad general.

La ética, en cuanto tal, es ajena a una Gramática de la Ciencia; pero es un fallo serio de ese libro inculcar motivos para la investigación científica cuya aceptación debe tender a disminuir el carácter de tal investigación. La ciencia está, por encima del todo, en una condición muy saludable actualmente. No permanecería así si los motivos de los científicos fueran rebajados. El peor rasgo del actual estado de cosas es que la gran mayoría de los miembros de muchas sociedades científicas, y una gran parte de los otros, son hombres cuyo principal interés en la ciencia es como medio de ganar dinero, y que tienen un desprecio, o medio desprecio, por la ciencia pura. Ahora bien, declarar que la única razón para la investigación científica es el bien de la sociedad es alentar a esos pseudo-científicos a reclamar, y al público general a admitir, que ellos, que tratan con las aplicaciones del conocimiento, son los auténticos hombres de ciencia, y que los teóricos son poco más que holgazanes.

En el capítulo II, titulado "Los hechos de la ciencia", encontramos que la "estabilidad de la sociedad" no sólo debe regular nuestra conducta, sino también que nuestras opiniones tienen que cuadrar con ella. En la sección 10 se nos dice que no debemos creer una cierta proposición puramente teórica porque hacerlo es "anti-social" y "se opone a los intereses de la sociedad". En lo que se refiere a "los cánones de la inferencia legítima" mismos, que son establecidos por el profesor Pearson, no tengo mayor objeción. Ellos envuelven ciertamente verdades importantes. Son excesivamente imprecisos y capaces de ser retorcidos para apoyar opiniones ilógicas, como su autor hace, y dejan sin cubrir mucho campo. Pero no seguiré con estas objeciones. Digo, sin embargo, que la verdad es la verdad, ya se oponga a los intereses de la sociedad admitirla o no, -y que la noción de que debemos negar lo que no conduce a la estabilidad de lo que la sociedad británica afirma es el principal resorte de la mendacidad y la hipocresía que los ingleses consideran tan comúnmente como virtudes. Debo confesar que pertenezco a esa clase de diablillos que proponen, con la ayuda de Dios, mirar a la verdad a la cara, ya conduzca el hacerlo a los intereses de la sociedad o no. Más aún, si yo debiera atacar alguna vez ese problema excesivamente difícil, "¿cuál es el verdadero interés de la sociedad?", debería sentir que me encuentro en la necesidad de una gran cantidad de ayuda de la ciencia de la inferencia legítima; y, por lo tanto, para evitar correr alrededor de un círculo, me esforzaré por basar mi teoría de la inferencia legítima sobre algo menos cuestionable, -así como más concerniente a la cuestión-, que el verdadero interés de la sociedad.

El resto de este capítulo sobre "Los hechos de la ciencia" continúa con una teoría de la cognición en la que el autor cae en el error demasiado común de confundir la psicología con la lógica. Insistirá en que el conocimiento se construye a partir de las impresiones sensibles, -afirmación lo suficientemente correcta de una conclusión de la psicología. Entendido, no obstante, como el profesor Pearson lo entiende y lo aplica, como una afirmación de la naturaleza de nuestros datos lógicos, de "los hechos de la ciencia", es del todo incorrecta. Nos dice que cada uno de nosotros está como el operador de una central telefónica, excluido del mundo exterior, del que es informado sólo por medio de impresiones sensibles. ¡En absoluto! Pocas cosas están más completamente escondidas de la observación que aquellos elementos hipotéticos del pensamiento que el psicólogo encuentra una razón para llamar "inmediatos" en su sentido. Pero el punto de partida de todo nuestro razonamiento no está en esas impresiones sensibles sino en nuestras percepciones. Cuando despertamos por primera vez al hecho de que somos seres pensantes y podemos ejercer cierto control sobre nuestros razonamientos, tenemos que partir para nuestros viajes intelectuales desde el hogar en el que ya nos encontramos. Ahora bien, este hogar es la parroquia de nuestras percepciones. No está dentro de nuestros cráneos, tampoco, sino fuera en lo abierto. Es el mundo exterior lo que nosotros observamos directamente. Lo que pasa dentro de mí sólo lo conozco en la medida en que se refleja en los objetos externos. En cierto sentido, existe una cosa tal como la introspección; pero consiste en una interpretación de los fenómenos que se presentan a sí mismos como percepciones externas. Vemos primero cosas azules y rojas. Es todo un descubrimiento cuando descubrimos que el ojo tiene algo que ver con ellas, y un descubrimiento todavía más recóndito cuando aprendemos que detrás el ojo existe un yo, al que estas cualidades propiamente pertenecen. Nuestros datos lógicamente iniciales son percepciones. Esas percepciones son indudablemente puramente físicas, totalmente de la naturaleza del pensamiento. Ellos envuelven tres clases de elementos físicos: sus cualidades de sentimientos, su reacción contra mi voluntad y su elemento generalizador y asociador. Pero todo eso lo descubrimos después. Veo un tintero sobre la mesa: eso es una percepción. Moviendo la cabeza, recibo una percepción distinta del tintero. Se funde con la otra. Lo que yo llamo tintero es una percepción generalizada, una cuasi-inferencia a partir de las percepciones, quizás debería decir una fotografía compuesta de percepciones. En este producto físico está implicado un elemento de resistencia hacia mí, del que soy oscuramente consciente desde el principio9. Posteriormente, cuando acepto la hipótesis de un sujeto interior para mis pensamientos, me rindo a esa consciencia de resistencia y admito el tintero con el rango de un objeto externo. Más tarde aún, puedo poner esto en cuestión. Pero tan pronto como lo hago, encuentro que el tintero aparece allí a pesar de mí. Si aparto mis ojos, otros testigos me dirán que todavía permanece. Si dejamos todos la habitación y apartamos el asunto de nuestros pensamientos, todavía una cámara fotográfica nos mostraría el tintero allí aún, con la misma redondez, brillo y transparencia, y el mismo líquido opaco dentro. De este modo, o de otro, me confirmo en la opinión de que sus características son las que son, y persisten en toda oportunidad en revelarse a sí mismas, a pesar de lo que ustedes, o yo, o cualquier hombre, o generación de hombres, puedan pensar que son10. Esa conclusión a la que me encuentro llevado, aunque pueda luchar contra ella, la expreso brevemente al decir que el tintero es una cosa real. Por supuesto, por ser real y externa, no deja de ser en lo más mínimo un producto puramente físico, una percepción generalizada, como todo de lo que puedo tener alguna clase de conocimiento.

Podría no ser un error muy serio decir que los hechos de la ciencia son impresiones de los sentidos, si no condujera eso a una nefasta confusión en otros puntos. Vemos esto en el capítulo III11, en cuyas largas divagaciones por temas irrelevantes, en el esfuerzo por hacer que no haya ningún elemento racional en la naturaleza, y que el elemento racional de las leyes naturales se importe a ellas por las mentes de sus descubridores, sería imposible para el autor perder de vista completamente el rumbo de la cuestión que él mismo ha formulado claramente, si no estuviera trabajando con los efectos confusos de su noción de que los datos de la ciencia son impresiones de los sentidos. No se le ocurre que está trabajando para probar que la mente tiene un poder maravilloso de crear un elemento absolutamente sobrenatural, -un poder que iría lejos hacia establecer un dualismo bastante antagónico al espíritu de su filosofía. él imagina evidentemente que aquellos que creen en la realidad de la ley, o elemento racional en la naturaleza, fallan en aprehender que los datos de la ciencia son de una naturaleza física. Dedica incluso una sección a demostrar que la ley natural no pertenece a las cosas en sí, como si fuera posible encontrar algún filósofo que alguna vez la hubiera pensado. Con toda certeza, Kant, quien decoró por primera vez la filosofía con estos castos ornamentos de las cosas en sí, no fue de esa opinión; tampoco podría nadie sostenerla después de lo que él escribió. En realidad, no son los adversarios del profesor Pearson sino él mismo quien no ha asimilado por completo la verdad de que todo de lo que de alguna forma podemos tener conocimiento es puramente mental. Esto se traiciona de muchas pequeñas maneras, como, por ejemplo, cuando responde a la pregunta de si la ley de gravitación regía el movimiento de los planetas antes de que Newton naciera, para cambiar hacia la circunstancia de que la ley de la gravitación es una fórmula expresiva del movimiento de los planetas "en términos de una concepción puramente mental", como si pudiera existir una concepción de algo no puramente mental. Repetidamente, cuando ha probado que el contenido de una idea es mental, parece que piensa que ha demostrado que su objeto es de origen humano. No es el fin de sus problemas probar, de varias maneras, lo que su adversario le habría concedido con suma alegría al comienzo, que las leyes de la naturaleza son racionales; y, habiendo llegado tan lejos, parece pensar que no se requiere nada más que agarrar una máxima lógica como una pértiga y saltar ligeramente a la conclusión de que las leyes de la naturaleza son de procedencia humana. Si hubiera aceptado totalmente la verdad de que todas las realidades, así como todos los productos [de la imaginación], son semejantes a la pura composición mental, habría visto que la cuestión era, no si la ley natural es o no de naturaleza intelectual, sino si es del número de aquellos objetos intelectuales que están destinados en última instancia a brotar del espectáculo de nuestro universo, o si, hasta donde podemos juzgar, tiene el material para sostenerse a pesar de todos los ataques. En otras palabras, ¿hay algo que sea real y verdaderamente una ley de la naturaleza, o son todas las pretendidas leyes de la naturaleza productos de la imaginación, en cuyo caso, toda la ciencia natural es una ilusión, y el escribir una gramática de la ciencia un vano pasatiempo?

La teoría del profesor Pearson de la ley natural se caracteriza por una singular vaguedad y por un defecto tan patente que recuerda a uno del segundo libro del Novum Organum12 o de cierto jugador de ajedrez bueno cuya atención ha sido llamada tan fuertemente sobre una parte del tablero que un peligro fatal, digamos, ha sido mantenido sobre el punto ciego de su retina mental. La manera en la que la corriente de pensamiento pasa de los bosques a la llanura abierta y vuelve de nuevo a los bosques, una y otra vez, traiciona todo el trabajo que se ha dedicado a este capítulo. El autor llama la atención sobre el examinar cuidadosamente nuestras facultades perceptivas y reflexivas. Pienso que yo mismo extraje de esa veta de pensamiento más o menos todo lo que era valioso con referencia a la regularidad de la naturaleza en el Popular Science Monthly de junio, 187813. Allí comenté que el grado en el que la naturaleza parece presentar una regularidad general depende del hecho de que las regularidades en ella son de interés e importancia para nosotros, mientras que las irregularidades carecen de uso práctico o significación; y en el mismo artículo me esforcé por mostrar que es imposible concebir el ser de la naturaleza de una forma marcadamente menos regular, tomándolo "en general", de lo que en realidad es. Pero confío en haber vuelto repetidamente a esa línea de pensamiento de que es legítimamente imposible deducir de cualquiera de esas consideraciones la irrealidad de la ley natural. "Como una pura sugerencia y nada más", hacia el final del capítulo, después de introducir todo el pretexto, el Dr. Pearson propone la idea de que una operación trascendental de la facultad perceptiva pueda rechazar totalmente una masa de sensación y arreglar el resto en el lugar y el tiempo, y que a esto puedan ser atribuibles las leyes en la naturaleza, -una noción por la que Kant en cierta época indudablemente se inclinó-. La mera emisión de tal teoría, después de que su argumento ha sido completamente expuesto, equivale casi a una confesión de fracaso al probar su proposición. Concediendo, a modo de exoneración, que tal teoría es inteligible y que es más que una yuxtaposición sin sentido de términos, lejos de ayudar en absoluto al argumento del profesor Pearson, su aceptación decidiría enseguida la cuestión en su contra, como notará inmediatamente todo estudiante de la Crítica de la razón pura. Ya que la teoría coloca la racionalidad en la naturaleza sobre una roca totalmente inexpugnable por ustedes, por mí o por cualquier grupo de hombres.

Aunque esa teoría es sólo expuesta problemáticamente por el profesor Pearson, aun así al comienzo mismo de su argumentación insiste en la relatividad de la regularidad de nuestras facultades, como si eso fuera de algún modo pertinente para la cuestión. "Nuestra ley de las mareas", dice, "podría no tener ningún significado para un gusano ciego de la costa, para el que la luna no existe"14. Así es; pero ¿esa perogrullada ayudaría de alguna forma a probar que la luna es un producto de la imaginación y no una realidad? Por el contrario, sólo ayudaría a mostrar que podría haber más cosas en el cielo y en la tierra de las que tu filosofía ha podido soñar15. Ahora bien, la luna, por un lado, y la ley de las mareas, por otro, se mantienen en posiciones relativas al comentario por completo análogas, que no puede ayudar a probar la irrealidad de una más que de la otra. Así pues, también, el golpe final decisivo de toda la argumentación consiste en insistir sustancialmente en la misma idea en la terrible forma de un silogismo, que el lector puede examinar en la sección 11. No comentaré nada sobre ello.

La argumentación del profesor Pearson se apoya en tres patas. La primera es el hecho de que tanto nuestra facultad perceptiva como la reflexiva rechazan una parte de lo que se presenta ante ellas y "separan" el resto. Sobre eso, señalo que nuestras mentes no son, ni pueden ser, con seguridad mendaces. Suponerlas así es entender mal lo que todos nosotros queremos decir con verdad y realidad. Nuestros ojos nos dicen que algunas cosas en la naturaleza son rojas y otras azules; y por tanto realmente son. Porque el mundo real es el mundo de las percepciones generalizadas insistentes. Es cierto que la mejor idea física que podemos actualmente adecuar al mundo real, no tiene nada más que ondas más largas y más cortas que corresponden al rojo y al azul. Pero esto es evidentemente debido a la circunstancia reconocida de que la teoría física está incompleta hasta el último grado, si no es, en alguna medida, errónea. Ya que con seguridad la teoría completa tendrá que dar cuenta del extraordinario contraste entre el rojo y el azul. En una palabra, es asunto de la teoría física dar cuenta de las percepciones; y sería absurdo acusar a las percepciones, -esto es, a los hechos-, de mendacidad porque no encajan con la teoría.

La segunda pata de la argumentación es que la mente proyecta sus impresiones elaboradas (worked-over) sobre un objeto, y después proyecta en ese objeto las comparaciones, etc., que son los resultados de su propio trabajo. Admito, por supuesto, que los errores y los engaños son fenómenos cotidianos, y que las alucinaciones no son raras. Tenemos precisamente tres medios a nuestro alcance para detectar cualquier irrealidad, esto es, falta de insistencia, en una noción. Primero, muchas ideas ceden de inmediato ante un esfuerzo directo de la voluntad. Podemos llamarlas fantasías. En segundo lugar, podemos llamar a otros testigos, incluidos nosotros mismos bajo nuevas condiciones. A veces la disputa dialéctica disipará un error. Al menos, puede ser rechazado por la mayoría tan aplastantemente como para convencer incluso a la persona a la que afecta. En tercer lugar, el último recurso es la predicción y la experimentación. Nótese que estas dos son partes igualmente esenciales de este método, que el profesor Pearson mantiene, -yo casi habría dicho asiduamente-, fuera de la vista en su discusión acerca de la racionalidad de la naturaleza. Sólo alude a ello cuando llega a su "pura sugerencia" trascendental. Nada resulta más notorio que el que este método de predicción y experimentación se haya probado la llave maestra de la ciencia; y todavía, en el capítulo IV16, el profesor Pearson trata de persuadirnos de que la predicción no es parte de la ciencia, que sólo debe describir impresiones de los sentidos. (Una impresión sensible no puede describirse). No dice que permitiría la generalización de los hechos. No debe hacerlo, ya que la generalización inevitablemente incluye predicción.

La tercera pata de la argumentación es que los seres humanos son tan parecidos que lo que un hombre percibe e infiere, probablemente otro hombre lo percibirá e inferirá. Esta es una debilidad reconocida del segundo de los métodos anteriores. No es suficiente de ninguna manera destruir ese método, pero junto con otros defectos ofrece un recurso para el tercer método imperativo. Cuando veo al doctor Pearson pasar sin darse cuenta por encima de la primera y la tercera de las tres únicas maneras posibles de distinguir si la racionalidad de la naturaleza es real o no, y ofrecer una débil excusa para revocar el veredicto de la segunda, de tal modo que su decisión parece brotar de una predilección anterior, no puedo recomendar su procedimiento de proporcionar tal ejemplar de lógica de la ciencia como uno que podría esperar encontrarse en una gramática de la ciencia.

En una isla desierta a un marinero ignorante se le ilumina la idea del paralelogramo de las fuerzas, y empieza a trabajar haciendo experimentos para ver si las acciones de los cuerpos se ajustan a esa fórmula. Encuentra que lo hacen invariablemente, en tanto puede observar, en muchas pruebas. Se pregunta por qué las cosas inanimadas deberían ajustarse así a una fórmula intelectual ampliamente general. Justo entonces, un discípulo del profesor Pearson desembarca en la isla y el marinero le pregunta qué piensa sobre eso. "Es muy simple", dice el discípulo, "verás que hiciste la fórmula y después la proyectaste sobre los fenómenos". Marinero: ¿Qué son los fenómenos? Pearsonista: Los movimientos de las piedras con los que has experimentado. Marinero: Pero no podría decir, sino hasta después, si las piedras han actuado de acuerdo con la regla o no. Pearsonista: Eso da lo mismo. Tú construiste la regla mirando a algunas piedras, y todas las piedras son semejantes. Marinero: Pero aquellas que utilicé eran muy diferentes, y quiero saber qué les hizo moverse siguiendo exactamente una regla. Pearsonista: Bueno, quizá tu mente no está en el tiempo, y por lo tanto tú hiciste que todas las cosas se comportaran siempre de la misma manera. ¡Ojo!, no digo que sea así; sino que puede ser. Marinero: ¿Es eso todo lo que sabes sobre ello? ¿Por qué no dices que las piedras están hechas para moverse como lo hacen por algo como mi mente?

Cuando el discípulo llega a casa, consulta al doctor Pearson. "¡Cómo!", dice el doctor Pearson, "no debes negar que en realidad los hechos están concatenados; sólo que no hay racionalidad sobre eso". "¡Madre mía!", dice el discípulo, "entonces realmente existe una concatenación que hace que todas las aceleraciones que integran todos los cuerpos se dispersaran a través del espacio conforme a la fórmula que Newton, o Lami, o Varignon inventó?" "Bueno, la fórmula es un ingenio de uno de esos hombres, y se conforma a los hechos". "¿A los hechos que su inventor conocía, y también a aquellos que sólo predijo?" "En cuanto a la predicción, no es un asunto científico". "Aun así, la predicción y los hechos precedidos coinciden". "Sí". "Entonces", dice el discípulo, "me parece que hay de verdad en la naturaleza algo extremadamente parecido a una acción en conformidad con un principio intelectual muy general". "Tal vez sí", supongo que diría el doctor Pearson, "pero nada parecido en lo más mínimo a la racionalidad". "¡Oh!", dice el discípulo, "pensaba que la racionalidad era la conformidad a un principio ampliamente general".


Traducción de Carmen Ruiz



Notas

* (N. del T.). Traducido de la versión inglesa en: The Essential Peirce. Selected Philosophical Writings. Vol. I, N. Houser y C. Kloesel (eds.), Bloomington: Indiana University Press, 1992, pp. 57-66.

1. Karl Pearson (1857-1936), científico y filósofo de la ciencia británico, profesor de geometría, matemáticas aplicadas y mecánica (en su mayor parte en el University College, Londres). Amigo de Francis Galton, aplicó la estadística a problemas biológicos y fue uno de los fundadores de la teoría estadística moderna y de la biometría. Nombrado para la cátedra de eugenesia en 1911, durante un tiempo fue el editor de Annals of Eugenics. Su principal obra filosófica se contiene en The Ethic of Freethought, a Selection of Essays and Lectures (London: T. F. Unwin, 1888) y en The Grammar of Science (aquí se reseña la segunda edición; London: Adams and Charles Black, 1900). De la última obra, Peirce también hizo una recensión de la primera edición (London: Walter Scott, 1892) para The Nation en julio de 1892 (CN 1:160-61). Peirce consideró a Pearson como un defensor del nominalismo contemporáneo.

2. Multiplicamini: del mandamiento bíblico a la humanidad de sed fértiles y "multiplicaos" (Génesis 1: 28).

3. The Grammar of Science, cap. 1, sec. 3.

4. "El Dr. Karl Pearson... declara que la única excusa válida para el estímulo de la actividad científica yace en su tendencia a mantener 'la estabilidad de la sociedad'. Esta es verdaderamente una frase británica, que significa la Cámara de los Lores y derechos conferidos y todo eso" (reseña de Peirce de Clark University, 1889-1899: Decennial Celebration, publicada en Science, nuevas series 11 (20 de abril de 1900): 620).

5. Esta idea de la mente reflejando o reproduciendo el cosmos es uno de los principios fundamentales de la filosofía de Peirce. Véase por ejemplo MS 900, "La lógica de las Matemáticas", donde Peirce dice: "bajo la tercera cláusula, tenemos, como una deducción del principio de que el pensamiento es un espejo del ser, la ley de que el fin del ser y la realidad más elevada es la imitación viva de la idea que la evolución genera" (CP 1.487, c.1896). Esto recuerda el uso que hace Peirce de la frase shakesperiana "hombre de esencia cristalina", que Richard Rorty presenta para romperla en pedazos en su Philosophy and the Mirror of Nature (Princeton University Press, 1979).

6. Véase también la clasificación de Peirce de "los motivos por los que un hombre puede actuar" en MS 1434:21-28.

7. Josiah Royce, The World and the Individual, Gifford Lectures Delivered before the University of Aberdeen. First Series: The Four Historical Conceptions of Being (New York, Macmillan, 1899). La recensión de Peirce de las primeras series apareció en The Nation 70 (5 de abril de 1900): 267; véase CP 8.100-116 y CN 2:239-41.

8. Leslie Stephen (1832-1904), crítico inglés, biógrafo y editor del Dictionary of National Biography. Peirce se refiere al libro de Stephen Science of Ethics (1882).

9. En MS 641:17 (6 de noviembre de 1909), Peirce explicó esta frase así: "Quiero decir con esta expresión que algo en mi consciencia me hace virtualmente consciente de que no podría directamente querer abatir la apariencia".

10. Comentando este pasaje (que empieza por "Veo un tintero") en 1909, Peirce escribió (MS 641:18-19, "Significs and Logic", 6 Nov. 1909): "De este modo, los Signos de la Realidad de una apariencia son, primero, su Insistencia (la Viveza de cuyo Signo es a su vez un Signo), segundo, su igualdad ante todos los testigos, excepto por diferencias que no son sino corroboradoras, y tercero, sus reacciones físicas; y la Realidad es aquello hacia lo que estos Signos se dirigen probándola de tal modo que nosotros sólo tenemos que preguntar lo que prueban, y la respuesta a esa cuestión será la Definición de una Percepción. Lo que prueban tan completamente como cualquier Hecho Real puede probarse, es que las Percepciones genuinas representan, tanto en sus cualidades como en sus ocasiones, Hechos que se refieren a la Materia como independiente de ellos mismos, las Percepciones".

11. El capítulo 3 del libro de Pearson se titula "La ley científica".

12. Francis Bacon (1561-1626), Novum Organum (1620).

13. "El orden de la naturaleza", en Popular Science Monthly 13 (junio 1878): 208. EP 1: 175-76, W 3: 311-12.

14. The Grammar of Science, cap.3, sec.3.

15. Hamlet, acto 1, escena 5.

16. El capítulo 4 del libro de Pearson se titula "Causa y efecto-Probabilidad".



Fin de "La Gramática de la ciencia de Pearson", C. S. Peirce (1901). Traducción castellana de Carmen Ruiz. "Pearson's Grammar of Science" corresponde a EP 2. 57-66.

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Fecha del documento: 22 junio 2001
Ultima actualización: 9 de enero 2011

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