EL ÍNDICE EN LA FILOSOFÍA DE PEIRCE

Armando Fumagalli

Anuario Filosófico XXIX/3, (1996), 1127-1440



In the first part of the article the author explains the importance of Peirce’s reflection about the index as a crucial point of the reformulation of his entire philosophical system that took place around 1885. Then he examines the role of the index in Peircean semiotics and linguistics, where the index clearly shows -in spite of the difficulties deriving from Peirce's acceptance of some Kantian gnoseological thesis- the necessary and close connexion between language and reality.


1. La nueva teoría del índice, quicio del viraje.

Para Peirce 1885 fue un año crucial. En él tuvo lugar un viraje intelectual concomitante —y probablemente en parte consiguiente— a la gran divisoria existencial de su vida que fue el apartamiento de la Universidad Johns Hopkins, ocurrido en los primeros meses de 1884. A partir de aquel momento se cerraron para él todas las puertas de las universidades de los Estados Unidos1 e inició aquella larga fase de investigación sustancialmente solitaria que lo verá trabajar principalmente en el retiro de Milford.

El viraje teorético de estos años consiste en una sustancial revisión de su teoría de las categorías, revisión que gira sobre todo en torno a un profundo cambio en la Segundidad (Secondness) y a una renovación de su noción de índice, a las que se añadirán en los años siguientes otros enfoques: la teoría de la haecceitas en 1890 y, algunos años más tarde, la introducción de la posibilidad como categoría ontológica. Pero el quicio y el primer motor de estas revisiones, como veremos, es precisamente la introducción de una nueva y sustancialmente definitiva noción de índice2.

De acuerdo con las palabras del mismo Peirce, el descubrimiento de la cuantificación por parte de Oscar Mitchell, recogida en el volumen colectivo de sus alumnos Studies in Logic3 —editado por el propio Peirce— fue la causa inmediata de la revisión de 1885.

Con la reformulación de la categoría de la segundidad, el índice es entendido ahora como un signo que pone en contacto directamente, "físicamente", con el objeto. Peirce lleva a cabo explícitamente esta revisión de la segundidad en el escrito matemático, On the Algebra of Logic4, y en una recensión del libro de Josiah Royce, The Religious Aspect of Philosophy (CP 8.39-54), textos en los que se realiza una explícita conexión entre la cuantificación y el status de la segunda categoría.

El escrito On the Algebra of Logic se abre con un tratamiento de la proposición y del problema de los signos que le es anejo. Peirce afirma que el signo está ligado al objeto en virtud de una asociación mental, y depende por tanto de un hábito. Estos signos son siempre generales y, con frecuencia, convencionales y arbitrarios (CP 3.360). Si el signo, en cambio, significa su objeto sólo sobre la base de una conexión real con él, como ocurre con los signos naturales y con los síntomas físicos, este signo es llamado índice. "El índice no afirma nada; solamente dice "¡Allí!". Agarra nuestros ojos, por así decir, y los dirige a la fuerza (forcibly) hacia un objeto particular, y ahí se detiene. Los pronombres demostrativos y relativos son casi índices puros, porque denotan las cosas sin describirlas" (CP 3.361). El tercer caso es aquél en el que la relación entre el signo y el objeto es de pura semejanza: entonces se tiene un icono (icon), signo que en la New List of Categories de 1867 aún denominaba semejanza (likeness).

Peirce observa que, sin signos generales, que por el momento llama "réplicas" (tokens), y muy pronto denominará "símbolos", no habría generalidad en el discurso; pero los símbolos solos no bastan, porque no pueden establecer el objeto del discurso:

"Pero los tokens por sí solos no establecen cuál es el objeto del discurso; de hecho, éste no puede ser descrito en términos generales; sólo puede ser indicado. El mundo efectivo no puede ser distinguido de un mundo imaginario mediante ninguna descripción. De ahí la necesidad de pronombres e índices, y cuanto más complejo sea el objeto, mayor será esta necesidad5. La introducción de índices en el álgebra de la lógica es el gran mérito del sistema de Mr. Mitchell" (CP 3.363).

Las letras que se usan en el álgebra son también ejemplos de índice, cuando no están directamente por una dimensión física, sino que son usadas en fórmulas generales.

"Las letras del álgebra aplicada son normalmente tokens, pero las x, y, z, etc., de una fórmula general, tal como

(x+y)z=xz+yz,

son espacios en blanco que hay que rellenar con tokens, son índices de tokens".

En este caso, por tanto, las letras son índices de otros signos, que a su vez están —con base en una relación convencional— por dimensiones físicas.

En su recensión de la obra de Royce, Peirce vuelve sobre la cuestión del índice de un modo totalmente parecido: el índice sirve para designar el sujeto de una proposición. "Aquello de lo que se habla" no puede ser distinguido de otras cosas sólo mediante una descripción general.

"[Royce] parece pensar que el sujeto real de una proposición puede ser denotado por medio de un término general; esto es, que mediante una descripción general puedes distinguir de otras cosas qué es precisamente aquello de lo que estás hablando. Kant ya mostró, en un célebre pasaje de su revolucionaria (cataclysmic) obra, que esto no es así; y recientes estudios de lógica formal6 han clarificado aún más la cuestión. Tenemos pues que, además de los términos generales, en todo razonamiento son perfectamente indispensables otros dos tipos de signos. Uno de estos tipos es el índice, que al modo de un dedo apuntador ejerce una verdadera fuerza fisiológica sobre la atención, al modo de un hipnotizador, y la dirige hacia un objeto particular de la sensación. Al menos uno de estos índices debe formar parte de cada proposición, siendo su función designar el objeto del discurso" (CP 8.41).

Un índice designa, por tanto, el sujeto de una proposición, pero sin implicar absolutamente ningún carácter (CP 8.41). Es sólo algo que dirige la atención, pero sin contenido. Peirce pone el ejemplo de un relámpago de luz, que es como si dijese "¡Ahora!" Y este instante, que en sí es igual a cualquier otro instante, puede ser distinguido de otro sólo gracias a una intuición. Aquí Peirce se remite explícitamente a su primer maestro, Kant. De modo coherente con esta ascendencia, el índice parece proponer una intuición sensible absolutamente desprovista de contenido intelectual. Peirce ha encontrado una vía que le parece adecuada para dar cuenta del "choque con lo externo", pero sin prescindir del principio kantiano según el cual el contenido intelectual se da sólo en el concepto, que no deriva de la experiencia. En efecto, prosiguiendo la argumentación, basa la noción de índice no en el intelecto, sino en el elemento volitivo, la voluntad (will), que presenta —en el sistema peirceano— dos ventajas: la de no implicar el tiempo, y la de comportar el contacto con algo externo, a través de la sensación de acción y reacción, la resistencia, la alteridad (CP 8.41). Es la sensación del golpear y del ser golpeados, la sensación del "choque":

"Es la sensación de que algo me ha golpeado o de que yo estoy golpeando algo; podríamos llamarla sensación de colisión o choque".

Peirce comprende que su toma de posición comporta un neto contraste con la filosofía hegeliana, y es en este punto donde se encuentra una de sus afirmaciones más explícitas de desacuerdo con Hegel, que no aceptaría el dato del choque con lo externo (Outward Clash) (CP 8.41).

La teoría del índice presentada en estos dos escritos marca una neta renovación respecto a la precedente teoría del autor americano. Es cierto que había usado el término índice en la New List de 1867 para referirse a signos "cuya relación a sus objetos consiste en una correspondencia de hecho" (CP 1.558). Pero hay una importante diferencia: el índice "ello" (it) de la New List es un concepto —el concepto de "presente, en general" (CP 1.547)— y no se refiere directamente a un individuo, porque en aquella época Peirce pensaba que la individualidad era ideal. Esta teoría, si bien derivada históricamente de Kant ("Apéndice a la Dialéctica Trascendental", en la Crítica de la razón pura), es el resultado coherente de que en la lógica que Peirce usaba en aquel período no había modo de "aferrar" el individuo7. El uso del término índice para nombrar un signo que no se refiere a un concepto, sino directamente a un individuo, no aparece hasta 1885, y por tanto su introducción sería debida a la teoría de Mitchell. Es en este punto de su trayectoria intelectual donde la noción de individualidad llega a ser importante.

¿Por qué Peirce ha cambiado su postura tan radicalmente respecto a los veinte años precedentes? La respuesta debe buscarse en la insuficiencia de su teoría de la realidad. Probablemente Peirce se había dado cuenta de que esta teoría corría el riesgo de llevar a una forma extrema de subjetivismo. En efecto, negando la existencia de una "primera impresión" de la sensibilidad, había desligado completamente lo real de la percepción, de tal modo que el contacto directo con la realidad ya no era alcanzable por nuestras facultades cognoscitivas. Podía "colocar" la realidad sólo al final del proceso de conocimiento, como meta final ideal que debe ser alcanzada: pero su teoría no conseguía garantizar el logro efectivo de esta meta (ni siquiera como posibilidad), y así se encontraba imposibilitado de garantizar la existencia de la realidad misma8. He aquí por qué cambió su precedente teoría de la realidad en los años que van de 1880 a 1890.

Otra pequeña confirmación de nuestra interpretación está en el hecho de que en esta recensión a Royce Peirce ya no sostiene, como había hecho en sus primeros escritos semióticos, que se llegará a una solución verdadera para cualquier cuestión. Ahora en cambio admite que pueda haber cuestiones a las que nunca se dará una respuesta, pero puesto que no es posible distinguir las solubles de las insolubles, conviene proceder como si todas las cuestiones tuvieran solución. Se trata, pues, de una especie de "economía de pensamiento" que nos aconseja proceder así: es suficiente contentarse con que la investigación tenga una tendencia universal hacia el establecimiento de una opinión (CP 8.43). Ahora ya no sólo el acuerdo final constituye el objeto del conocimiento: hay también una "materia" del mundo, que se da en el "choque" con lo externo. Hay un existente que se da al sujeto y salva de un idealismo de tipo berkeleyano, sin necesidad de postular el éxito de la investigación (inquiry), que era antes la única garantía de la "realidad de lo real".

Era, pues, necesaria una revisión de las categorías. Si lo real es aquello que (como resultado de la investigación/teoría científica) da coherencia a la experiencia, para escapar del puro conceptualismo será preciso que sea algo más que pura conceptualidad. Pero la teoría de 1868 no preveía otra cosa que los elementos conceptuales. La revisión de las categorías en 1885 es un intento de salir de este dilema, volviendo a una posición más próxima a la de Kant.

Aún más claramente que en los textos analizados, la nueva formulación categorial se encuentra expresada en un manuscrito del mismo año 1885: One, Two, Three: Fundamental Categories of Thought and of Nature9. En este escrito, en lugar de derivar las categorías de la relación sígnica, como hizo en la New List, Peirce las presenta directamente como tres tipos de relaciones lógicas, que pueden ser monádicas, diádicas, triádicas. Este procedimiento es más general que el de la New List, porque establece que todas las relaciones están contenidas en una de estas categorías.

En este punto, pues, las categorías peirceanas ya no son el resultado de un análisis de la proposición, sino que se presentan como tres formas lógicas fundamentales a las que se adscriben tres ámbitos de experiencia. Por esto su nombre más general y común es abstracto (Firstness, Secondness y Thirdness) y no hace referencia a la proposición, ni a la percepción, ni a ninguna cosa determinada de nuestra experiencia. Y es el nombre que mantendrá hasta el final.

Para caracterizar su segundidad Peirce no emplea el término "haecceidad" (haecceity)10 hasta 1890, pero es muy probable que su estudio de Scoto, que comienza desde los años 60, haya influido en él al formular su propia teoría, aunque no usa explícitamente el término escotista hasta algunos años después. La haecceitas es un tipo de experiencia, que tiene la forma del shock. Peirce la describe como algo que comporta resistencia, reacción, intrusión, todos ellos aspectos de una experiencia de shock, que hacen referencia a la componente volitiva del hombre, y no a la racional. La "haecceidad" es irracional porque no puede ser definida conceptualmente; puede ser conocida sólo ostensivamente, "ponderando su insistencia (hefting its insistency)" (CP 6.318, 1908).

Es la posesión de la haecceitas lo que da existencia al objeto (CP 6.318). Peirce sigue a Scoto precisamente cuando hace gravitar el peso del cuantificador existencial sobre el principio de individuación. De ello se sigue que la existencia no es un predicado, y que en la lógica peirceana el cuantificador existencial es fundamental, y es definido sobre la base de la existencia (CP 4.404, 1903).

Como señalábamos más arriba, nos parece que con esta caracterización de la segundidad Peirce ha querido de alguna manera escapar de su representacionismo, encontrando algo que "golpea" al sujeto, pero sin ser una representación. Este es el motivo de su insistencia —que es como un ritornello en los numerosísimos pasajes en los que define las categorías— en que la segundidad no tiene contenido, no implica propiedades, caracteres determinados: si así fuese, en efecto, se vería reducida también ella a representación, y ya no habría modo de escapar de la subjetividad de la cognición (cognition), ya no habría contacto —que, no pudiendo ser intelectual, es choque, lucha, oposición: un hecho de voluntad— con lo externo, algo que Peirce, dadas sus premisas gnoseológicas, no habría podido admitir. Como puede verse, esta teoría lleva a la posición kantiana según la cual la existencia nunca puede darse en un concepto, sino sólo en la intuición; en una intuición que, siendo sensible, está desprovista de contenidos intelectuales. La existencia es un hecho bruto (hard fact), dice Peirce; pero así, como también ocurre en Kant, la condena a ser también un hecho ciego.

2. El índice en la semiótica.

Como es bien sabido, Peirce considera que la tripartición de los signos en iconos, índices y símbolos es la clasificación más fundamental que puede darse del signo mismo11. Lo que distingue a estos tres tipos de signos es una diversa relación con el objeto, que si en el caso del icono es de semejanza y en el símbolo es fruto de una ley general o de una convención, en el índice se trata de una relación fáctica.12

Veamos cómo el propio Peirce define el índice en uno de sus escritos semióticos:

"Un Índice es un signo que se refiere al Objeto que denota en virtud de estar realmente afectado por ese Objeto" (CP 2.248, c.1903).

El índice es el signo que está realmente influido, afectado (affected) por el objeto. Inmediatamente después Peirce especifica que, para que esto ocurra, debe haber en él una cierta cualidad que sea común con el objeto mismo: aplicando estas afirmaciones a un ejemplo de índice que Peirce pone a menudo, tenemos que una veleta (weathercock) —que es un índice de la dirección del viento— indica el viento gracias a que tiene en común con él la dirección. Lo que distingue al índice es el hecho de ser realmente modificado por el objeto, como en este caso.

La relación entre el índice y la segundidad es bastante clara: un índice es un signo en cuanto que es un individuo "segundo" (individual second), es decir, existente, efectivo. Peirce distingue entre índice genuino y degenerado, según que la Segundidad sea una relación existencial o una referencia (reference). Se trata de un pasaje muy interesante:

"Un Índice o Sema es un Representamen cuyo carácter representativo consiste en su ser un individuo segundo (individual second). Si la Segundidad es una relación existencial, el Índice es genuino. Si la Segundidad es una referencia, el Índice es degenerado. Un Índice genuino y su Objeto deben ser existentes individuales (sean cosas o hechos), y su Interpretante inmediato debe tener el mismo carácter.

Subíndices o Hiposemas son signos que deben su ser signo principalmente a una conexión efectiva con sus objetos. Así, un nombre propio, un demostrativo personal, o un pronombre relativo o la letra adjunta a un diagrama, denotan gracias a una conexión real con su objeto, pero ninguno de éstos es un Índice, puesto que no es un individuo" (CP 2.283-284, c.1902).

Consideremos más de cerca el papel del índice en la semiótica y en la lingüística peirceana: Peirce, en efecto, sugiere muchas ideas bastante interesantes, si bien a veces contradictorias y no totalmente sistematizadas. La tarea principal del índice es hacer posible la identificación. Es el signo que fija aquello de lo que se habla, pero lo hace sólo dirigiendo la atención hacia el objeto, sin ninguna componente descriptiva. Una de las muchas definiciones que Peirce da del índice, todas ellas semejantes, es la siguiente, en el Baldwin Dictionary:

"[Índice:] Un signo, o representamen, que se refiere a su objeto no tanto por alguna similitud o analogía con él, ni porque esté asociado con caracteres generales que ese objeto casualmente posea, sino porque está en conexión dinámica (que incluye la espacial) a la vez con el objeto individual, por una parte, y con los sentidos o la memoria de la persona a la que sirve de signo, por la otra" (CP 2.305, 1901).

Después de poner algunos ejemplos de índice, Peirce sintetiza tres características distintivas:

"Los Índices pueden ser distinguidos de otros signos, o representaciones, por tres señales características: primero, que no tienen un parecido significativo con sus objetos; segundo, que se refieren a individuos, unidades individuales, colecciones individuales de unidades, o continuos individuales; tercero, que dirigen la atención hacia sus objetos mediante una coacción (compulsion) ciega" (CP 2.306, 1901).

Goudge, en su artículo sobre el índice, individuaba algunas características de este tipo de signo: una de ellas es que la relación entre índice y objeto es un "hecho bruto", una relación no racional. Mientras que Goudge no tiene nada que objetar a esto, por nuestra parte pensamos que, si bien es correcto que la relación entre índice y objeto es un hecho, una segundidad, ello no significa que la relación sea "no racional" y que el hecho sea "bruto". Estamos aún en la separación, insostenible pero kantianamente mantenida, entre hechos y racionalidad. Si es cierto que la relación no es puramente racional, esto no significa que no pueda ser racional, tener contenidos racionales en el hecho. Volviendo a la veleta (weathercock), su relación con el viento es fáctica, pero no es bruta, puesto que puede ser objeto de racionalización, podemos hablar de ella, podemos comprenderla y estudiarla. En los hechos hay racionalidad, de otro modo no comprenderíamos nada y ni siquiera podríamos hablar de ellos.

Goudge concluye que la teoría peirceana del índice propone un paradigma de identificación demasiado restringido, limitado a lo que Strawson llamaría identificación ostensiva de los particulares (demonstrative identification of particulars)13; por ejemplo, el caso de un intérprete que identifica sensorialmente una cosa indicada por un signo. En efecto, para Peirce la única alternativa es la descripción en términos generales, que es por tanto rechazada.

"El mundo real no puede ser distinguido de un mundo ficticio mediante ninguna descripción. A menudo se ha discutido si Hamlet estaba loco o no. Esto ejemplifica la necesidad de indicar que se quiere hablar del mundo real, si es que se quiere. Ahora bien, la realidad es en conjunto dinámica, no cualitativa. Consiste en energía (forcefulness). Nada excepto un signo dinámico puede distinguirla de la ficción. Es cierto que no hay ningún lenguaje (por lo que yo sé) que tenga una forma particular de hablar que muestre que se está hablando del mundo real. Pero esto no es necesario, ya que las entonaciones y miradas bastan para mostrar cuándo el hablante va en serio. Estas entonaciones y miradas actúan dinámicamente sobre el oyente, y hacen que piense en realidades. Ellas son, pues, los índices del mundo real. Así pues, no queda ninguna clase de aserciones que no implique índices, exceptuando análisis lógicos y proposiciónes idénticas. Pero las primeras serán mal entendidas y las segundas tomadas como sinsentidos, a menos que se interprete que se refieren al mundo de términos y conceptos; y este mundo, como también un mundo ficticio, requiere un índice que lo distinga. Es pues un hecho, como había declarado la teoría, que un índice al menos debe formar parte de toda aserción" (CP 2.337, c.1895).

También las funciones "preceptivas", instruccionales, que parecerían sustituir a las más estrictamente indiciales, son en cambio reconducidas a éstas (CP 2.336, c.1895).

Se insiste así en la función efectiva-existencial del índice, que hace de él un signo efectivo, un indicio. Este aspecto de la noción de índice es desarrollado en el ensayo de Sebeok, quien refiere su origen al paradigma médico de reconocimiento de los síntomas14, y muestra cómo esta noción está presente en las más diversas ciencias, desde la biología a la química y a la sociología15.

El signo como indicio, síntoma, es el quicio en torno al que gira la identificación, hoy muy difundida en diversos sectores disciplinares, entre mundo y texto. La analogía es aún más fuerte para aquellos textos que son construidos sobre un "paradigma indiciario", como las novelas policiacas, un producto típicamente contemporáneo de género codificado, pero con precedentes ilustres en la historia de la literatura. Está claro que la noción de índice como indicio —cierto o dudoso: tekmerion o semeion— sería susceptible de infinitos desarrollos en todos los campos a los que se aplica. Aquí seguiremos más bien la trayectoria de Peirce, sólo para ver el papel que dicha noción juega en la nominación, con un brevísimo apunte al problema de la referencia, dejando de lado en cambio las opiniones peirceanas sobre la estructura de la oración, que serían muy interesantes16.

En el último de los ensayos sobre el pragmatismo, publicado en The Monist en 1906, el valor del índice consiste en superar las imprecisiones de cualquier descripción remitiendo al objeto concreto, que está más determinado que cualquier descripción que pueda darse de él17. También la definición de las unidades de medida es a la postre indicial: un metro al fin y al cabo se refiere a un objeto concreto del universo (una barra conservada en condiciones de presión y temperatura constantes). Aunque históricamente el metro ha sido fijado como cierta fracción de la circunferencia de la Tierra, esta misma medida sólo puede ser calculada con exactitud utilizando el metro o algo que está en relación con él. No se sale del círculo vicioso más que poniendo un existente como punto de referencia al que todo se relaciona (CP 4.544, 1906).

La distinción fundamental, dentro de los términos del lenguaje verbal, viene así a ser la que existe entre palabras que indican objetos y palabras que significan cualidades. Estamos muy próximos a la distinción clásica, que ha originado amplios debates, entre significado y denotación; pero aquí la distinción juega un papel más "vigoroso", porque es interpretada como una categorización rígida, que separa dos clases diferentes de términos18:

"[...] cuando el hombre llega a formar un lenguaje, construye palabras de dos clases; palabras que denominan cosas, cosas que identifica mediante la acumulación de sus reacciones, y tales palabras son nombres propios; y palabras que significan o quieren decir (signify or mean) cualidades [...] y tales palabras son verbos o porciones de verbos, como los adjetivos, los nombres comunes, etc." (CP 4.157, 1897).

Peirce encuentra la raíz de esta distinción en los gramáticos especulativos medievales. En efecto, en los textos peirceanos se cita muchas veces, con la aureola de un dicho célebre y universalmente conocido, una frase de Juan de Salisbury:

"Juan de Salisbury habló de ‘quod fere in omnium ore celebre est, aliud scilicet esse quod appellativa significant, et aliud esse quod nominant. Nominantur singularia, sed universalia significantur’" (CP 2.434, 1901).

A la primera categoría de términos que indican objetos pertenecen, en orden de "pureza indical", los pronombres, algunas preposiciones y los nombres propios. Los ejemplos que pone son bastante interesantes. En el mismo texto de 1893, del que hemos tomado anteriormente algunos ejemplos de índices, Peirce especifica cómo esta noción se realiza en distintos tipos de pronombres:

"Los pronombres relativos quien y que, requieren una actividad observacional de modo muy semejante [a los pronombres demostrativos], sólo que en ellos la observación debe dirigirse a las palabras que han aparecido antes" (CP 2.287, c.1893).

Hoy día se dice que esta función es desempeñada por los deícticos textuales, anáfora y catáfora19, tema ampliamente desarrollado por la lingüística contemporánea.

El texto continúa proponiendo otros ejemplos de índices, como las letras que usan algunos juristas en sus argumentaciones. Peirce pasa luego a los pronombres posesivos, que tienen dos funciones indicales, una que remite al poseedor y otra que permite identificar el objeto poseído. Poco después pasa a distinguir los diversos tipos de pronombres, que son agrupados en dos clases: selectivos universales y selectivos particulares (CP 2.289, c.1893).

Llega después el turno a las preposiciones y locuciones preposicionales que, como Peirce explica en nota, son aquellos elementos del lenguaje que se refieren a experiencias inmediatas no accesibles por medio de descripciones generales: se trata de una reflexión aparentemente marginal, pero muy interesante, sobre el problema de los "primitivos semánticos", como en seguida lo denominará:

"Otras palabras indicales son las preposiciones y las locuciones preposicionales, tales como "a la derecha (o izquierda) de". Derecha e izquierda no pueden ser distinguidas mediante ninguna descripción general. Otras preposiciones significan relaciones que, tal vez, pueden ser descritas; pero cuando se refieren, tal como ocurre más a menudo de lo que podría suponerse, a una situación relativa al lugar y actitud observados (o supuestos como experiencialmente conocidos) del hablante, respecto al lugar y actitud del oyente, entonces el elemento indexical es el elemento dominante" (CP 2.290, c.1893)20.

Algunos años después, en el Baldwin Dictionary, llamará a los pronombres subíndices o hiposemas: la novedad incorporada en estos años está en que Peirce ya no definirá el índice sólo por su relación con el objeto, sino también por sus caracteres propios en cuanto ente. Según esta definición (CP 2.283), tenemos índices genuinos o degenerados según que la relación con el objeto sea existencial o referencial; y después tendríamos los subíndices o hiposemas, que serían como los índices por su relación con el objeto, pero se distinguirían por el hecho de no ser individuos segundos (individual seconds) (CP 2.284, c.1902).

El resultado de estas reflexiones es la afirmación de un primado del pronombre respecto al nombre: no es cierto que el pronombre esté en lugar del nombre, como afirman muchas gramáticas, sino más bien lo contrario. Peirce llega a afirmar que el nombre es un sustituto imperfecto del pronombre, porque no consigue indicar el objeto que denota (CP 2.287, nota 1, c.1893).

Por lo que se refiere en cambio a los nombres propios, su estatuto de índices es menos estable21. En efecto, en los pasajes en los que profundiza en la cuestión, Peirce les atribuye la indicalidad sólo en el momento en el que el nombre propio es conferido o es reconocido por vez primera. En adelante el nombre propio se convierte en un icono de este primer índice, y puede pasar a la categoría de símbolo22 cuando se le unen (por medio de un habitus de asociación) características complejas y articuladas del objeto al que el nombre se refiere (CP 2.329, 1903)23. La otra peculiaridad de los nombres propios es que —en el primer momento en el que son usados— parecen ser los únicos índices puros del lenguaje verbal. Las demás palabras, en efecto, tienen un componente simbólico. El motivo —implícito en la argumentación de Peirce, que no posee esta noción— es que las demás palabras pertenecen a un código. Los nombres propios, en cambio —al menos en cierta medida— escapan al código y son determinados con mayor libertad.

De todo esto se sigue que Peirce "degrade" los nombres comunes a elementos secundarios del lenguaje. La preeminencia que se les asigna en la lógica sería sólo una distorsión de perspectiva debida a la elaboración de una lógica demasiado dependiente de las estructuras de las lenguas indoeuropeas (CP 2.342, 1895).

Tratando de extraer conclusiones provisionales sobre esta teoría de la nominación, podemos decir que encontramos aquí reflexiones de gran interés, sobre todo por la apertura mental y problemática que muestra Peirce en ellas. El precio pagado es cierta incoherencia e indecisión en cuanto al refinamiento de la teoría y en cuanto a los confines entre una noción y otra, que llevan a incongruencias y contradicciones. Sin duda nos encontramos con perspectivas interesantes y comprensivas sobre problemas que la lingüística y la semiótica posteriores tratarán quizás con mayor finura, pero no siempre con igual perspicacia.

En su estudio de los nombres propios hay in nuce una teoría de la nominación que será desarrollada por la filosofía del lenguaje de este siglo. El nombre propio tiene, en efecto, una cierta trascendencia respecto al sistema lingüístico, porque su función se da no sólo en las frases, sino también en los "actos de nominación"24.

En cuanto al primado de los pro-nombres respecto a los nombres, nos parece que es el resultado de la perspectiva, muy interesante pero parcial, a la que llega la discusión: la perspectiva de la referencia y la identificación. Si desde el punto de vista de la apelación a la experiencia el pronombre es suficiente y puede funcionar mejor que un nombre, el nombre tiene de su parte el significado, que hace que haya muchos casos en los que un pronombre no puede sustituirlo adecuadamente. Por otra parte, en algunos casos las mismas circunstancias en las que ocurre la enunciación ejercen la función indical que desempeña el pronombre, o el demostrativo ligado al nombre. El pronombre mismo y el demostrativo ya no son necesarios para efectuar la referencia. Si tengo en la mano un anillo y lo muestro diciendo "es oro", no surgen dudas razonables sobre la referencia de esta frase25.

Nos parece que el primado que Peirce confiere a los pronombres y a los nombres propios sobre los nombres comunes procede de su teoría de las categorías, que hace problemática la relación entre individuo y ley26: si el nombre común, en efecto, se refiere a una naturaleza universal y sólo a ella, no puede estar relacionado con la función del índice (pronombre y nombre propio), que es la de alcanzar el individuo.

La distinción que existe entre significar y nombrar, que Peirce solía citar de Juan de Salisbury, ha sido transformada y traducida de diversos modos. En la era moderna el tratamiento más célebre sobre esta distinción se encuentra en Frege27, que distingue entre Sinn y Bedeutung. Para Frege la referencia es un elemento extralingüístico: es aquello de lo que se habla. Para él, en efecto, la referencia es una noción requerida por la teoría del significado, pero la referencia misma no es una dimensión del significado. Si alguien no conoce la referencia de una expresión, no por esto deja de comprenderla. Significado, en cambio, es lo que se entiende cuando se entiende una expresión.

Remontando en el tiempo, la distinción tiene antecedentes ilustres. Ya Aristóteles, en Perí hermeneias, trazaba una distinción fundamental: la que hay entre significado (semeinein) y uso (chresthai) de un término. De otro modo no se podrían utilizar términos con significado universal (hombre) en frases sigulares (este hombre). En el medioevo esta distinción se convirtió en la distinción entre significatio y suppositio28.

El momento crucial, que ha abierto el paso a la era moderna en la teoría de la suppositio, llega con Ockham, que cambia la suppositio simple por la personal: un nombre ya no está por un universal, sino siempre por un singular. Anticipa así de hecho la reducción de todos los nombres a pronombres obrada por Peirce, si bien con un sesgo que en Peirce será distinto.

Si todo nombre está por un singular, la consecuencia será que también el término que comparece como predicado de una proposición ya no está por un universal, sino por un singular. Y así también el predicado tendrá que tener la capacidad de supponere: estamos en la "teoría de los dos nombres". En su interesante reconstrucción histórica de esta cuestión, Inciarte distingue, como suele hacerse en la historia de la lógica, entre la via antiqua, en la que el predicado está por una res universalis, y la via moderna, de Ockham, donde el predicado está por la misma res singularis por la que está el sujeto, con las dificultades consiguientes: en Socrates est albus, albus estaría bien por la albedo universal, bien por Sócrates29.

Esta teoría occamista de los dos nombres está ya muy próxima al atomismo lógico de Russell del modo siguiente: el sentido de un nombre es la cosa que nombra. Así, en el atomismo lógico los nombres se convierten en pronombres demostrativos. Tienen referencia, pero no significado; Bedeutung, pero no Sinn; suppositio, pero no significatio. Su función es puramente indical y podría ser asumida perfectamente por el dedo índice.

El extensionalismo ha sido posteriormente radicalizado por Quine30, el cual propone una teoría de los pronombres similar a la de Peirce: para Quine los nombres serían pro-pronombres. En el lugar de los pronombres puede haber variables vacías de contenido: tienen referencia, pero no significado. No sólo las descripciones definidas —como en Russell— sino también los nombres propios pueden ser eliminados en favor de expresiones cuantificacionales de tipo puramente formal. Como afirma Inciarte, este lenguaje de suppositio sin significatio, cuyos antepasados se encuentran en la limitación de la suppositio significativa al campo de la suposición personal —eliminando así la suppositio simplex in intentione recta— ya no permite más que una única vía de acceso a un universo mudo de cosas desprovistas de sentido. La semántica, en estas circunstancias, puede ser fundada sólo en el esquema behaviorista de estímulo-respuesta. Es lo que ocurre en Quine, y es lo que ocurrió con los sujetos-índice de Peirce.

Por otra parte, algunas corrientes contemporáneas han desplazado el problema de la referencia, anulándolo en la cuestión del sentido; se anula el logos apophantikós reduciéndolo a logos semantikós, discurso que solamente significa, que es puramente intensional, en el que lo que cuenta es la interpretación, el sentido, pero no la referencia; el valor de verdad, por tanto, se disuelve en la cuestión de la significatividad de las interpretaciones.

Ahora bien, según nuestro parecer, Peirce no comete ni uno ni otro de estos errores, pero en cierto sentido comete los dos. Porque el problema de su noción de índice y de su teoría de la proposición es que no consigue coordinar los componentes intelectuales y los fácticos, los componentes significativos y los referenciales; afirma ambos, pero de un modo que no los garantiza ni es coherente. Una prueba adicional de ello es el hecho de que de Peirce hayan tomado su inspiración dos corrientes aparentemente opuestas: por una parte, la extensionalista y verificacionista, para la cual no hay sentido sino tan sólo verificación, y los nombres sólo sirven para indicar objetos —son pro-pronombres, como de hecho dijo Peirce—; por otra parte, la semiótica "hermenéutica", para la cual no existe la remisión a la cosa existente, sino que la referencia de los nombres es absorbida en los significados, en el darse de la interpretación y de los signos ulteriores.

El nudo teorético revelador de la delicada postura de Peirce —semejante al encontrarse sobre la arista entre dos pendientes opuestas, demasiado estrecha para poder acomodarse allí, y siempre en peligro de resbalar hacia un lado o el otro— es su imposibilidad de justificar los nombres comunes como nombres verdaderos y propios, cuando por el contrario es innegable que pueden servir de sujetos de las proposiciones y, por tanto, estar por objetos y no sólo por predicados universales. El punto clave es precisamente que en el nombre común el objeto se da también a través del significado: "este hombre" se da como sujeto no sólo por medio de la indicalidad de este, sino también por medio del significado universal de hombre; y me es dado en lo que los medievales llamaban la suppositio personalis. El objeto entonces es captado no sólo en la segundidad ciega, sino también e inescindiblemente en la capacidad directiva y de reconocimiento que hay en nuestro conocimiento del singular, conocimiento que es sensible y a la vez intelectual, y cuya expresión significativa en el lenguaje mantiene estos contenidos intelectuales, si bien integrándolos, en algunos casos, remitiendo a lo fáctico de la experiencia inmediata.

Repitámoslo: la experiencia tiene siempre contenidos racionales. El hecho bruto no existe. Peirce, una vez más, cuando se trata de reconocer un universal que se da en un hecho o en un ente singular, tiene dificultades (p. ej. CP 5.429, 1905).

Un hecho puramente extensional no puede darse a nuestra comprensión. El significado nos sirve de via ad res: nos parece que el mérito de Peirce está en haber visto y defendido las dos funciones diversas del lenguaje, que son planos diversos sobre los que el lenguaje actúa; pero su error es el de haberlos separado de modo absoluto, declarando los dos términos de la proposición no sólo distintos, sino totalmente heterogéneos. Por el contrario, uno está en función del otro, y una y otra función pueden ser desempeñadas en algunos casos por las mismas palabras: los nombres comunes, que a veces están por los conceptos fregeanos, y a veces por los objetos. No existen términos desprovistos de cierta categorialidad, por mínima que sea. Y por otra parte la función última del significado es la de guiarnos en la exploración del mundo. También cuando el lenguaje habla de fantasías, de entes no existentes in rerum natura, está latente en su interior una función referencial, que está inscrita en su vocación.

Hemos mostrado cómo Peirce no consigue garantizar perfectamente y plenamente las dimensiones de la referencia y del significado, la dimensión fáctica y la racional; su gran mérito es, sin embargo, que su intento, si bien necesitado de puestas a punto e integraciones, en sí mismo ya testimonia plenamente la imposibilidad de eliminar la apertura al mundo, una apertura que en su teoría del índice es afirmada y defendida con extrema y, a nuestro parecer definitiva, lucidez.

(Traducción de Gonzalo Génova)

Armando Fumagalli
Universita Cattolica del S. Cuore
Largo Gemelli, 1
20123 Milan Italia

Notas

1. J. Brent, Charles Sanders Peirce. A Life, Indiana University Press, Bloomington / Indianapolis, 1993, 168 ss.

2. Hemos intentado reconstruir el papel de la noción de índice y mostrar su centralidad en el contexto del entero sistema peirceano en A. Fumagalli, Il reale nel linguaggio. Indicalità e realismo nella semiotica di Peirce, Vita e pensiero, Milano, 1995 (cit. Il reale), texto al que remitimos para una reconstrucción de conjunto del cuadro filosófico peirceano.

3. C.S. Peirce, Studies in logic. By members of the Johns Hopkins University, Little, Brown, Boston, 1883.

4. C.S. Peirce, "On the Algebra of Logic: A Contribution to the Philosophy of Notation", American Journal of Mathematics, 1885 (7, 2), 180-202; CP 3.359-403.

5. Ver el comentario a este pasaje en C. Hookway, Peirce, Routledge and Kegan Paul, London, 1985, 131. En Über Begriff und Gegenstand (1892), Frege distingue análogamente las nociones de concepto y objeto.

6. Peirce cita en nota el estudio de Mitchell.

7. Hemos reproducido, con algunas modificaciones, las observaciones de M.G. Murphey, The Development of Peirce's Philosophy, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1961, 299-300.

8. Ver las consideraciones de M.G. Murphey, 300-302.

9. Ms 901, publicado parcialmente en CP 1.369-372.

10. Duns Scoto había formulado la teoría de la haecceitas para dar razón de la existencia de los universales y del individuo, salvando a ambos. Scoto parte en su metafísica de lo que llama "esencia (o naturaleza) común", que no es ni universal ni individual. La haecceitas sería entonces la determinación individuante, aquello que hace que la natura communis se determine en un individuo particular: no puede ser una forma, porque toda forma es común a los individuos de una misma especie; por tanto es algo que se añade desde dentro a una forma a modo de "actualidad última". La haecceitas es, pues, en Scoto, el "acto último que determina la forma de la especie en la singularidad del individuo": É. Gilson, La philosophie au moyen âge, Payot, Paris, 1944; trad. it. La filosofia nel Medioevo, La Nuova Italia, Firenze, 1985, 719.

11. Para una descripción sintética de la semiótica peirceana, con algunas observaciones críticas, A. Fumagalli, "La semiotica di Peirce", Acta Philosophica, 1993 (2), 261-280.

12. La bibliografía sobre el índice es mucho menos amplia que la relativa a otros componentes de la semiótica, como la noción de icono o de símbolo, o el papel de la abducción. Los principales trabajos sobre el tema son: A.W. Burks, "Icon, Index and Symbol", Philosophy and Phenomenological Research, 1949 (9), 673-689; T.A. Goudge, "Peirce's Index", Transactions of the Charles S. Peirce Society, 1965 (1, 2), 52-70; T.A. Sebeok, "Indexicality", en M.A. Bonfantini / A. Martone (eds.), Peirce in Italia, Atti del Convegno "Peirce in Italia", Nápoles, 5-7 diciembre 1990, Liguori, Nápoles, 1993, 39-62; A. Fumagalli, Il reale, 335-394.

13. P.F. Strawson, Individuals. An Essay in descriptive Metaphysics, Methuen, Londres, 1974.

14. T.A. Sebeok, "Indexicality", 49-51. La argumentación es desarrollada por C. Ginzburg, "Spie. Radici di un paradigma indiziario", en U. Eco / T.A. Sebeok, Il segno dei tre, Bompiani, Milán, 1983, 95-136.

15. T.A. Sebeok, "Indexicality", 51-54.

16. Algunas consideraciones sobre este tema se recogen en A. Fumagalli, Il reale, 357-377.

17. Recordemos que éste era un problema al que Peirce se había enfrentado a menudo en su trabajo científico, una parte importante del cual versaba sobre problemas de metrología, y que lo tuvo ocupado durante algunos años en experimentos de psicología de la percepción, acerca de los intervalos perceptivos mínimos. Ver J. Brent; A. Fumagalli, Il reale, 23-29.

18. Sobre este aspecto Peirce es ambiguo, porque a veces afirma que en cada término se dan las tres funciones, icónica, indical y simbólica, y otras veces se deja llevar de su vis clasificatoria llegando a distinguir netamente términos considerados totalmente distintos. Nos parece, no obstante, que casi siempre la visión más acertada sea la precedente, que distingue funciones que se dan, en mayor o menor grado, prácticamente en todos los elementos del lenguaje.

19. E. Rigotti, Linguistica generale, Cusl, Milán, 1991, 85-86.

20. Ver las ulteriores observaciones añadidas en CP 2.290, nota 1, c.1893.

21. Sobre este tema, P. Thibaud, "Nom propre et individuation chez Peirce", Dialectica, 1989 (43, 4), 373-386: el artículo trata principalmente del papel del índice en la individuación y la alternatividad del nombre propio respecto a las descripciones.

22. Boler, comentando pasajes en los que Peirce afirma que un nombre propio es un índice sin especificar esta ulterior articulación, objeta con razón que sólo en lógica los nombres propios no tienen significado: en la vida real están llenos de significado. J.F. Boler, Charles Peirce and Scholastic Realism: a study of Peirce's relation to John Duns Scotus, University of Washington Press, Seattle, 1963, 160.

23. Ver también T.A. Goudge, 67-68.

24. Sobre los nombres y los actos de nominación, ver las reflexiones de P.T. Geach, Reference and Generality. An Examination of Some Medieval and Modern Theories, 3ª ed. revisada, Cornell University Press, Ithaca, 1980, 52 (cit. Reference). Para un repaso sobre la vastedad de los problemas involucrados con los nombres propios, también el capítulo 4 de M. Dummett, Frege. Philosophy of Language, Duckworth, London, 1981; S. Kripke, Naming and Necessity, Basil Blackwell, Oxford, 1980; H. Putnam, Mind, Language and Reality, Cambridge University Press, Cambridge, 1979, 272-290.

25. El ejemplo es análogo a uno que ofrece Geach, que es muy claro en esta cuestión. P.T. Geach, Reference, 53-54.

26. Sobre estos temas, A. Fumagalli, Il reale, 145-167 y 204-210.

27. G. Frege, "Über Sinn und Bedeutung", Zeitschrift für Philosophie und philosophische Kritik, 1892 (100), 25-50.

28. Tomamos la síntesis de este desarrollo histórico-teorético principalmente de F. Inciarte, El reto del positivismo lógico, Rialp, Madrid, 1974, 23-53; también J. Pinborg, Logik und Semantik im Mittelalter, Frommann-Holzboog, Stuttgart, 1972, trad. it., Logica e semantica del medioevo, Boringhieri, Torino, 1984; P.T. Geach, Logic Matters, Blackwell, Oxford, 1972. Además de esta distinción, hay en Aristóteles otra particularmente fecunda, entre logos semantikós y logos apophantikós, discurso que solamente significa y discurso que afirma (en el que se da por tanto lo verdadero y lo falso).

29. Para el intento de reducción del significado de las proposiciones a pura extensión, en Occam y Buridano, también J. Pinborg, 163-173.

30. W.V.O. Quine, From a Logical Point of View, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1953; 2 ed. 1961; Meaning and Translation, en R.A. Brouwer (ed.), On Translation, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1959.