CÓMO ESCLARECER NUESTRAS IDEAS1


Charles S. Peirce (1878)

Traducción castellana y notas de José Vericat (1988)*






I. Claridad y distintividad

1. Cualquiera que haya hojeado un moderno tratado común de lógica2 recordará, sin duda, la doble distinción entre concepciones claras y oscuras, y entre distintas y confusas. Durante cerca de dos siglos ha reposado en los libros, sin modificación ni perfeccionamiento alguno, y ha sido considerada, en general, por los lógicos como una de las perlas de sus doctrinas.

2. Una idea clara se define como aquella captada de manera tal que se la reconoce dondequiera que uno la encuentra, sin que se la confunda con ninguna otra. Se dice que es oscura si no alcanza esta claridad.

Es éste, más bien, un bonito retazo de terminología filosófica; con todo, dado que lo que se está definiendo es claridad, hubiese deseado que los lógicos hubiesen dado una definición un poco más llana. No poder nunca dejar de reconocer una idea, no pudiendo confundirla bajo ninguna circunstancia con ninguna otra, por más que pueda presentarse bajo una forma recóndita, implicaría, ciertamente, una tal prodigiosa fuerza y claridad de pensamiento de aquellas que raramente se dan en este mundo. Por otra parte, difícilmente parece merecer el nombre de claridad de aprehensión el mero llegar a estar familiarizado con la idea, reconociéndola sin vacilar en los casos habituales, ya que, después de todo, no pasa ello de ser un sentimiento subjetivo de habilidad que puede ser totalmente erróneo. Supongo, sin embargo, que cuando los lógicos hablan de "claridad" lo que significan no es más que una tal familiaridad con una idea, ya que consideran de tan poco mérito esta cualidad que necesita complementarse con otra que llaman distintividad.

3. Una idea distinta se define como aquella que no contiene nada que no esté claro. Esto es lenguaje técnico; los lógicos entienden por contenidos de una idea todo aquello que está contenido en su definición. De manera que, según ellos, captamos una idea de modo distinto cuando podemos dar una definición precisa de la misma en términos abstractos. Los lógicos profesionales dejan el tema aquí; y no me permitiría molestar al lector con lo que ellos tienen que decir, de no constituir esto un patente ejemplo de amodorramiento de la actividad intelectual durante un larguísimo tiempo, en el que desconsiderando negligentemente la ingeniería del pensamiento moderno, nunca soñaron siquiera en aplicar sus enseñanzas al perfeccionamiento de la lógica. Es fácil mostrar que la idea de que la perfección de aprehensión reside en la familiaridad y en la distintividad abstracta es algo que tiene su auténtico lugar en filosofías extinguidas ya hace mucho tiempo; y que es el momento, ahora, de formular el método de alcanzar una claridad más perfecta del pensamiento, tal como lo vemos y admiramos en los pensadores de nuestro tiempo.

4. Cuando Descartes emprende la reconstrucción de la filosofía, su primer paso es el de permitir (teoréticamente) el escepticismo, descartando la práctica de los escolásticos de considerar la autoridad como la fuente última de verdad. Hecho esto, busca una fuente natural de los verdaderos principios, y piensa haberla encontrado en la mente humana; pasando así del modo más directo, tal como expuse en mi primer artículo3, del método de la autoridad al del apriorismo. La autoconciencia tenía que proveernos de nuestras verdades fundamentales, decidiendo a la vez lo que era agradable a la razón. Pero, evidentemente, dado que no todas las ideas son verdaderas, se percató de que la primera condición de la infalibilidad es la de que tienen que ser claras. No llegó sin embargo a caer en la cuenta de la diferencia entre una idea que parece clara y la que realmente lo es. Confiando como confiaba en la introspección, incluso en lo que respecta al conocimiento de las cosas externas, ¿por qué iba a cuestionar su testimonio en lo que respecta a los contenidos de nuestras propias mentes? Pero supongo que fue entonces, al ver que hombres que parecían ser completamente claros y positivos mantenían, con todo, opiniones contrapuestas en relación a principios fundamentales, cuando se vio obligado a afirmar que la claridad de ideas no bastaba, sino que éstas necesitaban ser también distintas, es decir, no tener nada que no estuviese claro sobre las mismas. Lo que probablemente quería decir con ello (ya que no se explicó con precisión) es que las ideas tenían que superar la prueba del examen dialéctico; que, ellas, no sólo tienen que parecer claras de partida, sino que la discusión no ha de poder alumbrar puntos de oscuridad en relación a las mismas.

5. Esta fue la distinción de Descartes, que, como se ve, estaba a la altura de su filosofía. Leibniz, de alguna manera, la desarrolló. Este enorme y singular genio fue tan notable por lo que vio como por lo que dejó de ver. Una idea perfectamente clara para él era la de que un mecanismo no podía funcionar de manera perpetua sin estar alimentado de alguna forma de energía; con todo, no entendió que la maquinaria de la mente, sólo puede transformar pero nunca originar conocimiento a menos que se la alimente con los hechos de la observación. Se le escapó así el punto más esencial de la filosofía cartesiana, a saber, que el aceptar proposiciones que nos parecen perfectamente evidentes es algo que, sea o no lógico, no podemos dejar de hacer. En lugar de considerar así la cuestión, lo que intenta es reducir los primeros principios de la ciencia a dos clases, la de los que no pueden negarse sin autocontradicción, y la de los que se derivan del principio de razón suficiente (sobre el que hablaremos más tarde), sin percatarse aparentemente de la gran diferencia entre su posición y la de Descartes4. De ahí que recayese en las viejas trivialidades5 de la lógica, y, sobre todo, que las definiciones abstractas pasasen a ocupar un importante papel en su filosofía. Era completamente natural, por lo tanto, que, al observar que el método de Descartes operaba bajo la dificultad de que puede que nosotros suframos la impresión de tener aprehensiones claras de ideas, que, en verdad, son muy borrosas, no se le ocurriese otro remedio mejor que el de exigir una definición abstracta para todo término importante. En consecuencia, al adoptar la distinción de nociones claras y distintas6, describía esta última cualidad como la aprehensión clara de todo lo contenido en la definición; desde entonces los libros han reproducido continuamente sus palabras7. No hay peligro alguno de que su quimérico esquema se sobrevalore de nuevo alguna vez. Nunca se puede aprender nada nuevo analizando definiciones. Con todo, mediante este procedimiento podemos poner en orden nuestras creencias existentes, y el orden es un elemento esencial de toda economía intelectual como de cualquier otra. Puede aceptarse, por tanto, que los libros tienen razón al hacer de la familiaridad con una noción el primer paso hacia la claridad de aprehensión, y, del definirla, el segundo.

Pero al omitir toda mención a una perspicuidad más elevada del pensamiento, simplemente reflejan una filosofía desintegrada hace ya unos cien años. Aquel tan admirado "ornamento de la lógica" -la doctrina de la claridad y la distintividad- puede ser algo bastante bonito, pero ya es hora de relegar esta antigua bijou a nuestra vitrina de objetos curiosos, y de revestirnos de algo más apto a los usos modernos.

6.8 La auténtica primera lección que tenemos derecho a pedir que nos enseñe la lógica es la de cómo esclarecer nuestras ideas. Es una de las más importantes, sólo despreciada por aquellas mentes que más la necesitan. Saber lo que pensamos, dominar nuestra propia significación, es lo que constituye el fundamento sólido de todo pensamiento grande e importante. Lo aprenden mucho más fácilmente los de ideas parcas y limitadas; siendo éstos mucho más felices que los que inútilmente se regodean en una suntuosa ciénaga de conceptos. Una nación, es verdad, puede superar a lo largo de generaciones las desventajas de una riqueza excesiva de lenguaje y de su concomitante natural, una vasta e insondable profundidad de ideas. La podemos encontrar en la historia, perfeccionando lentamente sus formas literarias, desprendiéndose por fin de su metafísica, y alcanzando un nivel excelente en todos los ámbitos de la vida mental, gracias a una infatigable paciencia que con frecuencia es una compensación. No ha girado aún la página de la historia que nos diga si un tal pueblo prevalecerá o no, a la larga, sobre aquel otro cuyas ideas (al igual que las palabras de su lenguaje) son pocas, pero las domina maravillosamente. Sin embargo, es incuestionable que, para un individuo, es de mucho más valor tener pocas ideas pero claras, que muchas y confusas. Difícilmente se puede persuadir a un joven para que sacrifique la mayor parte de sus pensamientos con vistas a salvar el resto; una cabeza embrollada es de lo menos apto para ver la necesidad de un tal sacrificio. Lo normal es que podamos sólo compadecernos de él como de una persona con un defecto congénito. El tiempo le ayudará; pero la madurez intelectual respecto de la claridad más bien tiende a llegar tarde. Da la impresión de ser esto una organización desafortunada de la naturaleza, tanto más cuanto que la claridad tiene una menor utilidad para el hombre con una vida ya hecha, cuyos errores han tenido ya en gran medida sus consecuencias, que para el que tiene todo el camino por delante. Es terrible ver como una sola idea confusa, una sola fórmula sin significación, oculta en la cabeza de un joven, actúa, a veces, como la obstrucción de una arteria por materia inerte, impidiendo el riego cerebral y condenando a su víctima a perecer en la plenitud de su vigor intelectual y en medio de la abundancia intelectual. Hay muchos hombres que durante años han acariciado como su afición favorita la vaga sombra de una idea, demasiado insignificante como para ser positivamente falsa, y que, sin embargo, la han amado apasionadamente, la han hecho su compañera día y noche, y, entregándole energía y vida, han abandonado en aras de ella todas sus otras ocupaciones, viviendo en suma con ella y para ella, hasta transformarse en carne de su carne y sangre de su sangre9; y que, de repente, despiertan una brillante mañana y encuentran que se ha ido, que se ha evaporado limpiamente, como la bella Melusina de la fábula, y con ella la esencia de su vida. Yo mismo he conocido a un tal hombre, ¿y quién puede decir cuántas historias de círculos cuadrados, de metafísicos, de astrólogos, y quién sabe qué, pueden expresarse en esta vieja historia germana [¡francesa!]?10

II. La máxima pragmática

7. Los principios expuestos en la primera parte de este ensayo llevan directamente a un método de obtener una claridad de pensamiento de grado mucho más elevado que la "distintividad" de los lógicos. Se hizo observar ahí que la irritación de la duda excita la acción del pensamiento, que cesa cuando se alcanza la creencia; de modo que la sola función del pensamiento es la producción de la creencia. Todas estas palabras son, sin embargo, demasiado altisonantes para mi propósito. Es como si describiese los fenómenos tal como aparecen bajo un microscopio mental. Duda y creencia, tal como comúnmente se emplean estas palabras, se refieren a discursos religiosos, o a otros de tipo serio. Pero yo las utilizo aquí para designar el inicio de cualquier cuestión, y su resolución, con independencia de la importancia que tenga. Si, por ejemplo, yendo en un coche de caballos, saco el monedero y me encuentro con una moneda de níquel de cinco centavos y con cinco monedas de cobre de un centavo, mientras mi mano se desliza en el monedero voy decidiendo cómo pagaré el trayecto. Calificar de duda esta cuestión y de creencia mi decisión es, ciertamente, utilizar palabras muy desproporcionadas a la ocasión. Decir que esta duda causa una irritación que necesita aplacarse sugiere una inseguridad de talante hasta la demencia. Con todo, si observamos con detenimiento la cuestión, habrá que admitir que, aun cuando irritación sea una palabra demasiado fuerte, lo cierto es que si tengo la menor vacilación respecto a si pagaré con las cinco monedas de cobre o con la de níquel (como ciertamente será así, a menos que actúe por un hábito previamente contraído al respecto) es que me encuentro estimulado a esta pequeña actividad mental en lo necesario para decidir cómo actuar. Lo más frecuente es que las dudas surjan por una indecisión, por momentánea que sea, en nuestra acción. Algunas veces no es así. Tengo que esperar, por ejemplo, en una estación de tren, y para pasar el tiempo me dedico a leer los anuncios de las paredes. Comparo las ventajas de diferentes trenes y diferentes rutas, que, por lo demás, nunca pienso tomar, imaginándome meramente en un estado de indecisión por aburrimiento de no tener nada que me preocupe. La supuesta indecisión, sea por mero divertimento, sea por algún sublime propósito, juega un importante papel en la producción de la indagación científica. Con independencia de lo que sea lo que da lugar a la duda, lo cierto es que estimula la mente a una actividad que puede ser ligera o enérgica, tranquila o turbulenta. Las imágenes pasan con rapidez por la consciencia, en un incesante fundirse las unas en las otras, hasta que, por fin, cuando todo ha pasado ya -sea en una fracción de segundo, en una hora, o después de años-, nos encontramos decididos respecto a cómo actuar bajo circunstancias tales como las que provocaron nuestra vacilación. En otras palabras, hemos alcanzado la creencia.

8. Observamos en este proceso dos tipos de elementos de la consciencia, cuya diferencia entre ambos puede esclarecerse de modo óptimo mediante una ilustración. En una pieza musical están las notas separadas y está el aire. Un tono único puede prolongarse durante una hora o durante un día, existiendo con la misma perfección en cada segundo, o en el conjunto total del tiempo; con lo que mientras está sonando puede estar presente a un sentido, del que todo lo pasado está tan completamente ausente como el mismo futuro. Pero con el aire es diferente, ya que la ejecución del mismo ocupa un cierto tiempo, durante el cual sólo pueden tocarse partes de aquél. El aire consiste en un orden en la sucesión de los sonidos, que impresionan al oído a lo largo de momentos distintos, y, para percibirlo, tiene que haber una cierta continuidad de la consciencia que nos haga presentes los acontecimientos de un lapso de tiempo. Ciertamente, sólo oímos el aire oyendo las notas separadas; con todo, no se nos puede decir que lo oímos directamente, ya que sólo oímos lo que está presente en cada instante, y una sucesión ordenada de sonidos no puede existir en un instante. Estos dos tipos de objetos, aquellos de los que somos inmediatamente conscientes y aquellos de los que lo somos mediatamente, se encuentran en toda consciencia, Algunos elementos (las sensaciones) están completamente presentes en cada instante en tanto duran, mientras que otros (como el pensamiento) son acciones que tienen principio, mitad y fin, y que consisten en una congruencia en la sucesión de las sensaciones que fluyen por la mente. No pueden sernos presentes de modo inmediato, sino que tienen que abarcar una cierta parte del pasado o del futuro. El pensamiento es un hilo melódico que recorre la sucesión de nuestras sensaciones.

9. Podemos añadir que al igual que una pieza musical puede escribirse por partes, cada una de las cuales tiene su propio aire, así también diversos sistemas de relación de la sucesión subsisten juntos entre las mismas sensaciones. Estos diferentes sistemas se distinguen por tener motivos, ideas y funciones diferentes. El pensamiento es sólo un sistema de éstos, pues su solo motivo, idea y función, es producir creencia, y todo lo no referente a este propósito pertenece a algún otro sistema de relaciones. La acción de pensar puede tener incidentalmente otros resultados; puede servir, por ejemplo, para divertirnos, y no es raro, entre los dilettanti, encontrar algunos que han pervertido tanto el pensamiento a efectos del placer que, para ellos, parece constituir una vejación pensar que las cuestiones sobre las que disfrutan ejercitándose puedan llegar alguna vez a quedar zanjadas; y de ahí que reciban con un mal disimulado disgusto un descubrimiento positivo que sustraiga un tema favorito a la arena del debate literario. Esta disposición es la auténtica corrupción del pensamiento. Pero, si bien se puede libremente trastocar el alma y significación del pensamiento abstrayéndolo de todos los demás elementos que lo acompañan, con todo no puede nunca hacerse que se dirija hacia otra cosa que no sea la producción de la creencia. El único motivo posible del pensamiento en acción es el de alcanzar el pensamiento en reposo y todo lo que no se refiera a la creencia no es parte del pensamiento mismo..

10. ¿Y qué es, pues, la creencia? Es la semicadencia que cierra una frase musical en la sinfonía de nuestra vida intelectual. Hemos visto que tiene justamente tres propiedades: primero, es algo de lo que nos percatamos; segundo, apacigua la irritación de la duda, y, tercero, involucra el asentamiento de una regla de acción en nuestra naturaleza, o dicho brevemente, de un hábito. Al apaciguar la irritación de la duda, que es el motivo del pensar, el pensamiento se relaja, reposando por un momento, una vez alcanzada la creencia. Pero dado que la creencia es una regla para la acción, cuya aplicación implica más duda y más pensamiento, a la vez que constituye un lugar de parada es también un lugar de partida para el pensamiento. Por ello, me he permitido llamarlo pensamiento en reposo, aun cuando el pensamiento sea esencialmente una acción. El producto final del pensar es el ejercicio de la volición, de la que el pensamiento ya no forma parte; pero la creencia es sólo un estadio de la acción mental, un efecto sobre nuestra naturaleza debido al pensamiento, y que influirá en el futuro pensar.

11. La esencia de la creencia es el asentamiento de un hábito; y las diferentes creencias se distinguen por los diferentes modos de la acción a la que dan lugar. Si las creencias no difieren a este respecto, si apaciguan la misma duda produciendo la misma regla de acción, entonces las meras diferencias en el modo de las consciencias de ellas no pueden constituirlas en diferentes creencias, del mismo modo que tocar un tono en diferentes claves no es tocar tonos diferentes. Con frecuencia se establecen distinciones imaginarias entre creencias que difieren sólo en sus modos de expresión (la controversia a la que da lugar es, sin embargo, bastante real). Creer que unos objetos están ordenados como en la figura 1, y creer que lo están como en la figura 2, son la misma y única creencia; con todo, es concebible que alguien afirme la una y niegue la otra. Tales falsas distinciones hacen tanto daño como confundir creencias realmente diferentes, constituyendo una de las trampas de la que debemos constantemente prevenirnos, y especialmente cuando nos movemos en terreno metafísico. Un engaño específico de este tipo, que se da con frecuencia, es el de confundir la sensación producida por nuestra propia oscuridad de pensamiento con una característica del objeto en el estamos pensando. En lugar de percibir que la oscuridad es puramente subjetiva, nos figuramos contemplar una cualidad del objeto que es esencialmente misteriosa; y, debido a la ausencia del sentimiento de ininteligibilidad, si nuestro concepto se nos presenta después de forma clara no lo reconocemos como el mismo. En tanto en cuanto persiste este engaño, constituye una barrera insuperable en el camino del pensamiento diáfano; de manera que los oponentes del pensamiento racional están por igual interesados en perpetuarlo, como sus adherentes en evitarlo.

FIGURAS 1 y 2

Figuras 1 y 2

12. Otro engaño de este tipo es el confundir una mera diferencia en la construcción gramatical de dos palabras por una distinción entre las ideas que expresan. Este error es muy común en esta pedante época en la que la turba general de escritores presta tanta más atención a las palabras que a las cosas. Cuando hace un momento dije que el pensamiento es una acción, y que consiste en una relación, si bien una persona ejecuta una acción pero no una relación, que sólo puede ser el resultado de una acción, con todo no había en lo dicho inconsistencia alguna, sino sólo una vaguedad gramatical.

13. Nos libraremos enteramente de todos estos sofismas en la medida en que reflexionemos en que toda la función del pensamiento es la de producir hábitos de acción; y en que todo lo que está conectado con un pensamiento, pero que es irrelevante a su propósito, es una acrecencia pero no una parte del mismo. Si hay entre nuestras sensaciones una unidad que no contiene referencia alguna a cómo actuaremos en una ocasión dada, tal como cuando escuchamos una pieza de música, ¿por qué no llamamos a esto pensar? Para desarrollar su significación tenemos simplemente que determinar, por tanto, qué hábitos involucra. Ahora bien, la identidad de un hábito depende de cómo puede llevarnos a actuar, no meramente bajo las circunstancias que probablemente se darán, sino bajo las que posiblemente puedan darse con independencia de lo improbables que puedan ser11. Lo que el hábito es depende de cuándo y cómo nos mueve a actuar. Por lo que respecta al cuándo, todo estímulo a la acción se deriva de la percepción; por lo que respecta al cómo, todo propósito de la acción es el de producir un cierto resultado sensible. Llegamos, así, a lo tangible y concebiblemente práctico como raíz de toda distinción real del pensamiento, con independencia de lo sutil que pueda ser; y no hay ninguna distinción de significación tan afinada que no consista en otra cosa que en una posible diferencia de la práctica.

14. Para ver adónde nos lleva este principio, consideremos a la luz del mismo una doctrina como la de la transubstanciación. Las iglesias protestantes mantienen, en general, que los elementos del sacramento son carne y sangre sólo en un sentido figurado; nutren nuestras almas como la carne y su jugo lo hacen con nuestros cuerpos. Pero los católicos mantienen que son literalmente justo carne y sangre, aun cuando posean todas las cualidades sensibles de las obleas y del vino diluido. Pero del vino no podemos tener otra concepción que la que puede formar parte de una creencia, o bien

1. Que esto, aquello, o lo otro, es vino; o bien

2. Que el vino posee ciertas cualidades.

Tales creencias no son más que autoindicaciones de que, dada la ocasión, deberíamos actuar respecto de tales cosas que creemos son vino de acuerdo a las cualidades que creemos posee el vino. La ocasión de tal acción sería una cierta percepción sensible, su motivo producir un cierto resultado sensible. Nuestra acción se refiere, así, exclusivamente a lo que afecta a los sentidos, nuestro hábito tiene la misma relación que nuestra acción, nuestra creencia la misma que nuestro hábito, nuestra concepción la misma que nuestra creencia; y, en consecuencia, no podemos significar por vino otra cosa que lo que, directa o indirectamente, tiene ciertos efectos sobre nuestros sentidos; resultando una jerga sin sentido hablar de algo como si tuviera todas las características sensibles del vino, pero que en realidad es sangre. Ahora bien, mi objeto no es penetrar en el problema teológico; lo he usado como un ejemplo lógico, y lo dejo estar ahora, sin preocuparme en anticipar la réplica de los teólogos. Sólo deseo poner de relieve lo imposible que resulta tener en nuestras mentes una idea que no se refiera a otra cosa que a los efectos sensibles que concebimos de las cosas. Nuestra idea de algo es nuestra idea de sus efectos sensibles; y si nos figuramos tener alguna otra nos engañamos, y confundimos una mera sensación que acompaña al pensamiento con una parte del pensamiento mismo. Es absurdo decir que el pensamiento tiene alguna significación que no esté relacionada con su única función. Es una locura que los católicos y los protestantes se imaginen estar en desacuerdo sobre los elementos del sacramento, si ahora y en el futuro están de acuerdo en relación a todos sus efectos sensibles.

15. Parece por tanto que la regla para alcanzar el tercer grado de claridad de aprehensión es como sigue: Consideremos qué efectos, que puedan tener concebiblemente repercusiones prácticas, concebimos que tenga el objeto de nuestra concepción. Nuestra concepción de estos efectos es la totalidad de nuestra concepción del objeto12,13,14.

III. Algunas aplicaciones de la máxima pragmática

16. Ilustremos esta regla con algunos ejemplos. Y, para empezar con el más simple de todos, preguntemos qué es lo que significamos al decir que una cosa es dura. Evidentemente, que no puede ser rayada por muchas otras sustancias. Todo el concepto de esta cualidad, como de cualquier otra, reside en sus efectos concebidos. No hay en absoluto ninguna diferencia entre una cosa dura y una suave, en tanto en cuanto no se someta a prueba. Supongamos, pues, que un diamante pudiera cristalizar en medio de un almohadón de algodón suave, permaneciendo ahí hasta consumirse por fin del todo. ¿Sería falso decir que el diamante era suave? La cuestión parece un tanto estúpida, y lo sería, de hecho, menos en el reino de la lógica. Ahí, con frecuencia, estas cuestiones son de la mayor utilidad, ya que sirven para situar los principios de la lógica en un contexto más definido de lo que podría conseguirse con discusiones reales. Al estudiar lógica no tenemos que desecharlas con respuestas apresuradas, sino considerarlas atentamente con objeto de poner de relieve los principios implicados en las mismas. En el presente caso podernos modificar nuestra cuestión y preguntar qué es lo que nos impide afirmar que todos los cuerpos duros son perfectamente suaves hasta que los tocamos, incrementándose entonces su dureza con la presión hasta que los rayamos. La reflexión mostrará que la respuesta es ésta: no habría falsedad alguna al hablar así. Habría una modificación de nuestro uso actual del lenguaje respecto de las palabras duro y suave, pero no de sus significados. Pues ello no representa en absoluto que una hecho sea diferente de lo que es; sino que lo único que implica son ordenamientos extremadamente torpes de los hechos. Esto nos lleva a observar que la pregunta sobre lo que ocurriría bajo circunstancias que no son las actuales no es una cuestión de hecho, sino sólo de ordenamiento más diáfano de los mismos. Por ejemplo, la cuestión del libre albedrío y del destino, en su forma más simple, despojada de toda verborrea, viene a ser algo así: "He hecho algo de lo que me avergüenzo, ¿podría yo haber resistido a la tentación y haber actuado de otra manera mediante un esfuerzo de la voluntad?". La respuesta filosófica es que esta no es una cuestión de hecho, sino sólo de ordenamiento de los hechos. Si los ordenamos de manera tal que se ponga de manifiesto lo específicamente pertinente a mi cuestión -a saber, que debo culparme a mí mismo por haber actuado mal- resulta perfectamente cierto afirmar que de haber querido actuar de manera distinta a como lo hice lo hubiese hecho. Por otra parte, si los ordenamos de manera tal que se ponga de manifiesto alguna otra consideración importante, resulta igualmente cierto que si se ha permitido que una tentación actúe ya una vez, si tiene una cierta fuerza producirá su efecto por mucho que yo me oponga. No se puede plantear objeción alguna a una contradicción en aquello que resulte de un supuesto falso. La reductio ad absurdum consiste en mostrar que de una hipótesis que, consiguientemente, se juzga como falsa se seguirían resultados contradictorios. Hay muchas cuestiones involucradas en la disputa del libre albedrío, y estoy muy lejos de pretender afirmar que ambos lados sean correctos por igual. Al contrario, soy de la opinión que un lado niega hechos importantes, y que el otro no. Pero lo que digo es que la simple cuestión anterior ha sido el origen de toda la duda; que de no haber sido por esta cuestión nunca se hubiese planteado la controversia; y que esta cuestión se resuelve perfectamente de la manera que he indicado.

Busquemos a continuación una idea clara de peso. Este es otro caso muy simple. Decir que un cuerpo es pesado significa simplemente que caerá en ausencia de una fuerza opuesta. Este (dejando al margen ciertas especificaciones de cómo caerá, etc., que existen en la mente del físico que utiliza la palabra) evidentemente es todo el concepto de peso. Es una cuestión correcta la de si algunos hechos específicos pueden no explicar la gravedad; pero lo que significamos por la fuerza misma se encuentra implicado por completo en sus efectos.

17. Esto nos lleva a emprender una explicación de la idea de fuerza en general. Este es el gran concepto, que surgido a principios del siglo XVII a partir de la ruda idea de causa y que, perfeccionándose constantemente desde entonces, nos ha mostrado cómo explicar todos los cambios de movimiento que experimentan los cuerpos, y cómo pensar sobre los fenómenos físicos; que ha dado nacimiento a la ciencia moderna, y ha cambiado la faz de la tierra; y que, aparte de sus usos más específicos, ha jugado un papel fundamental en la conducción del curso del pensamiento moderno, y en promover el moderno desarrollo social. Vale la pena, por tanto, tomarse cierta molestia en comprenderlo. Siguiendo nuestra regla, tenemos que empezar preguntando cuál es el uso inmediato de pensar sobre la fuerza; y la respuesta es que así explicamos los cambios de movimiento. Si los cuerpos se abandonasen a sí mismos, sin la intervención de fuerzas, cada movimiento continuaría invariable, tanto en velocidad como en dirección. Además, el cambio de movimiento nunca tiene lugar de forma abrupta; si cambia su dirección, siempre lo hace mediante una curva sin ángulos; si altera su velocidad, siempre lo hace gradualmente. Los geómetras conciben los cambios graduales que tienen lugar constantemente como resultantes de acuerdo a las reglas del paralelogramo de fuerzas. Si el lector no sabe ya qué es esto, creo que le vendrá bien procurar seguir la explicación siguiente; pero si las matemáticas le resultan insoportables, mejor es que se salte tres párrafos que perder aquí su compañía.

FIGURAS 3 y 4

Figuras 3 y 4

Un sendero es una línea en la que se diferencian el principio y el final. Dos senderos se consideran equivalentes, cuando empezando en el mismo punto llevan al mismo punto. Los dos senderos A B C D E y A F G H E son así equivalentes. Senderos que no empiezan en el mismo punto se consideran equivalentes, supuesto que al mover uno de los dos sin girarlo, sino manteniéndolo siempre paralelo a su posición original, si su comienzo coincide con el del otro sendero el final también coincide. Se consideran sumados, geométricamente, cuando uno empieza donde el otro termina; así, el sendero A E se concibe como la suma de A B, B C, C D y D E. En el paralelogramo de la figura 4 la diagonal A C es la suma de A B y B C; pues, dado que A D es geométricamente equivalente a B C, A C es la suma geométrica de A B y A D. Todo esto es puramente convencional. Es tanto como decir esto: que decidimos llamar senderos a los que tienen, iguales o sumadas, las relaciones que hemos descrito. Pero aunque es una convención, lo es con una buena razón. La regla de la suma geométrica puede aplicarse no sólo a senderos, sino a cualquier otra cosa que pueda representarse mediante senderos. Es decir, como un sendero está determinado por la dirección y distancia variable del punto que, desde el punto de partida, se mueve a lo largo del mismo, se sigue que cualquier cosa que está determinada desde su comienzo hasta su final por una dirección y una magnitud variable es susceptible de representarse por una línea. Consiguientemente, las velocidades pueden representarse por líneas, pues sólo tienen direcciones y cantidades. Lo mismo es cierto de las aceleraciones, o cambios de velocidad. Es bastante evidente para el caso de las velocidades; y se hace evidente para las aceleraciones, si consideramos que lo que precisamente son las velocidades respecto de las posiciones -a saber, estados de cambio de las mismas- lo son las aceleraciones respecto de las velocidades.

El llamado "paralelogramo de fuerzas" es simplemente una regla para componer aceleraciones. La regla consiste en representar aceleraciones mediante senderos, y sumar entonces geométricamente los senderos. Los geómetras, sin embargo, no sólo se valen de los "paralelogramos de fuerza" para componer aceleraciones diferentes, sino también para resolver una aceleración en una suma de varias. Sea A B (fig. 5) el sendero que representa una cierta aceleración, digamos, un cambio tal en el movimiento de un cuerpo que, después de un segundo, bajo efectos de este cambio, dicho cuerpo se encontrará en una posición diferente de la que hubiese tenido de haber continuado invariable su movimiento, de manera tal que un sendero equivalente a A B le llevaría de la última posición a la anterior. Esta aceleración puede considerarse como la suma de las aceleraciones representadas por A C y C B. Puede considerarse también como la suma de las muy diferentes aceleraciones representadas por A D y D B, donde A D es casi lo opuesto de A C. Es evidente que hay una inmensa variedad de modos mediante los que A B puede resolverse en la suma de dos aceleraciones.

FIGURA 5

Figura 5

Después de esta tediosa explicación, que, a la vista del extraordinario interés del concepto de fuerza, espero que no haya acabado con la paciencia del lector, estamos por fin preparados para enunciar el importante hecho que este concepto encarna. Este hecho es, que si cada uno de los actuales cambios de movimiento que experimentan las diferentes partículas de los cuerpos se resuelven de modo adecuado, cada aceleración componente es precisamente aquella que viene prescrita por una cierta ley de la naturaleza, según la cual, los cuerpos, en las posiciones relativas que los mismos en cuestión tienen de hecho en este momento15, reciben siempre ciertas aceleraciones que, al componerse por suma geométrica, dan la aceleración que el cuerpo actualmente experimenta.

Este es el solo hecho que representa la idea de fuerza, y quienquiera que se tome la molestia de captar claramente lo que es este hecho, comprende perfectamente qué es fuerza. Que debamos decir que una fuerza es una aceleración, o que causa una aceleración, ello es una mera cuestión de propiedad del lenguaje que no tiene más que ver con nuestro significado real que la diferencia entre el francés Il fait froid y su equivalente inglés It is cold. Sorprende, con todo, ver como este simple asunto ha embrollado las mentes humanas. ¡En cuantos profundos tratados no se habla de fuerza más que como una "misteriosa entidad", lo que parece sólo un modo de confesar que el autor desespera de llegar a obtener una noción clara de lo que significa la palabra! En una reciente y admirada obra sobre Mecánica analítica16 se dice que lo que entendemos es precisamente el efecto de la fuerza, ¡pero que lo que es la fuerza misma no lo entendemos! Esto es simplemente una autocontradicción. La idea que suscita en nuestras mentes la palabra fuerza no tiene otra función que la de afectar a nuestras acciones, y estas no pueden tener otra referencia de fuerza que a través de sus efectos. Consecuentemente, si sabemos cuáles son los efectos de la fuerza conoceremos cada uno de los hechos implicados en la afirmación de que existe una fuerza, y no hay nada más que saber. La verdad es que flota una cierta vaga noción de que una cuestión puede significar algo que la mente no puede concebir; y cuando algunos filósofos sutiles se han enfrentado con lo absurdo de una tal idea, han inventado una distinción vacía entre conceptos positivos y negativos, en el intento de dar a su no-idea una forma que no fuese un sinsentido obvio. La nulidad de ello se desprende de modo suficientemente claro de las consideraciones hechas unas pocas páginas antes; y, aparte de estas consideraciones el carácter sofista de esta distinción tiene que haber sorprendido a cualquier mente acostumbrada al pensar real.

IV. Realidad

18. Aproximémonos ahora al tema de la lógica, y consideremos un concepto que le concierne particularmente, el de realidad. Si tomamos claridad en el sentido de familiaridad, ninguna idea podría ser más clara que ésta. Cualquier niño la utiliza con tanta absoluta confianza que no puede llegar a imaginar que no la entiende. Sin embargo, respecto de claridad en su segundo grado, el dar una definición abstracta de lo real probablemente confundiría a la mayor parte de los hombres, incluso a aquellos con una tendencia mental reflexiva. Con todo, quizá pueda obtenerse una tal definición considerando los puntos de diferencia entre realidad y su contrapuesto, la ficción. Una ficción es un producto de la imaginación de alguien; tiene aquellas características que le imprime su pensamiento. El que estas características sean independientes de cómo tú o yo pensamos es una realidad externa. Hay fenómenos, sin embargo, dentro de nuestras propias mentes, que dependen de nuestro pensamiento, y que, a la vez, son reales en el sentido de que realmente los pensamos. Pero aunque sus características dependen de cómo pensamos nosotros, no dependen de lo que pensamos sobre las mismas. Así, un sueño, tiene una existencia real en tanto fenómeno mental si alguien realmente lo ha soñado; el que lo soñara así o asá no depende de lo que alguien piense que se soñó, sino que es completamente independiente de toda opinión sobre el tema. Por otra parte, si consideramos, no el hecho de soñar, sino la cosa soñada, esta retiene sus peculiaridades en virtud sólo del hecho de haberse soñado que las posee. Así, podemos definir lo real como aquello cuyas características son independientes de lo que cualquiera puede pensar que son.

19. Pero, con independencia de lo satisfactoria o no que pueda encontrarse una tal definición, sería un gran error suponer que esclarece perfectamente la idea de realidad. Apliquemos pues aquí nuestras reglas. Según éstas, la realidad, como cualquier otra cualidad, consiste en los efectos sensibles específicos que producen las cosas que participan de la misma. El único efecto que tienen las cosas reales es el de causar creencia, pues todas las sensaciones que suscitan emergen a la consciencia en forma de creencias. La cuestión, por tanto, es cómo puede distinguirse la creencia verdadera (o creencia en lo real) de la falsa (o creencia en la ficción). Ahora bien, como hemos visto en un artículo anterior17, las ideas de verdad y falsedad, en su pleno desarrollo, pertenecen exclusivamente al método experiencial18 de establecer la opinión. Una persona que escoge arbitrariamente las proposiciones a adoptar, puede utilizar la palabra verdad sólo para enfatizar la expresión de su determinación a mantener su elección. Desde luego, el método de la tenacidad no prevalece nunca de modo exclusivo; la razón es demasiado natural al hombre como para esto. Pero en la literatura de la edad oscura encontramos algunos finos ejemplos de ello. Cuando Scoto Erígena comenta un poético pasaje en el que se habla de Eléboro como causante de la muerte de Sócrates, no duda en informar al inquisitivo lector de que Eléboro y Sócrates fueron dos eminentes filósofos griegos, y de que éste, al haber sido vencido por los argumentos de aquél, ¡se tomó la cosa tan a pecho que murió! ¿Qué clase de idea de verdad podía tener un hombre, que sin siquiera la calificación de un quizá podía asumir y enseñar una opinión adoptada de un modo tan enteramente aleatorio? El espíritu real de Sócrates, quien creo hubiera disfrutado de haber sido "vencido, por el argumento", porque con ello habría aprendido algo, se encuentra en curioso contraste con la inmensa idea del glosista, para el que la disputa (como para "el misionero nato" de hoy) parece haber sido simplemente una batalla. Cuando la filosofía comenzó a despertarse de su largo letargo, y antes de que la teología la dominase por completo, la práctica de cada profesor parece haber sido la de tomar posesión de cualquier posición filosófica vacante, que pareciese sólida, atrincherarse en la misma, y salir de cuando en cuando a presentar batalla a los demás. Por esto, incluso los escasos testimonios que poseemos de aquellas disputas nos permiten vislumbrar, en relación al nominalismo y al realismo, una docena o más de opiniones mantenidas a la vez por diferentes maestros. Léase la parte introductoria de la Historia Calamitatum de Abelardo19, que fue sin duda tan filósofo como cualquiera de sus contemporáneos, y véase el espíritu de combate que la alienta. La verdad, para él, es simplemente su fortaleza particular. Cuando prevalecía el método de la autoridad, la verdad significaba poco más que la fe católica. Todos los esfuerzos de los doctores escolásticos se dirigían a la armonización de su fe en Aristóteles y su fe en la Iglesia, y uno puede rebuscar en sus densos folios sin encontrar un solo argumento que vaya un solo paso más allá. Es curioso que ahí donde florecen lado a lado diferentes fes, a los renegados se les mira con desprecio incluso por la parte cuya fe adoptan; tan por completo la idea de lealtad ha sustituido a la de búsqueda de la verdad. Desde los tiempos de Descartes el defecto en el concepto de verdad ha sido menos patente. Con todo, a veces, sorprenderá a un científico que los filósofos hayan estado menos interesados en averiguar lo que los hechos son, que en investigar qué creencia está en máxima armonía con sus sistemas. Es difícil convencer mediante la aportación de hechos a un seguidor del método a priori; pero mostradle que una opinión de las que defiende es inconsistente con lo que ha fundamentado en otra parte, y estará dispuesto en seguida a retirarla. No parece que estas mentes crean que la disputa tenga que cesar alguna vez; parecen pensar que la opinión que es natural para uno no lo sea así para otro, y que, en consecuencia, nunca se establezca creencia. Al contentarse con fijar sus propias opiniones por un método que a otro le llevaría a un resultado diferente, lo que hacen es minar su débil control del concepto de verdad.

20. Por otra parte, todos los partidarios de la ciencia están animados por la feliz esperanza de que basta con que aquella se prosiga lo suficiente para que dé una cierta solución a cada cuestión a la que la apliquen. Uno puede investigar la velocidad de la luz estudiando los pasos de Venus y la aberración de las estrellas; otro, por las oposiciones de Marte y los eclipses de los satélites de Júpiter; un tercero, por el método de Fizeau; un cuarto, por el de Foucault; un quinto, por los movimientos de las curvas de Lissajoux; un sexto, un séptimo, un octavo y un noveno, pueden seguir los diferentes métodos de comparar las medidas de la electricidad estática y dinámica. Al principio pueden obtener resultados diferentes, pero, a medida que cada uno perfecciona su método y sus procedimientos, se encuentra con que los resultados convergen ineludiblemente hacia un centro de destino. Así con toda la investigación científica. Mentes diferentes pueden partir con los más antagónicos puntos de vista, pero el progreso de la investigación, por una fuerza exterior a las mismas, las lleva a la misma y única conclusión. Esta actividad del pensamiento que nos lleva, no donde deseamos, sino a un fin preordenado, es como la operación del destino. Ninguna modificación del punto de vista adoptado, ninguna selección de otros hechos de estudio, ni tampoco ninguna propensión natural de la mente, pueden posibilitar que un hombre escape a la opinión predestinada. Esta enorme esperanza20 se encarna en el concepto de verdad y realidad. La opinión destinada21 a que todos los que investigan estén por último de acuerdo en ella es lo que significamos por verdad, y el objeto representado en esta opinión es lo real. Esta es la manera como explicaría yo la realidad.

21. Pero puede decírseme que este punto de vista se contrapone directamente a la definición abstracta que hemos dado de realidad, tanto más cuanto que hace depender las características de lo real de lo que por último se piensa de ellas. Pero la respuesta a esto es que, por un lado, la realidad es independiente, no necesariamente del pensamiento en general, sino sólo de lo que tú o yo, o cualquier número finito de hombres, pensamos de ella; y que, por otro lado, aun cuando el objeto de la opinión final depende de lo que esta opinión es, con todo, lo que esta opinión es no depende de lo que tú, o yo, o cualquiera, pensamos. Nuestra perversidad y la de otros pueden posponer indefinidamente el establecimiento de opinión; puede incluso, concebiblemente, causar que una proposición arbitraria pueda ser universalmente aceptada mientras dure la raza humana. Con todo, incluso esto, no cambiaría la naturaleza de la creencia, que sólo puede ser el resultado de la investigación llevada lo suficientemente lejos; y si, tras la extinción de nuestra raza, surgiera otra con facultades y disposición para la investigación, aquella opinión verdadera tendría que ser la única a la que por último fueran a parar. "La verdad sepultada en la tierra resurgirá de nuevo"22, y la opinión que finalmente resulte de la investigación no depende de cómo cualquiera puede actualmente pensar. Pero la realidad de lo que es real depende del hecho real de que la investigación, de proseguirse lo suficiente, está destinada a llevar a la postre a una creencia en ella.

22. Se me puede preguntar qué es lo que puedo decir sobre todos los diminutos hechos de la historia, olvidados sin poder recuperarse nunca, sobre los libros perdidos de la antigüedad, sobre lo secretos sepultos.

Cuantas joyas del brillo más puro y sereno
esconden las obscuras e insondables cavernas del océano.
Cuantas flores nacen para colorearse sin ser vistas,
y malgastar su aroma en el aire desierto.23

¿No existen realmente estas cosas por el hecho de estar ineludiblemente fuera del alcance de nuestro conocimiento? Y, entonces, después de la muerte del universo (de acuerdo a la predicción de algunos científicos), y de que la vida cese para siempre, ¿no se seguirá dando el choque de los átomos, aun cuando no haya mente alguna para saberlo? Respondo a esto que, aunque en ningún estado posible del conocimiento puede haber número alguno lo suficientemente grande como para expresar la relación entre la cantidad de lo que queda por conocer y la de lo que se conoce, con todo no es filosófico suponer que, en relación a cualquier cuestión dada (que tenga algún significado claro), la investigación no aportaría ningún resultado a la misma de llevarse lo suficientemente lejos. ¿Quién hubiese dicho, hace unos pocos años, que podríamos llegar a conocer las sustancias de las que están hechas las estrellas, cuya luz ha podido tardar en llegarnos más tiempo del que lleva existiendo la raza humana? ¿Quién puede estar seguro de lo que no sabremos dentro de unos pocos cientos de años? ¿Quién puede suponer cuál sería el resultado, de proseguirse el trabajo científico durante diez mil años con la actividad de los últimos cien? Y si fuese a continuar durante un millón, o un billón, o durante el número de años que se quiera, ¿cómo es posible afirmar que haya alguna cuestión que a la postre no pueda resolverse?

Pero puede objetarse: "¿Por qué dar tanto valor a estas remotas consideraciones, especialmente cuando tu principio es el de que sólo tienen significado distinciones prácticas?". Bueno, tengo que confesar que hay muy poca diferencia entre decir que una piedra, en las profundidades del océano, en la completa oscuridad, es brillante o no lo es -es decir, que probablemente no hay diferencia alguna, teniendo en cuenta siempre que la piedra puede ser extraída mañana. Pero, que hay joyas en el fondo del mar, flores en el desierto inexplorado, etc., son proposiciones que, al igual que aquélla sobre un diamante que es duro mientras no se le presiona, se refieren mucho más al ordenamiento de nuestro lenguaje que al significado de nuestras ideas.

23. Me parece, sin embargo, que, con la aplicación de nuestra regla, hemos conseguido una aprehensión tan clara de lo que significamos por realidad, y del hecho en el que descansa esta idea, que no sería quizá por nuestra parte una pretensión tan presuntuosa, como lo sería singular, el ofrecer una teoría metafísica de la existencia, de aceptación universal entre los que se valen del método científico de fijar la creencia. Sin embargo, como la metafísica es un tema mucho más curioso que útil, cuyo conocimiento, como el de un arrecife sumergido, sirve básicamente para sortearlo, no molestaré por el momento al lector con ninguna ontología más. Me he adentrado ya en esta vía mucho más de lo que hubiese deseado; y he proporcionado al lector tales dosis de matemáticas, psicología y de todo lo más abstruso, que temo me haya podido abandonar ya, quedando lo que ahora escribo exclusivamente para el cajista y el corrector de pruebas. He confiado en la importancia del tema. No hay ninguna vía real hacia la lógica, y sólo pueden tenerse ideas valiosas al precio de una minuciosa atención. Pero sé que en cuestión de ideas el público prefiere lo ordinario y obsceno; y en mi siguiente artículo24 voy a volver a lo fácilmente inteligible, y a no alejarme de nuevo de ello. El lector, que se ha tomado la molestia de abrirse paso a través de este escrito, se encontrará recompensado en el siguiente, al comprobar que lo que ha sido desarrollado de esta tediosa manera puede aplicarse de modo magnífico a la determinación de las reglas del razonamiento científico. No hemos traspasado hasta ahora el umbral de la lógica científica. Ciertamente, es importante saber cómo esclarecer nuestras ideas, pero pueden ser con todo muy claras, sin ser verdaderas. Cómo conseguir esto, lo estudiaremos a continuación. Cómo dar nacimiento a aquellas ideas vitales y procreadoras, que se multiplican en miles de formas y se difunden por todos lados, haciendo avanzar la civilización y constituyendo la dignidad del hombre, es este un arte que no ha sido reducido aún a reglas, pero de cuyo secreto la historia de la ciencia aporta algunos indicios25.


Traducción de José Vericat (1988)



Notas

* (N. del E.) Reproducido con el permiso de José Vericat. Esta traducción se publicó originalmente en: Charles S. Peirce. El hombre, un signo (El pragmatismo de Peirce), José Vericat (trad., intr. y notas), Crítica, Barcelona 1988, pp. 200-223. How to Make Our Ideas Clear se publicó en el Popular Science Monthly (12, 286-302, 1878). Aparece con correcciones y notas de distintas versiones revisadas (1893-1903), una de la cuales iba destinada como cap. 16 de la Grand Logic de 1893, y como ensayo IX de la Búsqueda de un método de 1893. Está publicada en W3, pp. 257-76 y en CP 5.388-410.

1. He escogido esclarecer como traducción de to make... clear, preferentemente a aclarar y a clarificar, por la connotación que éstas tienen, por ejemplo, relativa a la disminución de la densidad pictórica o de masa de algo. Esclarecer, sin embargo -del latín clarescere-, se refiere más unívocamente a "poner clara, limpia o brillante una cosa", "poner claro un asunto o cuestión", dilucidar, elucidar (Moliner), a "apuntar la claridad y la luz del día" (Covarrubias), a "esclarecido, esclarecimiento" (Nebrija), en la tradición cognitiva, por tanto, de ilustrado e ilustración, afín al griego jainein (hacer visible o perceptible, aparecer), que Peirce en otro contexto usa explícitamente como el equivalente griego de to make clear (CP 2. 291) y de cuya raíz Fan- deriva fanerón ("el total de todo lo que de algún modo o en algún sentido está presente en la mente, con independencia absoluta de si corresponde a algo real o no", CP 1. 284; 306), eje de lo que él llama faneroscopia (equivalente a phenomenon: "todo lo que en cualquier sentido está ante nuestras mentes", CP 8. 265), clave de su fenomenología. Si bien con la diferencia de que el esclarecer castellano correspondería más bien al latín clarescere, mientras que Peirce presenta clarere como correspondiente al griego jainein.

2. Uno de los tratados de lógica que datan de L’art de penser de Port Royal hasta épocas muy recientes (1893).

3. Se refiere al artículo, publicado aquí, "La fijación de la creencia".

4. Fue, sin embargo, sobre todo, una de estas mentes que evolucionan; mientras que, al principio, fue un nominalista extremo, como Hobbes, chapoteando en la impotente y carente de sentido Ars Magna de Raimon Llull, abrazó después la ley de la continuidad y otras doctrinas opuestas al nominalismo. Me refiero aquí a sus primeras ideas (1903).

5. Originalmente, "formalidades" (Nota de los editores de los CP).

6. Hasta Descartes la diferenciación habitual era entre confuso y distinto; la nueva diferenciación entre claro y distinto la considera Peirce como "vinculada, al menos, como lo está en lo más íntimo, al tema de la comprehensión y la extensión [Lógica de Port Royal, el subrayado es nuestro], en tanto en cuanto está, también, fundamentada en la concepción de un término como un todo compuesto de partes" (CP 2. 392); diferenciación que se transforma sucesivamente en intensión y extensión (Hamilton), y en denotación y connotación (J. S. Mill) (CP 2. 393).

7. Cf. sus "Meditationes de Cognitione), Die Philosophische Schriften von Leibniz, edición de C. I. Gerhardt, vol. IV, pp. 422-427; Nouveaux Essais, II, 29 (Nota de los editores de los CP).

8. Suprimir este parágrafo (1903).

9. La expresión original es: "carne de su carne y huesos de sus huesos".

10. Una historia originaria de las sagas germanas, en la que una bella dama huye, cuando el hombre, al que había consentido en desposar, rompe la promesa de no verla un cierto día a la semana, justo cuando la mitad inferior del cuerpo adquiría forma de serpiente. Los editores de los CP aluden al origen francés de la historia, seguramente por el hecho de que las elaboraciones primeras escritas (el Roman de Mélusine, de Jean d’Arras, entre 1382 y 1394, y el relato de Raymond de Poitou) son francesas, aunque la fábula como tal es más bien germánica. La alusión a dicha historia por parte de Peirce es una referencia irónica a la separación matrimonial de su mujer Melusina Fay, que tuvo lugar en 1883. Es probable que por esto quisiera después eliminar todo el parágrafo (Cf. Ch. S. Peirce, Über die Klarheit unserer Gedanken, Introducción y notas de Klaus Oehler. Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 1968, p. 102).

11. Con independencia de que sea contrario a toda experiencia previa (nota marginal, 1893).

12. Largo añadido refutando lo que viene a continuación (1903). [Esto parece referirse a lo siguiente, escrito diez años antes en una hoja diferente. Nota de los editores de los CP.]

13. Antes de emprender la aplicación de esta regla, reflexionemos un poco sobre lo que implica. Se ha dicho que es un principio escéptico y materialista. Pero es sólo una aplicación del único principio de lógica recomendado por Jesús; "Por sus frutos los conoceréis", y está íntimamente vinculado a las ideas del evangelio. Debemos evitar, ciertamente, entender esta regla en un sentido demasiado individualista. Afirmar que un hombre no realiza otra cosa sino aquello hacia donde se dirigen sus empeños, representaría una condena cruel de la gran masa de la humanidad, que no dispone nunca de ocio para trabajar para otra cosa que no sean las necesidades de la vida, de ellos mismos y de sus familias. Pero sin pretenderlo directamente, y mucho menos comprendiéndolo, ejecutan todo lo que la civilización requiere, dando a luz a otra generación para que la historia avance un paso más. Su fruto es, por tanto, colectivo; es el logro de todo el mundo. ¿Qué es lo que hace, pues, todo el mundo, qué es esta civilización que es el producto de la historia, pero que nunca se completa? No podemos esperar alcanzar una concepción completa de ello; pero podemos ver que se trata de un proceso gradual, que implica una realización de ideas en la consciencia del hombre y en sus obras, y que tiene lugar en virtud de la capacidad de aprendizaje del hombre, y de la experiencia, que le suministra continuamente ideas que tiene aún que asimilar. Podemos afirmar que se trata de un proceso por el que el hombre, en toda su miserable pequeñez, se va imbuyendo gradualmente del Espíritu de Dios, en el que maduran la naturaleza y la historia. Se nos dice también que creamos en un mundo futuro; pero la idea misma es demasiado vaga como para que contribuya en mucho a la transparencia de las ideas ordinarias. Es una observación común, la de que los que persisten continuamente en sus expectativas son propensos a olvidarse de las exigencias de su situación actual. El gran principio de la lógica es el de la autorrenuncia, lo que no significa que uno haya de rebajarse en aras de un triunfo último. Puede llegar a ser así; pero no tiene que ser el objetivo regulador. Cuando estudiemos el importante principio de la continuidad [ver en esta selección el cap. VIII, "La ley de la mente"] y veamos que todo fluye, y que cada punto participa directamente del ser de todos los demás, quedará patente que individualismo y falsedad son una misma y única cosa. Entretanto, sabemos que el hombre no está completo en la medida en que es un individuo, que esencialmente él es un miembro posible de la sociedad. Especialmente, la experiencia de un hombre no es nada si se da aisladamente. Si ve lo que otros no pueden ver, lo llamamos alucinación. Aquello en lo que hay que pensar no es en "mi" experiencia, sino en "nuestra" experiencia; y este "nosotros" tiene posibilidades indefinidas.

Tampoco tenemos que entender lo práctico en un sentido bajo y sórdido. La acción individual es un medio, y no nuestro fin. El placer individual no es nuestro fin; todos nosotros arrimamos los hombros al carro por un fin del que nadie puede atrapar más que un destello -el fin que las generaciones van elaborando. Pero podemos observar que aquello en lo que consistirá no es más que el desarrollo de las ideas encarnadas (1893).

14. Observar que en estas tres líneas uno encuentra, "concebiblemente", "concebimos", "concepción", "concepción", "concepción". Ahora bien, encuentro que hay mucha gente que detecta la autoría de mis escritos anónimos; y no dudo que una de las características de mi estilo, por la que lo descubren, es mi exagerada renuencia a repetir una palabra. Este empleo quíntuple de derivados de concipere tiene, pues, que haber tenido un propósito. De hecho ha tenido dos. Uno era el de mostrar que no estaba hablando de significación más que en el sentido de intención intelectual. El otro era el de evitar todo peligro de que se me entendiese como pretendiendo explicar un concepto por medio de perceptos, imágenes, esquemas, o por cualquier otra cosa menos por conceptos. No pretendía, por lo tanto, decir que los actos, que son algo más estrictamente singular que cualquier otra cosa, pudiesen constituir la intención o la adecuada interpretación propia de cualquier símbolo. Comparo la acción con el final de la sinfonía del pensamiento, siendo la creencia una semicadencia. Nadie concibe que los pocos compases al final de un movimiento musical constituyan el propósito del movimiento. Pueden llamarse su cierre. Pero la imagen, obviamente, no puede aplicarse en todo su detalle. Aludo a ella sólo para mostrar que era por completo errónea la sospecha que yo mismo manifestaba, después de una relectura demasiado apresurada del olvidado artículo (artículo Pragmatism del Dictionary de Baldwin)26, de que éste expresaba un estado escéptico del pensamiento, es decir, nominalista, materialista y totalmente pedestre.

Sin duda, para el pragmatismo el pensamiento se aplica por último exclusivamente a la acción, a la acción concebida. Pero entre admitir esto y decir, bien que el pensamiento, en el sentido de la intención de los símbolos, consiste en actos, o bien que el pensamiento último verdadero es la acción, hay casi la misma diferencia que la que hay entre decir que el arte viviente del pintor se aplica al restregar la pintura sobre el lienzo, y decir que la vida artística consiste en restregar pintura, o que su último fin es restregar pintura. Para el pragmatismo el pensamiento consiste en el metabolismo inferencial viviente de los símbolos, cuya intención reside en las resoluciones generales condicionales para actuar. Por lo que respecta al propósito último del pensamiento, que tiene que ser el propósito de todo, éste se encuentra más allá de la comprensión humana, pero de acuerdo al grado de aproximación al mismo por parte de mi pensamiento -con la ayuda de muchas personas, entre las que puedo mencionar a Royce (en su World and individual), a Schiller (en sus Riddles ot the Sphinx), como también, dicho sea de paso, al famoso poeta [Friedrich Schiller] (en sus Aesthetiscbe Briele), a Henry James el viejo (en su Substance and Shadow y en sus conversaciones), junto con el mismo Swedenborg27- es la reiteración indefinida del auto-control sobre el auto-control lo que engendra al vir, generando por la acción, a través del pensamiento, un ideal estético, no meramente en provecho de su propia y pobre mollera, sino como la participación que Dios le permite tener en la obra de la creación

Este ideal, al modificar las reglas del autocontrol, modifica la acción, y con ello también la experiencia, tanto la propia como la de otros, con lo que este movimiento centrífugo redunda en un nuevo movimiento centrípeto, y así sucesivamente; y el conjunto, podemos suponer, es un pedazo de lo que ha estado sucediendo durante un tiempo, en comparación al cual la suma de las edades geológicas es como la superficie de un electrón en comparación a la de un planeta (de "Consecuencias del pragmatismo", 1906).

15. Posiblemente hay que tener en cuenta también las velocidades.

16. Gustav R. Kirchhoff, Vorlesungen über mathematische Physik, Leipzig, 1876, vol. I, Vorrede (Nota de los editores de los CP).

17. Se refiere a "La fijación de la creencia".

18. Originalmente, "científico" (Nota de los editores de los CP).

19. Patrologia Latina, vol. 178, p. 114 ss. (1885) (Nota de los editores de los CP).

20. Originalmente, "ley" (Nota de los editores de los CP).

21. Destino significa meramente aquello que con toda certeza se realizará, y no puede en modo alguno evitarse. Es una superstición suponer que un cierto tipo de acontecimientos están siempre prefijados por el destino, y otra es suponer que la palabra destino nunca puede librarse de su tinte supersticioso. Todos nosotros estamos destinados a morir.

22. W. C. Bryant, The Battle Field (n. ed. alemán).

23. Thomas Gray, Elegy Written in a Country Church Yard (n. ed. alemán).

24. Se refiere a "The Doctrine of Chances" (CP 2. 645-668), uno de los grandes temas de Peirce.

25. Hay aquí una referencia implícita al tema actual de la metaforología (H. Blumenberg) o, si se quiere, también, del paradigma (Th. Kuhn) que, a nuestro entender, subyace en la idea peirceana del desarrollo de las ideas y de la ciencia.

26. Se refiere al artículo "Pragmatic and Pragmatism" del Dictionary of Philosophy and Psychology (ed. por J, M. Baldwin, The Macmillan Co., Nueva York, vol. 2, 1902, pp. 321-322) en el que comentaba en los términos que ahora critica dicho escrito (publicado en el Popular Science Monthly, vol. 12, 1878, pp. 286-302). En 1896 publicaba William James su Will to Believe (New World, pp. 327-347, reimpreso en 1897 en: The Will to Believe, and Other Essays in Popular Philosophy) y, posteriormente, en 1898, sus Philosophical Conceptions and Practical Results (en University of California Chronicle, reimpreso en 1920, en Collected Essays and Reviews, ed. por R. B. Perry), donde llevaba el método de Peirce a su máximo extremo al suponer que "el fin del hombre es la acción", un principio estoico del que Peirce se distancia (CP 5. 3), al precisar el pragmatismo como "un método de reflexión cuyo propósito es esclarecer las ideas" (CP 5. 13, n.1). Para ésta polémica véanse los extractos de correspondencia de Peirce con James (CP 8. 249-315).

27. Sobre la obra de Josiah Royce (1855-1916) (The World and the individual: Gifford Lectures delivered before the University of Aberdeen, 1ª serie: The Four Historical Conceptions of Being, Macmillan, 1900, 588 ss.; 2ª serie: Nature Man, and the Moral Order, Macmillan, 1901, 480 ss.) realizó Peirce sendas recensiones publicadas en: The Nation, 70 (5 de abril de 1900), p. 267; y 75 (31 de julio de 1902), 94-96 (CP 8. 100-131). El punto polémico de Peirce con Royce es el de su realismo hegelianizante.

Junto con William James, Ferdinand C. S. Schiller (1864-1937), profesor en Oxford, constituye el núcleo central de representantes del pragmatismo con los que Peirce polemiza internamente. Aparte de la obra aquí citada, Riddles of Sphinx (1891), otra obra de este autor citada con frecuencia por Peirce es Studies in Humanism (1907) (CP 5. 494). La idea de verdad es uno de los puntos de disputa de Peirce con este autor. Para Peirce, que parte de la definición nominal kantiana de verdad en el sentido de "correspondencia de una representación con su objeto", no basta con decir, como hace Schiller, que "lo verdadero es simplemente lo satisfactorio", sino que hay que decir el fin de esta satisfacción, o, lo que viene a ser lo mismo, en qué consiste esta correspondencia del signo -pues el pensamiento es signo- con su objeto. A este respecto, parafraseando semióticamente la cuestión kantiana, para Peirce "(V)erdad es... la conformidad de un representamen con su objeto, su objeto, SU objeto (CP 5. 553 ss.).

Las Aesthetische Letters de Friedrich Schiller [Aesthetische Briefe, en Sämtliche Werke, vol. 10. J. G. Cotta'scher Verlag, Stuttgart, 1844], leídas entonces en el original y en la traducción inglesa de J. Weiss (1845), fue la primera gran lectura filosófica de Peirce en la escuela, seguida de la Crítica de Kant (1855)(W 1, My Life, 1859, 1-3). Su importancia deriva de ser el origen de una tríada -I, IT, THOU- correspondiente respectivamente al Formtrieb, al Stofftrieb, y al Spieltrieb de Schiller, clave en el desarrollo de su sistema de categorías, en la que el THOU encarna "el sentido de lo bello" (W 1, Sense of Beauty, 1857, 10-12; también Introduction, pp. XXVII ss.), siendo así determinante, a la postre, de su ulterior articulación entre la estética, la ética y la lógica (CP, 2. 196 ss.).

Henry James, el viejo, o, también, el padre (de William James), autor de Substance and Shadow. An Essay on the Physics of Creation (1863), al que sitúa en la línea de Emanuel Swedenborg (1688-1772), teólogo y científico sueco; en relación con ambos discute Peirce el problema del amor en relación con la evolución y creación continua (CP. 6. 287). Algo que prefigura la problemática de un Whitehead.



Fin de "Cómo esclarecer nuestras ideas", C. S. Peirce (1878). Traducción castellana y notas de José Vericat. En: Charles S. Peirce. El hombre, un signo (El pragmatismo de Peirce), J. Vericat (tr., intr. y notas), Crítica, Barcelona, 1988, pp. 200-223. "How to Make Our Ideas Clear" está publicada en W3, pp. 257-276.

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Fecha del documento: 11 de mayo 2001
Ultima actualización: 7 de enero 2013

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