Anuario de Psicología 64 (1995), pp. 83-99

CHARLES S. PEIRCE (1839-1914)


Carles Riba
Universidad de Barcelona


Este trabajo de Carles Riba se publicó precedido de una selección de textos de Peirce procedentes de los Collected Papers que en esta versión electrónica se incluyen al final remitiendo a la traduccion castellana en los casos en los que está disponible.


DEL TRIÁNGULO MÁGICO Y DE SUS PÉRDIDAS Y CONSERVACIONES. ALGUNAS NOTAS SOBRE LA INVISIBILIDAD DE CH. S. PEIRCE EN LA HISTORIA DE LA PSICOLOGÍA.



1. Charles S. Peirce y las ciencias del comportamiento. Una historia poco conocida.

El objetivo de este comentario es llamar la atención sobre el escaso protagonismo concedido por los historiadores de la psicología a Charles S. Peirce (1839-1914) a pesar de ser, a nuestro juicio, no de los pensadores que más ha inspirado las ciencias del comportamiento, el autor de una obra que puede calificarse de fundacional, al menos en lo que se refiere al edificio de la psicología anglosajona. Creemos que la influencia de Peirce ha tenido efecto sobre el diseño de los planos de dicho edificio, y no sobre el acabado del edificio en sí; seguramente es esta la razón por la que dicha influencia sólo raramente ha sido detectada: la huella de su pensamiento se descubre no tanto en la materia como en la forma, no tanto en lo que busca o encuentra sino en el punto de vista que adopta para hacerlo y -sobre todo- en los esquemas de que se sirve para saber donde esta y orientarse a su fin.

La selección de textos que sigue a estas líneas se ha realizado dentro de los límites del legado de Peirce a la psicología, partiendo de sus aportaciones directas a gentes algo mas reconocidas por la historia de esta disciplina (W. James, J. Dewey, G. H. Mead, Ch. Morris) o del testamento dejado a su primera generación de investigadores, a través de los movimientos como el funcionalismo y el pragmatismo que el mismo creó o en los que estuvo involucrado. El ascendente de Peirce sobre padres de la psicología como James, Dewey o Angell es actualmente incontrovertible y, en cualquier caso, fue admitido explícitamente por aquellos (Chenu, 1984, pp.144-145; Buxton, 1985). Sin embargo, mientras que la figura de Peirce ha ocupado siempre, junto a la de Saussure, el debido pedestal como fundador de la semiótica e inspirador de la lingüística pragmática, y mientras que su papel como renovador de la lógica tampoco ha sido demasiado discutido (Castrillo, 1988), en cambio la deuda que la psicología ha contraído con este pensador no ha empezado a ser reconocida hasta hace poco: historiadores como Boring la han pasado prácticamente por alto (Cadwallader, 1988) y, en los manuales, el nombre de Peirce, a diferencia de su amigo James, suele brillar por su ausencia.

Como ya hemos sugerido, parece que el interés de los analistas de la historia se decanta, bien por la transmisión de contenidos dentro de los diferentes marcos teóricos o metodológicos, bien por las condiciones sociopolíticas en que aparecen las distintas escuelas o tendencias; pocas veces se centra en la orientación y estructura de la tarea científica, tal como viene fijada por la posición epistemológica del investigador, que es una, pero no la única posible, y que bebe de fuentes que a veces se hallan a siglos de distancia (imagine el lector lo que supondría rastrear los moldes de pensamiento que han producido diferentes variantes de asociacionismo, hacia el pasado). Ciertamente, Peirce puede haber anticipado algunos temas de la psicología del siglo XX (Sarup, 1988), pero su impacto sobre la constitución de esta ciencia hay que buscarlo en el terreno de lo formal, en la transmisión de los moldes en los que después se consolidaron las teorías del aprendizaje, de la comunicación y otros desarrollos de la psicología americana.

Hijo de un matemático de altura, la inmensa formación intelectual de Peirce, el alcance de sus conocimientos y de su obra, ha hecho que se le llamara el Leibniz americano. Sin embargo, Peirce no tuvo auténticos discípulos y su vida transcurrió al margen de la universidad o tangencialmente a ella. Esto se ha atribuido a su difícil personalidad (Thayer, 1968, p. 71) y a ciertas circunstancias de su vida, como el divorcio de su primera mujer que tuvo como consecuencia la rescisión de su único contrato en firme con una universidad: la Johns Hopkins (Vericat, 1988).

Aunque, como afirma sarcásticamente Thayer (ibíd.), hay muchas personas destrozadas por una larga estancia en la universidad, Peirce se vio perjudicado por el hecho contrario, especialmente en lo que se refiere a su oportunidad de crear escuela o un grupo de fieles seguidores, o la de disfrutar de una edición de sus escritos. Probablemente, también deba atribuirse a la situación en que produjo su obra el que esta sea poco sistemática, a veces innegablemente caótica, aunque casi siempre genial.

La influencia de Peirce sobre la naciente psicología fue muy a su pesar; el nunca se sintió demasiado feliz ante las versiones que James y otros pioneros hicieron de sus ideas. En esencia, la obra de Peirce, a partir de referentes positivos como Duns Scoto, Berkeley o Kant y de negativos como Descartes, puede considerarse una magna lógica de la acción, humana o animal, o incluso de la dinámica de cualquier proceso. Algunos de sus herederos intelectuales tomaron del ingente trabajo del filosofo en distintos campos aquellas propuestas que más se avenían a las necesidades de la psicología funcionalista, del conductismo social, o las que mejor se adaptaban a las demandas de una semiótica de la comunicación. Al hacerlo, empobrecieron inexorablemente el patrimonio que habían tomado prestado; simplificaron las propuestas originales, si bien las volvieron más operacionales y practicables. Por ello, lo que nos permitimos llamar "la psicologización" de Peirce es perdonable: lo que supone de perdida en profundidad o riqueza de pensamiento se torna ganancia si se valora bajo la luz de la aplicabilidad de los conceptos, de su utilidad practica, de la concreción de la practica científica (tal como hace implícitamente Morris, 1934/1972). Por lo demás, esta psicologización se hallaba latente entre el propio Peirce, como se advierte en sus escritos más divulgativos (por ejemplo, en las celebres cartas a Lady Welby; véase Hausman, 1993, pp. 69-70). Téngase en cuenta que, para algún comentarista, Peirce era ya un psicólogo (Cadwallader, 1988). A continuación, estableceremos las distintas facetas de esta psicologización, señalando donde ha mantenido las esencias y donde ha comportado una degradación de las ideas originales.


2. Primera vía de simplificación o concreción del pensamiento de Peirce: el paso al conductismo o de las tríadas a las díadas.

Peirce tiene la patente del pragmatismo, tal como admitían James y Dewey, los principales divulgadores de esta escuela. A este movimiento filosófico-científico suele asignársele 1878 como fecha de nacimiento, la de la publicación del articulo emblemático de Peirce "How to make our ideas clear" en el Popular Science Monthly. Es en este texto donde por primera vez aparece presentada en relieve la máxima pragmática o ley del efecto, en realidad un principio epistemológico y el núcleo de una teoría de significado (Thayer, op. cit., p. 87). Transcribo una versión de 1905 de dicha máxima, singularmente atractiva por el juego de palabras que encierra (traducción de Tordera, 1978, p. 69; véase el texto A2, al principio): "considérese que efectos que pudiesen tener concebiblemente repercusiones practicas, concebimos que tienen el objeto de nuestra concepción. Entonces, nuestra concepción de estos efectos es la totalidad de nuestra concepción del objeto" (énfasis del propio Peirce).

El pragmatismo así anunciado es una plasmación o desarrollo del funcionalismo y adquiere progresiva vigencia en dos direcciones: una, de frente amplio, que apunta a la necesidad de que todo concepto sea trasladable al lenguaje de la experiencia y la practica, a fin de dotarlo de significado; otra mas especifica que, arrancando de la máxima pragmática, estrecha la acepción anterior en el sentido siguiente: si aquella establecía, en el fondo, una condición general de empiricidad que caracterizaba el carácter publico compartible, del conocimiento científico, ahora se le suma la exigencia de que dicha condición sea creada- precisamente- por efectos. Ambas demandas pueden documentarse en distintas épocas de Peirce y en distintos contextos de análisis. No debemos olvidar que Peirce es un pensador y científico "todo terreno": aparte de su trabajo lógico, filosófico y semiótico posee una obra apreciable en matemáticas, física, química (su verdadera profesión), astronomía, biología, etc. Por lo que hace a la genealogía de las ciencias del comportamiento, los dos tipos de exigencias constituyen ciencias históricas del conductismo, que es seguramente la principal línea de descendencia del pragmatismo.

Ahora bien, la conexión pragmatismo-conductismo se establece igualmente en dos niveles distintos cuando se contempla desde la obra de Peirce: por una parte, la demanda general de empiricidad y todo lo que esta lleva consigo desemboca en el neopositivismo de Charles Morris, lector confesado de Peirce; por tanto, da lugar a un conductismo entendido globalmente como la epistemología científica por excelencia, aquella que inexcusablemente debe asumir el psicólogo... científico. A este respecto los paralelismos entre el programa del circulo de Viena y los de Peirce (menos desarrollados y, por ello, mas abiertos) han sido señalados repetidamente, lo mismo que ciertas similitudes entre las propuestas de aquel y las de Wittgenstein o Mach (Tordera, 1978, pp. 55-57, 72; Robinson, 1981, p. 412; Thayer, 1968, p. 271; Deledalle, 1978, pp. 249-250). Sin embargo, hay que añadir que a esto que la extrema intolerancia de algunos planteamientos neopositivistas tiene poco que ver con el espíritu de Peirce, mucho más relativista; así pues, la prolongación de las propuestas peirceanas en este terreno por parte de Morris principalmente, ha supuesto una degradación del mensaje del maestro. Con todo, Morris trato siempre de mantener el difícil equilibrio entre el espíritu de su inspirador y las servidumbres del método científico, siendo mucho menos radical que otros neopositivistas como Carnap (Apel, 1967).

Por otra parte, el pragmatismo se encarna en el conductismo entendido ahora, con un perfil más nítido, con una actitud metodológica de cariz analítico-inductivo, con un esquema de interpretación de la conducta. Cuando el pragmatismo se manifiesta como una actitud global neopositivista o conductista, en sentido amplio, la máxima pragmática puede equipararse al principio de Wittgenstein: "un proceso interno necesita criterios externos" (1953/1983: entrada 580). La regla del efecto procede en tal caso, pero aplicada desde lo inobservable hacia lo observable: las proposiciones sobre creencias, sentimientos, estados de animo, recuerdos y representaciones mentales en general solo detentan significado en la medida en que se hacen corresponder a sus manifestaciones conductuales; lo privado o subjetivo únicamente puede incorporarse al lenguaje científico cuando sale al exterior y se vuelve publico y -de ahí- objetivo (textos A1, A2 y D). Así, decir que un cuerpo es pesado es decir sencillamente que cae (Peirce en How to make our ideas clear). En cambio, cuando el pragmatismo se concreta en el conductismo metodológico familiar a los psicólogos, la regla del efecto no se aplica de la misma manera: sigue siendo el núcleo de cualquier aproximación inductiva a la conducta, pero ahora no va de lo interior a lo exterior, sino de lo anterior a lo posterior en el tiempo, es decir, de los antecedentes a los consecuentes; no justifica inferencias a partir de lo observable, antes bien relaciona acontecimientos, que son observables, ambientales o conductuales (por ejemplo estimulo y respuesta; operante y refuerzo).

En esta ultima acepción el "efecto" no debe asimilarse a relaciones causales proximales -por contacto- sino a relaciones distales cuyo soporte es la transmisión de información, según la distinción de Bateson (1976); se trata, pues, de influencias sociales o ambientales en definitiva. Así entendida, la ley del efecto se convierte, bajo distintas formas, en el enunciado generador de importantes tendencias de la psicología anglosajona, sobre todo de aquellas situadas en la amplísima estela del asociacionismo asumido, de hecho, por el mismo Peirce (texto E2). La ley homónima de Thorndyke, aunque reformulada en términos probabilísticos, remite a textos diversos del filosofo (Tordera, 1978, p. 69). El principio del efecto, como tal, reaparece sin demasiadas variaciones en manuales sobre aprendizaje de diversas épocas y tendencias (para muestra, véase Le Ny, 1967, p. 70), pero con particular relieve en los de orientación skinneriana o en los que defienden teorías estímulo-respuesta. En el ámbito de la teoría de la comunicación ocurre algo similar. La definición operacional de "comunicación" se apoya explícitamente en el criterio funcional del efecto o influencia que la acción de un actor o emisor ejerce sobre un receptor en contexto socia; y este criterio no solo se ha impuesto en el área anglosajona (Cherry, Birch, Hockett, Haldane, Waltzlawyck, etc.: véase Riba, 1990, pp. 65-66), si no también -parcialmente- en la europea (Buyssens, 1973; 1978, pp. 11-12).

Sin embargo, este fácil éxito de la máxima pragmática entendida como una ley del efecto, su uso indiscriminado y falto de exigencias - su abuso, en definitiva- revela la primera gran traición al pensamiento de Peirce. Aquí hemos de concedernos espacio para una pequeña digresión a fin de justificar este cargo, aun a riesgo de desviar el curso de la exposición. La máxima pragmática y la ley del efecto constituyen una formula diádica de interpretación -relacionan dos elementos- de los procesos psicológicos o de otro tipo. De ahí que ofrezcan solamente una de las vertientes del modelo procesual de Peirce. Porque el modelo que este autor propugnó a lo largo de toda su vida es esencialmente triádico; el motor de todo proceso representado mediante signos o pensamientos (textos D y E) es un triángulo de relaciones que genera, no una simple secuencia de díadas causa-efecto (estímulo-respuesta, conducta-refuerzo, emisión-recepción) sino una red con tres salidas en cada nudo (textos B, C, D). Este triángulo posee un vértice que coincide con un objeto o referente, otro que es su signo o representación ("representamen" en términos de Peirce) y un tercero, llamado el interpretante que confiere significado funcional (pragmático), mediante un efecto, a la relación referencial (semántica) mantenida por los otros dos. Obviamente la máxima pragmática alude únicamente a esta única relación -funcional-, dejando de lado a la primera. Pero la lógica de la acción requiere imprescindiblemente las dos. Así, en el plano subjetivo o fenoménico, la relación entre el percepto de una serpiente y la palabra "serpiente" solo se resuelve pragmáticamente cuando se selecciona un interpretante que le dé sentido: un estado emocional de miedo o aprensión, el propósito de huir o de matar al animal u otras palabras o expresiones. En el plano objetivo o de lo observable - es decir, en la perspectiva de un observador externo al proceso desencadenado entre la serpiente y otra persona distinta a él- la aparición del reptil (objeto o referente), se podrá vincular, en tanto que antecedente, a la emisión verbal, "¡una serpiente!" o a una expresión de susto, temor (un signo para el observador); pero este vinculo solo se definirá cuando se enlace a su vez con el tercer elemento de la triada, la respuesta molar que le haga de consecuente: la retirada o huida del sujeto, su ataque, otras palabras o frases pronunciadas, etc. (sus posibles interpretantes). Peirce siempre sostuvo que, de hecho, siempre estamos relacionando tres signos dentro de la red de relaciones antes mencionadas. Todo signo adquiere significado a través de su relación con otros signos, a su vez relacionados entre sí (hoy diríamos, a través de un código).

Uno de los esquemas procesuales dentro de los cuales se realiza la triada es el habito, vocablo que en Peirce no tiene una acepción psicológica inmediata pero que, sin duda, es uno de los principales catalizadores de la asimilación de su obra por parte de las ciencias del comportamiento. En el habito se despliega la relación triádica en tanto que "regla de acción según el texto" (Bernstein, 1971, pp. 184-187), contexto que puede identificarse con las situaciones que flanquean en el tiempo una determinada acción -antecedentes y consecuentes; objeto e interpretante- o entenderse a un nivel más general como el trasfondo o ground sobre el que se interpreta dicha acción-en-contexto (textos B y C y Deledalle, 1978, pp. 221-223).

Aun así, teniendo en cuenta que la psicología más académica solo aprovechó de todas estas ideas la del efecto, es evidente que la raíz principal de la trivialización de Peirce esta en la noción de interpretante. Este concepto tiene un fuste eminentemente lógico y, como ya indicamos, su equiparación unilateral a la respuesta o a la reacción de un organismo es solo una entre varias posibles. Por lo demás -es mucho más grave- el olvido de los otros dos vértices que une el interpretante desvirtúa la potencia de aplicación biológica o psicológica del modelo pragmático. Una triada nunca puede ser igual a una díada, ni siquiera a la concatenación de dos díadas (Deledalle, 1979, pp. 34-35; Parmentier, 1995). Un proceso A...Z descrito mediante una sintaxis del tipo ABC/BCD/CDE/.../XYZ tiene una dinámica distinta de otro descrito mediante AB/BC/CD/.../YZ. En las frases didácticas no caben los tres vértices de un proceso conceptual: un anclaje ambiental -objetual o referencial-; un pensamiento o una acción; un efecto, de nuevo abocado al ambiente social o físico1. Las díadas, como máximo, pueden ser unidades de secuencia, mientras que las triadas (imaginémoslas como horquillas, un mango y dos puntas) pueden servir como elementos constituyentes de redes (Chenu, 1984, p. 73), circuitos de pensamiento, palabras o acciones, a través de las cuales se difunde el significado mediante el encadenamiento de interpretantes (texto D).

El pragmatismo, desposeído de una de las patas de su trípode conceptual, degenera en un "practicalismo" (Parrett, 1983, pp. 91-92) poco preocupado por el tema crucial de la representación y totalmente absorbido por leyes de toma y daca entre ambiente y conducta. Un esquema relacional como el de Peirce, que permite tender puentes entre mente y sociedad, se esclerotiza en diferentes absolutismos conductistas. Pero no del todo. Al lado de corrientes que van sin titubeos hacia lo practico o tecnológico existen otras, canalizadas por psicólogos más fieles a la formula triádica y que la adaptan con mayor propiedad a las necesidades de la psicología. Y ello tanto durante la propia vida de Peirce como en épocas posteriores en que su influencia se dejaba sentir más remota e indirectamente.

De entre otros, el interprete más exacto y, a la vez, el mejor adaptador de Peirce al terreno de lo psicológico es, con toda seguridad, G. H. Mead. Para él la significación del "gesto" de un organismo viene dada por la "reacción" de otro organismo, reacción que sigue a dicho gesto (1934/1972, pp. 114-115); pero esta significación adquiere todo su relieve cuando se la valora en un contexto, particularmente el social. Mead desarrollo sus ideas en un doble plano, el social y también el subjetivo o mental. En cuanto a su respeto por los tres vértices, valga como ilustración este ejemplo de Espíritu, persona y sociedad (154), luminosamente claro: el significado de una huella de oso viene dado por su relación por el concepto "oso" (pero también en el percepto de un oso de carne y hueso o de alguna de sus posibles representaciones); ahora bien, esta relación se condensa alrededor de su interpretante, que en este caso bien podría ser la huida o la disposición o el objetivo de huir. Estas triadas nucleares alimentan las cadenas de comunicación en el mundo social; los objetos se asimilan a antecedentes respecto a una acción (comunicativa) determinada; los interpretantes, a consecuencia de dicha acción sobre el interlocutor social; todo ello dentro de una serie temporal de eventos, sacando partido de una sugerencia del propio Peirce (textos C y D). Este enfoque admite una sencilla formalización y brinda incentivos considerables de cara a una aplicación sistemática de los triángulos de Peirce en el terreno de la psicología o la teología de la comunicación (Thayer, 1968, pp. 249-252; Riba, 1990, caps. 6 y 7).

Los contactos de Mead con Peirce están documentados. Así, por ejemplo, Peirce dio conferencias en Chicago hacia 1880, invitado por Dewey, cuando Mead era profesor en esa universidad (Raphelson, 1988). Pero fuera de esta proximidad histórica los triángulos siguen apareciendo a lo largo del siglo XX en distintos territorios científicos, mucho mas alejados de su fuente. Damos dos muestras de ello.

En el ámbito de la lingüística Bloomfield es el representante genuino del conductismo clásico. El significado de una palabra o acción nace del contexto en que se emite, se deriva de su efecto sobre el receptor social. Con todo, una cosa son las propuestas técnicas de Bloomfield relativas a la mecánica de interpretación, y otra su sistema, mucho mas complejo de lo que su contextualismo superficial podría dar a entender (Julia, 1983, pp. 22-23). Así, las coordenadas en que este lingüista inscribe los actos de habla son triples y el modelo triádico. Han sido los comentaristas de segunda o tercera generación quienes han simplificado dichas coordenadas. Creemos que vale la pena llamar la atención, a título de ilustración, sobre alguno de estos malentendidos. Kempson (1977, pp. 48-49) encuadra el planteamiento general de Bloomfield dentro de la terna siguiente: A, estímulo que actúa sobre el hablante; B, emisión del hablante (su respuesta, que es el estímulo para el oyente); C, respuesta del oyente. Sin embargo, de forma chocante, acto seguido afirma que Bloomfield (con Quine) defendió una teoría estímulo-respuesta del significado. Pero esta tendría, como ya hemos dicho, un núcleo diádico y no una terna. El caso de Lounsbury (1977) es todavía más curioso: después de haber defendido un diagrama de geometría claramente triangular, se emplaza el mismo en una línea de análisis diádica, o “dual” según sus propios términos. (p. 15).

En la psicología de la comunicación se puede hallar también indicios de la ya lejana influencia de Peirce. La ley del efecto sigue siendo aquí el motor de la transmisión de mensajes, pero este motor no funciona sin el combustible de las entradas de información procedentes del entorno social en tanto que situaciones antecedentes. El esquema es, pues, triádico. Para acabar de disipar posibles reservas, no hay mas que lanzar una mirada a la figura 1, recogida del texto clásico de Watzlawick, Beavin y Jackson (1967/1981, pp. 17 y 58-60 para la figura y su comentario). En ella se dibuja una interacción de pareja en situaciones terapéuticas. La integración de cada uno de los actores se inserta, como unidad de conducta -como signo y acción- entre otras dos de su interlocutor: una solicitación previa y una respuesta posterior.

Abandonando el rastro de la lingüística y la psicología de la comunicación y siguiendo el del análisis de la conducta nos encontramos con un fenómeno parecido. A pesar del funcionalismo, de las teorías de estímulo-respuesta y de ciertas aproximaciones simplistas del aprendizaje, el triángulo mágico nunca desaparece del todo y a veces surge con todo su esplendor en los suelos más insospechados. De hecho este triángulo se descubre ya en la formulación original que Thorndyke hace de la ley del efecto, aunque no en muchas de sus interpretaciones y aplicaciones posteriores. Dice Thorndyke (1911/1970, p. 244): "Of several responses made to the same situation, those which are accompanied or closely followed by satisfaction to the animal will, other things being equal, be more firmly connected with the situation…" Las cursivas son nuestras y corresponden, por supuesto, a los tres vértices ya conocidos: correlativamente a una acción entendida como conducta en un texto y, por tanto, significativa; a un objeto o antecedente; a un interpretante o consecuente. Adviértase que este ultimo elemento también ahora, bajo una óptica estrictamente psicológica, y no solo comunicación, es el que cierra y da sentido al proceso. Desde luego, este mismo triángulo es compatible con los planteamientos skinnerianos (respuesta operante, estimulo discriminatorio y refuerzo tras algún efecto sobre el ambiente) e incompatible con los pavlovianos (donde, obviamente, falta dicho efecto o interpretante). El condicionamiento clásico y el instrumental son complementarios pero, desde el punto de vista de la contextualización pragmática o en triángulo, el segundo es mas completo (Riba, 1993) cuando, a partir de los años sesenta, el conductismo abre su enfoque y se flexibiliza en planteamientos más eléctricos, mas comprometidos con lo biológico y lo ecológico, la tríada peirceana vuelve a ser la clave de la bóveda de los mismos. Considérese un volumen que es emblemático para ese conductismo de nuevo cuño: Strategies and tactics of human behavioral research, de Johnston y Pennypacker (1980). La figura 2 incluye el esquema que ilustra su pagina 99. En el se traza el nudo principal de relaciones sobre el que debería concentrarse un científico de la conducta antes de decidir su particular selección de variables conductuales o ambientales. Puede apreciarse, expuesta -eso sí- en el plano de lo observable, la tríada de Peirce en su plenitud. Sus dos extremos corresponden a antecedentes y consecuentes, acontecimientos del medio físico o social, cualquiera que sea el nivel de análisis en que se investiguen: de izquierda a derecha, el primero recoge las solicitaciones del ambiente; el último, las consecuencias que la acción de un individuo acarrea sobre aquel. En la posición central se intercala la conducta, reactiva (hacia el pasado), funcional y adaptada (hacia el futuro), pasiva o activa según la perspectiva con que sea contemplada.


3. Segunda vía de simplificación o concreción del pensamiento de Peirce: el paso al sujeto y a lo subjetivo.

Como hemos visto, una primera adaptación de la obra de Peirce a la psicología se ha valido de ciertas interpretaciones unidimensionales de sus conceptos, interpretaciones que, sin ser falsas, reducían el alcance de las formulaciones iniciales. Así, en aras de una objetividad y una aplicabilidad con sabor neopositivista, los interpretantes se han asimilado a respuestas observables, y ello en un contexto puramente funcional, diádico y no triádico. Pero la utilización de las ideas de Peirce por parte de los psicólogos y científicos de la conducta ha supuesto otra deriva que se orienta en un sentido inverso a los de los procesos modelados por la tríada (conductuales, comunicacionales, sociales) y, en un movimiento complementario, a postular una mente, conciencia o subjetividad como su sede. En realidad ambos frentes de análisis se apoyan en planteamientos -incluso, en desarrollos- del mismo Peirce, que fue capaz de ofrecer articuladas estas dos trayectorias actualmente irreconciliables del pensamiento psicológico, la objetivista y la subjetivista, a través de una fenomenología sui generis que él bautizó como faneroscopia. Volveremos a detenernos en esta cuestión al concluir estas líneas.

En lo tocante a la figura del interprete existe acuerdo general sobre la responsabilidad de Charles Morris en su entronización2. No es que Peirce niegue la existencia de un sujeto que percibe o genera significados, lo cual sería a todas luces absurdo; lo que ocurre es que, para él, esta figura es secundaria dentro de su plan general, que es el de fijar el estatuto y las condiciones de validez de todo signo, tanto su hay intérprete como si no (Tordera, 1978, p. 106). Recordemos, una vez más, que Peirce diseña, ante todo, una lógica de los procesos y de la acción en particular. Ahora bien, más allá de este propósito principal, la semilla del sujeto-intérprete, tal como se entiende ahora dentro del paradigma de la comunicación, fue sembrada ya por Peirce (Deledalle, 1978, p. 246; Tordera, 1978, p. 133); curiosamente, cabe incluso en lo posible que esta semilla haya volado hasta Europa y crecido en ámbitos a priori tan lejanos como el psicoanálisis lacaniano, dando entonces como fruto un interprete despersonalizado, un no-sujeto (Peraldi, 1987). Nada de ello nos sorprenderá si comparamos la definición de signo que contiene el texto C, del todo abstracta, con la que ofrece el texto D, donde tras una aproximación en clave abstracta se admite la inevitabilidad de suponer una conciencia que soporte la serie sígnica (no hay conciencia sin signos, ni signos sin conciencia) y, finalmente, con la del texto B, intermedia entre ambos, donde se habla de mente, pero también de persona.

La equivocación de Morris no estuvo, por tanto, en postular un intérprete, sino en apoyarse demasiado sobre esta figura, confundiéndola a veces con el interpretante (Deledalle, 1978, pp. 218-219) y otorgando por ello un peso excesivo a la fase de recepción (respuesta o reacción) frente a la de emisión. Esto es producto, como no, de su obcecación por el criterio del efecto (Sebeok, 1972). Mientras que Peirce mantenía que el signo "stands to somebody for something" (texto B), es decir, está o se da para alguien en una sustitución de algo (es ése el sentido de "for"), para Morris lo fundamental es una toma en consideración ("talking account of") del signo por parte del interprete. Morris, pues, se decanta por los aspectos psicológicos del proceso, por la recepción -percepción- de un signo por parte de un sujeto y su posterior respuesta al mismo (Carontini y Peraya, 1979, p. 20).

Esta tergiversación se hubiera podido soslayar pues, como veremos, Mead dio el mismo paso sin incurrir en los mismos deslices. Sin embargo, en perjuicio de la conservación de las esencias de Peirce, Mead fue mucho más discreto que Morris y su obra no tuvo tanta difusión fuera y dentro e la psicología, o no la tuvo del mismo tipo. Tanto Mead como incluso Cherry -más distante de las fuentes- conservan la tríada o la convierten en un marco sistémico en cuya urdimbre se inscribe la conducta. El par emisor-receptor fija los polos sociales de la interacción, delimitando el contexto en el que se inserta la acción comunicativa, un acontecimiento entre otros dos que le confieren significado.

La versión que de Peirce hizo Morris tiene, no obstante, su lado positivo. Sin el salto al interprete no se hubieran podido fijar las condiciones -sociales- de producción del significado o de la conducta, verbal o no verbal. Asimismo, tampoco se hubiera podido elaborar un discurso sobre la intersubjetividad fundado en el intercambio observable, empírico, de información (Parret, 1983, pp.107-110, 126; Eco, 1980, p. 162). El individuo -sujeto de transacciones con su entorno, actor en los procesos de comunicación- es el punto de la red social donde se resuelven las reglas pragmáticas, contextuales, del significado.

Al igual que el paso al sujeto, el paso a la mente esta anunciado, incluso dado, en diversos fragmentos de Peirce. No hay mas que leer los textos D, E1 y E2 de nuestra sección. Pese a ello, por más que a ciertos psicólogos cognitivos actuales pueda parecerles desconcertante, para Peirce una cosa es la lógica de las operaciones mentales y otra, la psicología del pensamiento. Véase, sino, el texto F, donde nos hemos permitido descontextualizar la ultima frase mediante el recurso de los puntos suspensivos, atendiendo a la importancia del comentario del filósofo.

En cualquier caso, Peirce se ve obligado naturalmente a hablar de mente, si bien lo hace con una óptica fenomenológica y rechazando de plano la introspección. Con esta óptica los interpretantes pueden ser efectos mentales, aparte de conductuales; los objetos, en su primera epifanía ante un organismo, son evidentemente preceptos y pueden llegar a ser imágenes, recuerdos, pensamientos, representaciones mentales en definitiva (textos E1, E2 y F; véase también Tordera, 1978, p.68; Hausman, 1993, pp. 69-70) Pero es Mead quien "psicologiza" sin complejos esta faceta fenoménica del triángulo -ahora mas bien triedro- peirceano. Desde luego, su operación queda legitimada porque, al lado de triángulos mentales o subjetivos, se delinean otros conductuales y objetivos, beneficiándose ambas series de un régimen de apoyo mutuo. Mead, a diferencia de Ogden y Richards, no mezcla las dos series3. En ellas la sede de la producción de significado se revela asimismo doble: aquel puede generarse a partir de redes de signos que "viven" en el sujeto o se captan privadamente desde él, en el seno de un marco o contexto mental; o bien, a partir de redes de hechos sociales que se extienden entre hombres o animales y son captadas por ellos dentro de un contexto público y social.


Epílogo

El mayor mérito de Mead estriba en su capacidad de aunar estos dos mundos para la psicología. Visto desde hoy su proyecto -aun sin desarrollar del todo- no aparece como una simple prolongación ecléctica de las propuestas del maestro, sino como un intento de integración, en el ámbito del comportamiento, de las dos caras de la moneda de cuño peirceano, es decir, de su filosofía o lógica de la acción: una que puede tenerse por uno de los orígenes de la moderna hermenéutica y que ofrece un tratamiento sistemático de los procesos en tanto que encadenamientos de fenómenos, a los que cada sujeto accede de modo singular e intransferible; otra, que juzgamos está en la base -junto a otras contribuciones- del neopositivismo y el conductismo, y que brinda una epistemología de los hechos científicos -en particular, de los biológicos y los psicológicos-, más acorde con el actual punto de vista oficial de la comunidad de sabios. Optar por una de las caras de esta moneda es traicionar lo mas fecundo del pensamiento de Peirce; hay que cargar con ambas por difícil que pueda parecer a algunos psicólogos académicos, a veces mas positivistas que los científicos naturales de la era cuántica.

Cherry, otro inteligente heredero de Peirce, señala como pieza mayor de su legado su principio de que el pensamiento es también actividad social (1957, pp. 265-267, 309). La intersubjetividad es, precisamente, aquella dimensión que se dibuja en el cruce de los dos planos, privado y publico. Este cruce es posible porque los procesos dialógicos que se encadenan en uno y otro son congruentes: en el plano subjetivo o privado el sujeto sirve de interacciones virtuales para relacionarse con su ambiente físico, biológico o social, para pensar, en una palabra; en él publico u objetivo, actúa corporalmente en tanto que individuo dentro de interacciones con otros individuos o con otros sectores del entorno, interacciones que ahora son socialmente efectivas (Ransdell, 1977).

Si algún lector/a opina que todo esto desprende un cierto aroma vygotskiano no seré yo quien lo contradiga. Dejo a otros más expertos en cuestiones históricas (¿difusión cultural o evolución paralela?) la respuesta a este misterio: ¿por qué a Vygotski (1979, pp. 70,79-80,90) también parece haberle seducido la estética del triángulo?

Carles Riba
Universidad de Barcelona


Algunos textos de Peirce relevantes para la psicología

A1. (CP 5.412, 1905). That laboratory life did not prevent the writer (who here and in what follows simply exemplifies the experimentalist type) from becoming interested in methods of thinking; and when he came to read metaphysics, although much of it seemed to him loosely reasoned and determined by accidental prepossessions, yet in the writings of some philosophers, especially Kant, Berkeley, and Spinoza, he sometimes came upon strains of thought that recalled the ways of thinking of the laboratory, so that he felt he might trust to them; all of which has been true of other laboratory-men.

Endeavoring, as a man of that type naturally would, to formulate what he so approved, he framed the theory that a conception, that is, the rational purport of a word or other expression, lies exclusively in its conceivable bearing upon the conduct of life; so that, since obviously nothing that might not result from experiment can have any direct bearing upon conduct, if one can define accurately all the conceivable experimental phenomena which the affirmation or denial of a concept could imply, one will have therein a complete definition of the concept, and there is absolutely nothing more in it. For this doctrine he invented the name pragmatism. Some of his friends wished him to call it practicism or practicalism (perhaps on the ground that {praktikos} is better Greek than {pragmatikos}. But for one who had learned philosophy out of Kant, as the writer, along with nineteen out of every twenty experimentalists who have turned to philosophy, had done, and who still thought in Kantian terms most readily, praktisch and pragmatisch were as far apart as the two poles, the former belonging in a region of thought where no mind of the experimentalist type can ever make sure of solid ground under his feet, the latter expressing relation to some definite human purpose. Now quite the most striking feature of the new theory was its recognition of an inseparable connection between rational cognition and rational purpose; and that consideration it was which determined the preference for the name pragmatism.
A2. (CP 5.438, 1905). Pragmaticism was originally enounced in the form of a maxim, as follows: Consider what effects that might conceivably have practical bearings you conceive the objects of your conception to have. Then, your conception of those effects is the whole of your conception of the object.

I will restate this in other words, since ofttimes one can thus eliminate some unsuspected source of perplexity to the reader. This time it shall be in the indicative mood, as follows: The entire intellectual purport of any symbol consists in the total of all general modes of rational conduct which, conditionally upon all the possible different circumstances and desires, would ensue upon the acceptance of the symbol. ["Temas del pragmaticismo"]
B. (CP 2.228, c.1897). A sign, or representamen, is something which stands to somebody for something in some respect or capacity. It addresses somebody, that is, creates in the mind of that person an equivalent sign, or perhaps a more developed sign. That sign which it creates I call the interpretant of the first sign. The sign stands for something, its object. It stands for that object, not in all respects, but in reference to a sort of idea, which I have sometimes called the ground of the representamen.
C. MS 318 (c. 1907) Grant, then, very thought is a sign. Now the essential nature of a sign is that it mediates between its Object, which is supposed to determine it and to be, in some sense, the cause of it, and its Meaning (...) the object and the interpretant being the two correlates of every sign (...) the object is the antecdente, the interpretant the consequent of the sign.
D. (CP 2.303, 1901). [Sign]: Anything which determines something else (its interpretant) to refer to an object to which itself refers (its object) in the same way, the interpretant becoming in turn a sign, and so on ad infinitum.

No doubt, intelligent consciousness must enter into the series. If the series of successive interpretants comes to an end, the sign is thereby rendered imperfect, at least. If, an interpretant idea having been determined in an individual consciousness, it determines no outward sign, but that consciousness becomes annihilated, or otherwise loses all memory or other significant effect of the sign, it becomes absolutely undiscoverable that there ever was such an idea in that consciousness; and in that case it is difficult to see how it could have any meaning to say that that consciousness ever had the idea, since the saying so would be an interpretant of that idea.
E1. (CP 5.283, 1868). The third principle whose consequences we have to deduce is, that, whenever we think, we have present to the consciousness some feeling, image, conception, or other representation, which serves as a sign. But it follows from our own existence (which is proved by the occurrence of ignorance and error that everything which is present to us is a phenomenal manifestation of ourselves. This does not prevent its being a phenomenon of something without us, just as a rainbow is at once a manifestation both of the sun and of the rain. When we think, then, we ourselves, as we are at that moment, appear as a sign. Now a sign has, as such, three references: first, it is a sign to some thought which interprets it; second, it is a sign for some object to which in that thought it is equivalent; third, it is a sign, in some respect or quality, which brings it into connection with its object. ["Algunas consecuencias de cuatro incapacidades"]
E2 (CP 5.284, 1868). When we think, to what thought does that thought-sign which is ourself address itself? It may, through the medium of outward expression, which it reaches perhaps only after considerable internal development, come to address itself to thought of another person. But whether this happens or not, it is always interpreted by a subsequent thought of our own. If, after any thought, the current of ideas flows on freely, it follows the law of mental association. In that case, each former thought suggests something to the thought which follows it, i.e., is the sign of something to this latter. ["Algunas consecuencias de cuatro incapacidades"]
F. (CP 4.539, 1905). The Immediate Object of all knowledge and all thought is, in the last analysis, the Percept. This doctrine in no wise conflicts with Pragmaticism, which holds that the Immediate Interpretant of all thought proper is Conduct. Nothing is more indispensable to a sound epistemology than a crystal-clear discrimination between the Object and the Interpretant of knowledge; (...) Of course, I must be understood as talking not psychology, but the logic of mental operations.



REFERENCIAS


Notas

1. Por ello, el conductismo mediacional de Osgood, que transforma un esquema E-R en otro E-r-e-R, no cambia nada sustancial desde este punto de vista.

2. El principio de que el efecto de un signo repercute siempre en un organismo está también implícito en la teoría del significado de Ogden y Richards, obviamente deudora de Peirce. Pero el trabajo de estos autores no ha incidido en la psicología de la comunicación como el de Morris.

3. El triángulo de significado trazado por estos dos autores (1923/1984, pp. 35-37) combina un objeto-referente, que está en el mundo, con una "referencia", que corresponde a uno de los interpretantes de Peirce y se da en el plano mental. La solución es parecida a la que Fechner propugnó para la psicofísica: un estímulo perteneciente al mundo externo se relaciona funcionalmente (y aquí, diádicamente) con una sensación en tanto que experiencia interna. El modo nuclear de Ogden y Richards, por consiguiente, consta de un solo triángulo, en tanto que en Mead hallamos dos.




Fecha del documento: 8 mayo 2003
Ultima actualización: 23 mayo 2003


[homepage] [sugerencias]