Humanidades. Revista de la Universidad de Montevideo, II/1, (2002) 23-65

LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD


Jaime Nubiola
Universidad de Navarra, España
jnubiola@unav.es




"Indeed, out of a contrite fallibilism,
combined with a high faith in the reality of knowledge,
and an intense desire to find things out,
all my philosophy has always seemed to me to grow...".
Charles S. Peirce, Collected Papers, 1.14 (c.1897)


En mi adolescencia, cuando por primera vez me acerqué a la filosofía, me impresionaron profundamente aquellos títulos de los grandes filósofos modernos La recherche de la vérité par la lumiere naturelle de Descartes o De la recherche de la vérité de Malebranche, y quizá ya entonces pensé que algún día escribiría yo algo con ese título. En años mucho más recientes me impresionó también el libro de Popper En busca de un mundo mejor y no sólo por su título, sino porque destacaba que nuestro empeño por alcanzar la verdad era uno de los elementos decisivos para construir un mundo mejor. Agradezco ahora esta invitación de Humanidades que me permite tratar de reunir para un público culto, pero no especializado en la filosofía, mis reflexiones más generales sobre esta cuestión de tanta importancia vital: buscamos la verdad para hacer un mundo mejor, y si no la buscamos el mundo empeora hasta convertirse en un infierno porque lo que se entroniza entonces es el más burdo poder.

Mi exposición estará organizada en cuatro grandes partes. En la primera daré cuenta de la búsqueda de la verdad en la tradición pragmatista; en la segunda abordaré la cuestión de la verdad en el lenguaje tal como aparece en la reciente encíclica Fides et Ratio; la tercera parte está dedicada a presentar el pragmatismo pluralista que defiendo y a distinguirlo del relativismo escéptico tan generalizado en nuestros días; y finalmente, en la cuarta parte esbozaré algunas conclusiones más personales acerca de cómo proseguir la búsqueda de la verdad en una Universidad naciente como es la Universidad de Montevideo. Las diversas partes tienen un origen en cierto sentido independiente y quizá podrían parecer a primera vista un tanto yuxtapuestas, pero no resulta difícil descubrir el hilo que las une pues cada parte confiere sentido y luz a las restantes1.


I

1. La búsqueda de la verdad en la tradición pragmatista

El tema de la verdad es una cuestión enrevesada, en la que se entrecruzan buena parte de los puzzles o de los debates que atraviesan la filosofía, la ciencia y la cultura de nuestro tiempo. Nos encontramos en una sociedad que vive en una amalgama imposible de un escepticismo generalizado acerca de los valores y un supuesto fundamentalismo cientista acerca de los hechos. Se trata de una mezcolanza de una ingenua confianza en la Ciencia con mayúscula y de aquel relativismo perspectivista que expresó el poeta Campoamor con su "nada hay verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira"2. Para ilustrar esto basta con hojear cualquier periódico o comprobar cómo sigue repitiéndose a los alumnos de periodismo que han de distinguir entre información y opinión, entre hechos y valoraciones, o escuchar a los políticos (al menos en mi país) que aseguran que las opiniones son libres o que todas merecen igual respeto.

Tal como veo yo las cosas, aunque para quien detenta el poder resulte muy cómoda una separación total entre ciencia y valores, entre la verdad y lo que queremos, mantener un desgarro así entre lo fáctico y lo normativo resulta a la postre insoportable. Los seres humanos anhelamos una razonable integración de las diversas facetas de las cosas y quizá sobre todo de los diversos aspectos de nuestro vivir, mientras que la contradicción flagrante desquicia nuestra razón, hace saltar las bisagras de nuestros razonamientos y, finalmente, bloquea el diálogo y la comunicación.


1.1. La verdad buscada

He elegido la búsqueda de la verdad como foco de estas páginas porque la verdad es primordialmente aquello que los seres humanos anhelamos y buscamos. Me gusta destacar que la verdad buscada es la verdad objetiva, es decir, la verdad objeto de los afanes compartidos en el espacio y en el tiempo de cuantos dedican su vida y su trabajo a saber y a generar nuevos conocimientos: esto no se refiere sólo a las ciencias naturales, sino también —y quizá sobre todo— a las más profundas aspiraciones de los hombres por comprender el misterio que envuelve sus vidas. Quienes empeñamos nuestras vidas en saber no lo hacemos por afán de poder ni mucho menos por obtener unas patentes o escribir unos libros que nos hagan millonarios, sino que lo que nos mueve realmente es el saber mismo: nuestras vidas están animadas por el deseo de averiguar la verdad, por el "impulso —escribió Peirce3— de penetrar en la razón de las cosas". Como ha escrito Polo, es la verdad la que encarga la tarea al pensar. La inteligencia se pone en marcha para ver si puede articular un discurso que esté de acuerdo con la verdad4.

Frente al relativismo escéptico postmoderno, patente en amplias áreas de la filosofía académica tanto europea como americana, y frente al fundacionalismo cientista todavía dominante en la tradición analítica, deseo exponer un camino intermedio, con pretensiones más modestas, pero que por estar anclado en la experiencia personal de cada uno y en la experiencia colectiva de la especie humana, afronta mejor el reto de dar razón del progreso histórico de la verdad, el reto de comprender el sentido del crecimiento de los saberes y el proceso de generación de nuevos conocimientos. Adoptar esta perspectiva significa destacar que la búsqueda de la verdad no es un problema "teórico", sino que más bien se trata de una cuestión eminentemente práctica, pragmática y comunicativa. Quizá sea conveniente advertir que "pragmático" es una palabra peligrosa, pues es usada con frecuencia como insulto entre políticos y periodistas, pero en nuestro tiempo que ha visto tantas maneras diversas —y a menudo opuestas— de tematizar filosóficamente la verdad, el enfoque pragmatista, que se atiene preferentemente a la experiencia efectiva de la práctica científica y vital humanas, ocupa —me parece— un lugar primordial. Quizá por esa razón en la reciente compilación Teorías de la verdad en el siglo XX en el que se reúnen veintisiete de los más importantes ensayos sobre la verdad del siglo recién terminado, sus editores dedican la primera sección a las teorías pragmatistas y destacan entre ellas el enfoque de Susan Haack, en cuya dirección pueden situarse algunas de las líneas principales de estas páginas5.

Como ha escrito Alejandro Llano, "la filosofía no siempre había concedido a la verdad práctica la atención que merece. Pero sólo es viable rehabilitarla cuando no se extrapola. Porque cuando el valor de la praxis humana se absolutiza el valor de la verdad se disuelve"6. Absolutizar el valor de la praxis sería afirmar con el pragmatismo vulgar que la verdad es meramente algo fabricado por los seres humanos, y en ese sentido, sería algo arbitrario, relativo y por tanto a fin de cuentas, de escaso valor. Lo que quiero afirmar más bien es que las verdades se descubren y se forjan en el seno de nuestras prácticas comunicativas; que la verdad —como dejó escrito Platón7— se busca en comunidad, que no hay verdad fuera de la búsqueda, aunque no es la búsqueda la que causa la verdad.

Frente a las versiones objetivistas de la verdad que nacen del antipsicologismo fregeano y del empirismo del Círculo de Viena, en los últimos años ha irrumpido con fuerza —es decir, con capacidad explicativa— en el seno de la filosofía angloamericana contemporánea una concepción de la verdad en la que ésta no trasciende el lenguaje, sino que se halla inserta en nuestro conocimiento y en nuestros medios de reconocimiento del ajuste entre las expresiones lingüísticas y el mundo. Afirmar que la verdad está maclada con nuestro lenguaje no es degradarla o rebajarla, sino que es destacar su humanidad, su efectivo enraizamiento en nuestras prácticas comunicativas y en nuestros objetivos vitales. La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad es un camello lógico, que no puede pasar siquiera por el ojo de un gramático8.

Con Hilary Putnam —y con una gran tradición de pensadores antes que él— me gusta distinguir entre la Verdad con mayúscula y las verdades que los hombres forjamos. Estas últimas, las verdades que los seres humanos han conquistado laboriosamente mediante su pensar son resultado de la historia: Veritas filia temporis, repetían los escolásticos citando al historiador romano Aulo Gelio (125-175)9 . Que la verdad sea hija del tiempo significa también que la verdad futura depende de nuestra libre actividad, de lo que cada uno contribuyamos personalmente al crecimiento de la humanidad, al desarrollo y expansión de la verdad. La verdad con minúscula no ha sido descubierta de una vez por todas, sino que es un cuerpo vivo que crece y que está abierto a la contribución de todos. Más aún, la verdad no es una sola, sino que son muchas las verdades que los hombres alcanzamos y que mediante nuestra cooperación en el espacio y en el tiempo podemos hacer crecer. Con el dicho medieval, somos enanos a hombros de gigantes, construyendo unos sobre los esfuerzos de los otros llegamos a ver más lejos y con más nitidez que quienes nos precedieron10.

Pero también puede decirse —como escribía con fuerza el humanista Juan Luis Vives rectificando a Juan de Salisbury— que "ni somos enanos, ni fueron ellos gigantes, sino que todos tenemos la misma estatura"11. Si acaso, añadirá Vives a renglón seguido, "nos encaramamos más arriba gracias al bien que nos hicieron, siempre que haya en nosotros lo que en ellos hubo; a saber, estudio, concentración de espíritu, desvelo, amor de la verdad". En esta expresión típica del Renacimiento humanista se refleja bien el estilo democrático, pluralista, que se encuentra también en el centro de la aproximación pragmatista más reciente, pues está anclada en la convicción de que en cada genuino esfuerzo intelectual hay algún aspecto luminoso del que podemos aprender, de que la verdad humana es el saber acumulativo construido entre todos mediante una historia multisecular de intentos, errores, rectificaciones y aciertos.


1.2. La noción de verdad

El núcleo "intuitivo" de la noción de verdad está conformado por tres elementos que interactúan entre sí12. Llamamos verdadero en primer lugar a lo que está realmente presente contraponiéndolo a lo imaginario, a lo irreal: se trata de la dimensión que conecta lo verdadero con lo que es, con lo real, destacada por la raíz griega de la verdad (aletheia) como lo patente y también por el empirismo contemporáneo que tiende a considerar como verdadero sólo lo que se ve y se toca. En segundo lugar, consideramos verdadero a lo fiable y falso a aquello de lo que no podemos fiarnos: enlaza con la noción de autenticidad y con la raíz latina veritas y se traduce en confianza (fides) con las personas o con las cosas. Esta es la dimensión de la verdad que privilegia la tradición hebrea al destacar el valor del testimonio y su autoridad como fuente del conocimiento13, y es también la dimensión que privilegian los modernos medios de comunicación: la mayor parte de las verdades que conocemos son las que aprendemos de los periódicos o de los telediarios basados en la confianza que nos merecen. El tercer elemento es la idea de adecuación, de ajuste, entre lo que se dice o piensa y lo que acontece o se hace. Su ámbito natural es el lenguaje, en particular sus recursos para evaluar o medir la capacidad de las palabras para expresar con claridad el pensamiento y para reflejar con precisión las cosas.

En cierta manera, acentuar la dimensión pragmática significa focalizar la reflexión más en torno al par verdad/mentira que al par verdad/falsedad que ha estado más en el centro de la aproximación cientista dominante en la cultura contemporánea. La mentira nos resulta, por así decir, mucho más humana que la falsedad porque apunta más directamente al ámbito comunicativo de la verdad. Con ello estoy afirmando de nuevo la tesis de que el mejor marco para adentrarse en el análisis de la verdad es identificando la verdad, no como el resultado sofisticado de una teoría lógica, sino como aquello que siempre buscamos. Me parece que esta perspectiva se encuentra en sintonía con la experiencia práctica de cualquiera que se dedique a la docencia. El factor decisivo del crecimiento de los estudiantes es siempre su afán de verdad, la voluntad de saber, que convierte ese anhelo natural en la aventura vitalmente más placentera: "el género humano vive de arte y de razones" escribía Tomas de Aquino14 al comentar aquel famoso pasaje de Aristóteles en el arranque de la Metafísica.

De acuerdo con todo este marco, centraré ahora mi exposición en tres autores de singular relieve en la filosofía del siglo XX. Comenzaré por Wittgenstein, pues muy probablemente es el más conocido, abordaré luego el pensamiento de Charles Peirce sobre esta cuestión y finalmente daré noticia de la posición de un filósofo vivo, el profesor de Harvard recientemente jubilado, Hilary Putnam.


1.3. Ludwig Wittgenstein (1889-1951)

Como decía Wittgenstein a la Prof. Anscombe casi a modo de despedida a las puertas de la muerte en la primavera de 1951: "Elisa, yo siempre he amado la verdad". Uno de los atractivos de Ludwig Wittgenstein radica en que su reflexión es el punto de partida o la fuente de inspiración de dos de las tradiciones dominantes en la filosofía de nuestro siglo. Así como el Tractatus Logico-Philosophicus de 1921 fue considerado por Schlick el punto de viraje decisivo de la filosofía contemporánea y se convirtió —a pesar de Wittgenstein— en el libro de cabecera del positivismo lógico, sus Investigaciones Filosóficas, publicadas póstumamente en 1953 como compilación de buena parte de las reflexiones que le ocuparon en las dos últimas décadas de su vida, significaron la recuperación en el ámbito filosófico angloamericano de muchos de los temas y problemas del pragmatismo americano de finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX.

Como ha señalado Donald Davidson15, — ésta es una de las tesis centrales de mi exposición— Wittgenstein nos puso en el camino real para encontrar en la comunicación interpersonal el origen de la noción de verdad objetiva. Si el lenguaje es esencial al pensamiento y si estamos de acuerdo con Wittgenstein en que no puede haber lenguaje privado y en que sólo la comunicación con los demás nos proporciona el uso correcto de las palabras, entonces, de la misma manera y con la misma rotundidad, ha de afirmarse, por una parte, que no puede haber pensamiento privado —un pensamiento con un contenido proposicional que sólo yo pueda entender— y, por otra, que la comunicación interpersonal es la que proporciona la pauta de objetividad en el ámbito cognoscitivo.

En este sentido, estoy afirmando que la objetividad de la verdad está maclada con el carácter público del pensamiento, con el carácter solidario, social, del lenguaje y con el carácter racional de la realidad. Los tres elementos —pensamiento, lenguaje y realidad— que intervienen en la discusión acerca de la verdad se confieren sentido respectivamente en su interrelación, y esa constelación de sentido se establece mediante la comunicación interpersonal. No hay pensamiento privado, no hay lenguaje privado, no hay realidades privadas, no hay racionalidad privada: no hay privacidad. O mejor dicho, la concepción individualista de los seres humanos como agentes privados, puesta en boga por Descartes y el racionalismo moderno, distorsiona tanto lo que somos los seres humanos singulares que torna imposible la efectiva comprensión de nuestras relaciones comunicativas. El modelo racionalista nos convierte en fantasmas en la máquina, incapaces de dar razón acerca de cómo acaecen los procesos de comunicación entre nosotros, entre los que se incluye el descubrimiento de la verdad.

Ante la pregunta reiterada acerca del porqué, como a veces suelen hacer los niños (o como tantas veces hacemos los filósofos, pues la filosofía —como gusta decir Putnam— es "educación para adultos"), llega un momento en que la única respuesta que nos queda es el "yo hago así", "esto es lo que hago", o incluso con más propiedad "nosotros hacemos así"16. Muchas veces nuestra forma de vida es la razón última que asiste a nuestra conducta. No se trata de buscar una explicación racional más profunda —que a su vez siempre puede ser de nuevo cuestionada— sino que nuestra racionalidad está enraizada en nuestra vida. El lecho rocoso de la verdad (bedrock of truth) de nuestras palabras es siempre nuestra forma de vida. En este sentido la verdad o falsedad de un enunciado está basada (grounded) en una forma de vida que dota de sentido a la propia pregunta por la verdad o la falsedad. La verdad —incluidas las mediciones, la evaluación cuantitativa— es relativa, pero no relativa respecto de la voluntad o el capricho de quien habla o escribe, sino más bien respecto del juego lingüístico, de las prácticas y propósitos en los que dicha expresión está inserta y en los que cobra sentido17.

Nuestras palabras no están asociadas mágicamente con las cosas sin nuestra intervención18, sino que en nuestras palabras se articulan nuestra biografía personal, la experiencia vital de cada uno, con el saber histórico de la humanidad. La verdad no es un problema teórico: los hechos y los valores, las teorías y las interpretaciones están interpenetrados con nuestras prácticas y objetivos vitales.


1.4. Charles S. Peirce (1839-1914)

La perspectiva que acabo de describir muy sumariamente tiene su origen principal en Charles S. Peirce. "La mayoría de la gente jamás ha oído hablar de él, pero lo oirán" dejó escrito el novelista norteamericano Walker Percy, y parece que aquella profecía está comenzando a cumplirse. Durante décadas la figura y el pensamiento de Charles S. Peirce (1839-1914) han estado prácticamente relegados al olvido, pero desde finales de los setenta hay un estallido de interés y se ha puesto en marcha toda una industria editorial a su alrededor, promovida en especial por pensadores europeos como Karl-Otto Apel, Umberto Eco y Jürgen Habermas, y en el ámbito americano por Richard Bernstein, Hilary Putnam y una amplia comunidad de Peirce's scholars, dispersos por los Estados Unidos y el resto del mundo pero conectados mediante el correo electrónico.

En estos últimos años la figura de Charles S. Peirce está adquiriendo una relevancia creciente en muy distintas áreas del saber19, y su influencia sigue todavía creciendo: en astronomía, metrología, geodesia, matemáticas, lógica, filosofía, teoría e historia de la ciencia, semiótica, lingüística, econometría y psicología. En todos estos campos Peirce es considerado un pionero, un precursor o incluso como un "padre" o "fundador" (de la semiótica, del pragmatismo). Es muy común encontrar evaluaciones generales como la de Russell: "sin duda alguna (...) fue una de las mentes más originales de fines del siglo XIX y ciertamente el mayor pensador norteamericano de todos los tiempos"20, o la de Popper, que lo describió como "uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos"21.

Uno de los factores que aumentan el interés por el pensamiento de Peirce (y su competencia para el tema que me ocupa) es su personal participación en la comunidad científica de su tiempo, aunada a un sólido conocimiento de la filosofía de Kant y de la tradición escolástica, en particular de Duns Escoto, cualidades éstas no fáciles de encontrar entre científicos de primera línea. Me parece acertado caracterizar a Peirce —siguiendo en parte a Hookway22— como un filósofo tradicional y sistemático, pero que aborda los problemas modernos de la ciencia, la verdad y el conocimiento desde una valiosa experiencia personal como lógico e investigador experimental en el seno de la comunidad científica internacional. Su buen conocimiento de la historia de la ciencia y de la historia de la filosofía otorgan un inusitado interés a sus esfuerzos por proporcionar una cartografía general de la metodología científica que resulta del todo relevante para la cuestión de la verdad.

Peirce consideró la búsqueda de la verdad como una tarea colectiva, y no como una búsqueda individual de fundamentos según la imagen tradicional del filósofo solitario. Frente al fundamentalismo individualista, Peirce (y con él toda la tradición pragmatista) identificó la comunidad de los investigadores como el medio vital para el descubrimiento de la verdad y el crecimiento de la racionalidad científica (CP 5.311, 1868). Para Peirce, el florecimiento de la razón científica sólo acontece en las comunidades de investigación, en aquellos espacios en que la búsqueda de la verdad es una tarea cooperativa y corporativa. La introducción de nuevas ideas y su comprobación es una tarea que ha de desarrollarse cooperativamente, sometiendo al libre escrutinio de los demás las ideas propias y las evidencias en que se basa nuestra aceptación. Un marco de referencia como el que acabo de describir "no sólo desafía la apelación típicamente cartesiana a los fundamentos, sino que además esboza —ha escrito Bernstein23— una comprensión alternativa acerca del saber científico sin tales fundamentos".

A mí me gusta pensar que la metáfora del árbol de la Ciencia —que campea en el escudo de muchas universidades y centros de investigación— proporciona una pista para recuperar la unidad vital del saber, porque expresa de modo gráfico que la ciencia es —en palabras de Peirce— "una entidad histórica viva" (CP 1.44, c.1896), "un cuerpo de verdad creciente y vivo" (CP 6.428, 1893). La ciencia se construye a lo largo del tiempo entre las opiniones mías y las de la comunidad en la que mi lenguaje, cultura y pensamiento se integran. En ese proceso avanzamos hacia la verdad mediante el diálogo con los demás, pues la comunidad es esencialmente una comunidad de diálogo y conversación.

En esta perspectiva, Peirce puede ser entendido como un continuador de la consideración trascendental de la objetividad en sentido kantiano, pero no tanto por las reglas que rigen el proceso de investigación, como por el contexto comunitario en el que los nuevos conocimientos se generan. Para el científico Charles S. Peirce la comunidad por excelencia es la de los investigadores, a la que el científico individual subordina su trabajo e interés particulares. La verdad está al final de un prolongado proceso de búsqueda esforzada con tal de que la investigación colectiva se prosiga lo suficiente: la verdad sería la "opinión final" de la comunidad científica, hacia la que necesariamente convergen los pareceres diversos. Esta verdad no es un ideal regulador inalcanzable sino que es a lo que necesariamente llegaría la comunidad investigadora si prosiguiera de modo sistemático su trabajo riguroso y creativo.

Cualquier presentación sumaria de Peirce no puede hacer justicia a la riqueza, complejidad y equilibrio de su posición. Como ha señalado Misak, Peirce logra establecer una posición que evita la consideración de la verdad como algo que trasciende todas las perspectivas y al mismo tiempo evita convertir la verdad en algo relativo a las diferentes perspectivas particulares. La clave se encuentra en que no desvincula la verdad de la búsqueda ni vincula la verdad al resultado de algunas investigaciones determinadas24. Frente a la tradición cartesiana que busca una certeza apodíctica, una ciencia primera o básica que proporcione un fundamento claro y distinto, la aproximación pragmatista destaca que el desarrollo histórico de la ciencia ha consistido en una peculiar articulación de falibilismo y objetividad. La experiencia ganada históricamente por la humanidad muestra que el camino mediante el que los seres humanos hemos progresado decididamente hacia la verdad —no ciertamente sin titubeos y fracasos— estriba en el refinamiento de los modos de percibir, en la confianza en la capacidad de la razón propia y de las razones ajenas y en la constante revisión, corrección y mejora de sus resultados. Por así decir, la aproximación pragmatista conjura la 'ilusión' fundacionalista que busca un algoritmo capaz de resolver de una vez por todas nuestros problemas y reconoce que no hay una garantía metafísica de que nuestras creencias o nuestros métodos no vayan a necesitar una revisión en el futuro, pero esto no implica —advierte Putnam25— que no sepamos nada acerca de cómo conducir nuestra investigación, ni implica un escepticismo relativista. Se trata por el contrario de una concepción de la racionalidad genuinamente humana, falible (errare hominum est) pero inclinada como por instinto a alcanzar la verdad.

La concepción de la verdad como tarea comunitaria se encuentra en directa confrontación con quienes conciben la actividad racional como la búsqueda cartesiana de fundamentos. La búsqueda individual de fundamentos es una empresa ilusoria, un sueño de la razón, de la que quizá son engendros monstruosos las perversiones totalitarias del pasado siglo. Por el contrario, tengo para mí que la aproximación pragmatista ofrece una comprensión de la ciencia como actividad vital, cooperativa y falible, de investigación, de búsqueda en comunidad de la verdad que expresa mucho más fielmente las prácticas efectivas de quienes han dedicado su vida a ese quehacer.

1.5. Hilary Putnam (1927- )

A diferencia de Quine, que siempre fue renuente a ser considerado un pragmatista, Hilary Putnam —para mí el filósofo vivo más interesante de nuestro tiempo— se considera plenamente inserto en esta tradición. Como escribió Stegmüller26, en cierta medida Putnam compendia en su biografía intelectual buena parte de la historia de la filosofía de nuestro siglo. Desde un positivismo cientificista inicial ha evolucionado con decisión en las últimas décadas hacia una posición de un marcado carácter pragmatista. Frente al "realismo científico" que ha imperado en la filosofía angloamericana desde los años cincuenta, Hilary Putnam ha sostenido con vigor un realismo de rostro humano, que tiene sus antecedentes en Wittgenstein y en la tradición pragmatista.

El énfasis fundamental se pone en la íntima relación de "lo epistemológico" y "lo ontológico" y en la interconexión vital de teoría y práctica en la búsqueda de la verdad. Putnam cerraba sus Dewey Lectures de 1994 destacando que "si hubo una intuición profunda en el pragmatismo, fue la insistencia de que aquello que tiene peso en nuestras vidas también debería tener peso en la filosofía"27 y pocos años antes decía en una entrevista:

Quizá lo más importante que trato de defender es la idea de que los aspectos teóricos y prácticos de la filosofía dependen unos de otros. Dewey escribió en Reconstruction in Philosophy que 'la filosofía se recupera a sí misma cuando cesa de ser un recurso para ocuparse de los problemas de los filósofos y se convierte en un método, cultivado por filósofos, para ocuparse de los problemas de los hombres'. Pienso que los problemas de los filósofos y los problemas de varones y mujeres están conectados, y que es parte de la tarea de una filosofía responsable extraer la conexión28.

En contraste con las pretensiones del realismo científico, que "empieza con la promesa de salvar el mundo y termina por deshumanizarlo"29, Putnam sostiene que para llevar a cabo un programa de investigación que proporcione una explicación precisa y coherente de la naturaleza del conocimiento y de la objetividad, esa búsqueda ha de tener un rostro humano, ha de estar anclada en nuestras prácticas efectivas de conocimiento. Esto no significa la renuncia a la verdad o su subordinación a un perspectivismo culturalista, sino un énfasis en que la verdad es humana y contribuye genuinamente al florecimiento humano, nos perfecciona, nos hace mejores personas30.

Una de las tesis centrales del reciente libro The Metaphysical Club de Louis Menand, es la de que los pensadores pragmatistas Oliver Wendell Holmes, William James, Charles Peirce y John Dewey tenían en común quizá una sola idea, pero se trataba de una importante, pues era una idea sobre las ideas:

"Todos ellos creían que las ideas no están 'ahí fuera' esperando a ser descubiertas, sino que son instrumentos —como los tenedores y los cuchillos y los microchips— que la gente elabora para habérselas con el mundo en el que se encuentran. Creían que las ideas no son producidas por los individuos, sino por grupos de individuos, esto es, que las ideas son sociales. Creían que las ideas no se desarrollan con arreglo a una lógica interna propia, sino que son enteramente dependientes, como los gérmenes, de sus portadores humanos y del ambiente. Y creían que puesto que las ideas son respuestas provisionales a circunstancias particulares e irrepetibles, su supervivencia depende no de su inmutabilidad, sino de su capacidad de adaptación"31.

Estos pensadores norteamericanos aprendieron de la sangrienta Guerra Civil que la certeza conducía a la violencia: "el problema de la creencia al que el pragmatismo proporciona una respuesta no era el problema tradicional en la cultura victoriana de la pérdida de la fe, sino el problema de un exceso de fe"32, típico de la sociedad norteamericana de mediados del siglo XIX. Quizá puede parecer fuerte expresarlo así, pero se trata éste de un rasgo peculiarísimo del puritanismo norteamericano y de las tradiciones del protestantismo en América del todo opuesto a la genuina tradición católica. Por esta razón, me parece que resulta extraordinariamente iluminador el análisis a este respecto de la reciente encíclica Fides et Ratio.


II

2. La búsqueda de la verdad en la Fides et Ratio

La publicación en 1998 de la encíclica de Juan Pablo II Fides et Ratio ha sido un acontecimiento de primera magnitud en el horizonte intelectual internacional, pero sobre todo ha sido importantísimo para quienes hacen filosofía y teología desde sus convicciones cristianas. A mi juicio, la importancia de este documento no ha hecho más que comenzar, pues su principal línea de fuerza —tal como yo la he leído— se encuentra en el empeño del Papa por devolver la confianza en la razón a quienes se dedican a la vida intelectual: la razón de cada uno con la necesaria formación intelectual, en particular si está iluminada por la gracia, ha de ser capaz de articular en un discurso unitario las realidades humanas y sobrenaturales.

Para Juan Pablo II la búsqueda de la verdad no es una expresión para llenarse la boca, sino sobre todo —además de la cabeza— el corazón y la vida, porque "el hombre, ser que busca la verdad, es también aquél que vive de creencias" (F&R, 31). Frente a los deconstructivismos escépticos postmodernos y al materialismo cientista todavía dominante, la búsqueda que en la encíclica se configura no es racionalista o intelectualista, sino que, además de racional, es afectiva y vital, pues aspira a descubrir un horizonte de sentido para la propia vida y para la comunicación con los demás. Esta búsqueda consiste primordialmente tanto en la forja de nuevos conceptos y el refinamiento de los que ya tenemos para tratar de comprender mejor las realidades que tantas veces nos trascienden, como en la renovación de las formas de expresión de los contenidos alcanzados en la tradición cristiana plurisecular. En este sentido, puede decirse que la verdad es una tarea y que el lenguaje es el medio comunicativo en el que esa tarea ha de llevarse a cabo.

Por este motivo, esta sección aspira a presentar la concepción del lenguaje que se encuentra en la Fides et Ratio y su relación con la verdad. La propia encíclica recaba de quienes se dedican a la filosofía "un esfuerzo particular para profundizar la relación entre lenguaje conceptual y verdad, para proponer vías adecuadas para su correcta comprensión" (F&R, 96), y unas líneas más abajo, haciéndose eco de otro documento pontificio (Exhort. Ap. Catechesi tradendae, 59), añade: "La reflexión filosófica puede contribuir mucho a clarificar la relación entre verdad y vida, entre acontecimiento y verdad doctrinal y, sobre todo, la relación entre verdad trascendente y lenguaje humanamente inteligible" (F&R, 99).


2.1. El lenguaje en la Fides et Ratio

En la encíclica Fides et Ratio se habla abundantemente del lenguaje. Concretamente el término "lenguaje" aparece veintidós veces a lo largo del documento y los términos "lingüística", "comunicación", "palabra", y sus diversos derivados figuran también con una notable frecuencia. Pero, además, algo muy llamativo para quienes se interesan por el lenguaje es la favorable valoración que hace Juan Pablo II de la filosofía del lenguaje del siglo XX, y por extensión de las modernas ciencias del lenguaje, cuyas aportaciones considera una ganancia decisiva para la comprensión del mensaje salvífico. Ya en las páginas iniciales, al reconocer los méritos de la modernidad destaca sus frutos "en la antropología, la lógica, las ciencias naturales, la historia, el lenguaje" (F&R, 5), y en las páginas finales, al subrayar el enriquecimiento en el último siglo de la herencia del saber y la sabiduría menciona en primer lugar la lógica y la filosofía del lenguaje (F&R, 91). Pero es, sobre todo, en el parágrafo 65 del capítulo VI, dedicado a la interacción entre filosofía y teología, donde el Papa afirma que "la filosofía ofrece a la teología su peculiar aportación al tratar sobre la estructura del conocimiento y de la comunicación personal y, en particular sobre las diversas formas y funciones del lenguaje" (F&R, 65). Y unas páginas más adelante, ya en el capítulo siguiente, reitera que "los resultados a que llegan estos estudios [las ciencias hermenéuticas y los diversos análisis del lenguaje] pueden ser muy útiles a la comprensión de la fe, ya que ponen de manifiesto la estructura de nuestro modo de pensar y de hablar y el sentido contenido en el lenguaje" (F&R, 84).

En cierto sentido, con estas palabras Juan Pablo II se está haciendo eco del giro lingüístico que ha caracterizado típicamente a buena parte de la filosofía de nuestro siglo33, pues considera que el estudio filosófico del lenguaje y sus condiciones, llevado a cabo en la tradición analítica y en la hermenéutica continental, constituye un ámbito valioso del que pueden beneficiarse la teología y la catequesis de la fe (F&R, 65).

Como es bien conocido, aunque a lo largo de toda la historia quienes se dedicaron a la filosofía siempre prestaron una gran atención a las palabras, nuestro siglo ha visto una expansión sin precedentes de la investigación filosófica sobre el lenguaje. El conjunto de problemas constituido por las conexiones entre lenguaje, pensamiento y mundo ha llegado a constituir el centro de la reflexión y el debate, particularmente en las tradiciones analítica y hermenéutica. Este giro lingüístico de la filosofía se caracterizó tanto por la concentración de la atención en el lenguaje como por la tendencia a abordar los problemas filosóficos a partir de la forma en que aparecen en el lenguaje. En este sentido, los filósofos no se preguntaron tanto por la posibilidad o legitimidad del conocimiento, por la malicia o bondad de las conductas humanas o por los atributos de Dios, sino que trataron más bien de hacerse cargo, de esclarecer, el significado o alcance del lenguaje cognitivo, ético o religioso34.

El impacto de esta transformación lingüística de la filosofía de nuestro siglo ha sido muy grande y su influencia en la enseñanza católica —a mi entender— no ha hecho más que comenzar. Piénsese que una de las características de la filosofía analítica era la de convertir la relación entre lenguaje y pensamiento en una de las cuestiones centrales —para algunos en la cuestión central— de la filosofía, y que es precisamente esta cuestión la que se encuentra en el corazón del debate contemporáneo —sobre el que gira buena parte de la encíclica— acerca de la distinción entre el contenido de la fe y sus diversas expresiones culturales históricas. En este sentido, ya el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992 afirmaba que:

No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que éstas expresan y que la fe nos permite "tocar". "El acto (de fe) del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad (enunciada)" (S. Tomás de A., Summa Theologiae, 2-2, 1,2, ad 2). Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas permiten expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más (n. 170).

Y la encíclica Fides et Ratio destaca a este respecto que la forma en que los cristianos viven su fe está impregnada por la cultura del ambiente circundante. Efectivamente, nada más alejado de la genuina tradición católica que esa patología de la fe denominada fideísmo o, mejor, fundamentalismo, en la que una pretendida atención literal a los textos revelados podría llevar a renunciar al uso apasionado de la razón que ha sido siempre precisamente uno de los rasgos más distintivos de nuestra tradición. Por el contrario, para Juan Pablo II la fe es siempre de algún modo "ejercicio del pensamiento", no un asentimiento irracional a unos contenidos cuyo sentido no se es capaz de comprender: "la fe requiere que su objeto sea comprendido con la ayuda de la razón" (F&R, 41); "la profundidad y autenticidad de la fe se favorece cuando está unida al pensamiento y no renuncia a él" (F&R, 79).

Sin embargo, aunque se destaque la valoración que hace la encíclica de la moderna filosofía del lenguaje no deben ocultarse las limitaciones que señala respecto de las tradiciones analítica y hermenéutica cuando "prescinden de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser y de Dios" (F&R, 5) y cuando renuncian a la metafísica:

Sin embargo hay estudiosos de estas ciencias que en sus investigaciones tienden a detenerse en el modo como se comprende y se expresa la realidad, sin verificar las posibilidades que tiene la razón para descubrir la esencia. ¿Cómo no descubrir en dicha actitud una prueba de la crisis de confianza, que atraviesa nuestro tiempo, sobre la capacidad de la razón? (F&R, 84).

Esta última pregunta de Juan Pablo II apunta directamente al objetivo que desean ayudar a esclarecer estas páginas. A estas alturas, cuando somos testigos de los engaños que tantas veces la razón ha producido y, sobre todo, cuando sabemos que el lenguaje no es un espejo de la realidad, ni siquiera un reflejo del pensamiento, sino que más bien pensamiento, lenguaje y mundo se encuentran irremediablemente interrelacionados confiriéndose sentido sólo en su respectiva interdependencia, ¿es posible todavía confiar en la razón? Mi respuesta a esta pregunta es doble.

En primer lugar, son muchos los filósofos que en la tradición analítica han superado los estrechos límites ideológicos del positivismo lógico en el que esta tradición tenía su origen y se han abierto decididamente a la metafísica e incluso a la reflexión teológica35. Como es bien conocido, la tesis nuclear del neopositivismo acerca de la significatividad del lenguaje era la de que sólo son significativas las proposiciones empíricas y las proposiciones lógicas. Para los herederos del Círculo de Viena un discurso filosófico científico y riguroso requiere que se descarten como no significativas todas las proposiciones que no sean casos de fórmulas lógicas o no sean reducibles por caminos lógicos a proposiciones empíricamente verificables, ya que no tienen valor cognitivo alguno, sino en todo caso un valor meramente emotivo. A este valor sentimental y expresivo debía ser reducido todo el lenguaje religioso y teológico.

Sin duda, el materialismo cientista, todavía dominante en amplios estratos de nuestra cultura, es el mejor exponente de aquella tradición positivista, pero son muchos, también entre los científicos y los filósofos de muy diversos backgrounds, quienes reconocen que el paradigma cientista es del todo insuficiente para dar cuenta de los fenómenos más típicamente humanos, entre ellos, de modo eminente, el lenguaje y la comunicación entre las personas o la misma ciencia. Como ilustración de esto, basta sólo mencionar la maravillosa Jefferson Lecture de Walker Percy en la que denunciaba tan vigorosamente y con tanto acierto la pobreza conceptual del cientismo contemporáneo, que es incapaz de apresar en sus categorías reduccionistas los rasgos más característicos de la actividad humana36.

En segundo lugar, otro factor que quiero destacar es que una mayor sensibilización ante el carácter no transparente del lenguaje resulta una formidable ganancia que hace posible una expresión pluriforme del pensamiento, y en este sentido, de los contenidos de la fe. Saber que el lenguaje no es transparente lleva al mismo tiempo —y como en contraste— a prestar una cuidadosa atención a las expresiones históricas efectivas del mensaje salvífico y de su recepción y transmisión en el espacio y en el tiempo:

La verdad que Dios ha comunicado al hombre sobre sí mismo y sobre su vida se inserta, pues, en el tiempo y en la historia. Es verdad que ha sido pronunciada de una vez para siempre en el misterio de Jesús de Nazaret. Lo dice con palabras elocuentes la Constitución Dei Verbum: "Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo" (Hb 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18). Jesucristo, Palabra hecha carne, "hombre enviado a los hombres", habla las palabras de Dios (Jn 3, 34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5, 36; 17, 4) (F&R, 84).

Finalmente, antes de abordar directamente la cuestión de la verdad y el lenguaje a las que Juan Pablo II dedica específicamente los parágrafos 94-96 de la encíclica es preciso dar noticia al menos de los otros pasajes en los que aparece el lenguaje. Se trata de las alusiones al "lenguaje popular" y al "lenguaje más radical de los filósofos" que emplea San Pablo en sus epístolas (F&R, 22 y 23), la afirmación del carácter social del hombre, y su adquisición del lenguaje y su formación cultural y religiosa (F&R, 31), la alusión a la aceptación acrítica por parte de algunos teólogos de afirmaciones que han entrado en el lenguaje y la cultura corrientes (F&R, 55), y la necesidad de que estudien las doctrinas filosóficas, su lenguaje peculiar y el contexto en que han surgido (F&R, 86). Todas ellas son cuestiones interesantes, pero en cierto sentido resultan más bien marginales, porque la cuestión crucial frente a los escepticismos postmodernos es sobre todo la de si con nuestro lenguaje, limitado, humano e histórico podemos hablar con verdad de Dios y de las realidades trascendentes. A ello está dedicado la siguiente sección de mi exposición.


2.2. El lenguaje de la verdad

El Catecismo de la Iglesia Católica reconoce abiertamente que nuestro lenguaje sobre Dios es limitado, como limitado es nuestro conocimiento (Catecismo, 40), y que

es preciso purificar sin cesar nuestro lenguaje de todo lo que tiene de limitado, de expresión por medio de imágenes, de imperfecto, para no confundir a Dios (...) con nuestras representaciones humanas. Nuestras palabras humanas quedan siempre más acá del Misterio de Dios (Catecismo, 42),

pero, sin embargo, prosigue afirmando con nitidez que "al hablar así de Dios, nuestro lenguaje se expresa ciertamente de modo humano, pero capta realmente a Dios mismo, sin poder, no obstante, expresarlo en su infinita simplicidad" (Catecismo, 43).

De modo coherente con este enfoque, la encíclica Fides et Ratio afirma rotundamente que

la fe presupone con claridad que el lenguaje humano es capaz de expresar de manera universal —aunque en términos analógicos, pero no por ello menos significativos— la realidad divina y trascendente (Conc. Ecum. Lateranense IV, De errore abbatis Ioachim, II: DS 806). Si no fuera así, la palabra de Dios, que es siempre palabra divina en lenguaje humano, no sería capaz de expresar nada sobre Dios. La interpretación de esta Palabra no puede llevarnos de interpretación en interpretación, sin llegar nunca a descubrir una afirmación simplemente verdadera; de otro modo no habría revelación de Dios, sino solamente la expresión de conceptos humanos sobre él y sobre lo que presumiblemente piensa de nosotros (F&R, 84).

Lo que con esta solemne declaración se quiere afirmar es no sólo que el lenguaje humano es apto para hablar de forma significativa e incluso verdadera de aquello que supera toda experiencia humana (F&R, 66), sino además que Dios se sirve de ese lenguaje para darse a conocer a los hombres: "En el lenguaje humano toma cuerpo el lenguaje de Dios, que comunica la propia verdad con la admirable "condescendencia" que refleja la lógica de la Encarnación" (F&R, 94).

Las afirmaciones que con la encíclica acabo de expresar pueden resultar probablemente ininteligibles para un no creyente —e incluso quizás para un cristiano—, pero pertenecen al patrimonio tradicional de la fe católica, aunque posiblemente no habían sido planteadas hasta ahora con tanta audacia intelectual. "¿Qué es la verdad?" preguntó Pilatos con escepticismo a Jesús, incapaz de darse cuenta de que tenía la Verdad misma delante de sus ojos. En cierto modo, aquel escepticismo de Pilatos pervive hasta nuestros días, y la encíclica aspira a contrarrestarlo devolviendo a los filósofos y teólogos católicos la confianza en la capacidad de la razón para progresar en la comprensión de los problemas y en la aptitud del lenguaje para expresar nuestro conocimiento de la verdad.

Frente al diagnóstico postmoderno de Rorty y otros muchos que abogan por la disolución de la filosofía en la literatura, en la conversación general de la humanidad —que se manifiesta tanto en el relativismo escéptico del hombre común como en amplias áreas de la filosofía académica contemporánea— y frente al cientismo materialista de los herederos del Círculo de Viena, el enfoque que se defiende en la Fides et Ratio es —a mi entender— esencialmente operativo y pragmático, es a la vez heredero de la tradición aristotélica y está en consonancia con los mejores resultados de la teorización acerca de la investigación científica contemporánea tal como se expresa en la tradición pragmatista descrita en la sección primera de este trabajo. La encíclica concibe la verdad, en conformidad con esa tradición filosófica y científica, como aquello que los seres humanos —tanto los científicos y los filósofos como los ciudadanos de a pie— primordialmente anhelamos y buscamos. Esta afirmación se repite de una manera u otra en una veintena de lugares, pero será suficiente quizá con transcribir con cierta amplitud en apoyo de esta afirmación la primera mitad del parágrafo 25:

"Todos los hombres desean saber" (Aristóteles, Metafísica, I, 1) y la verdad es el objeto propio de este deseo. Incluso la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más allá de lo conocido de oídas, cómo están verdaderamente las cosas. El hombre es el único ser en toda la creación visible que no sólo es capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso se interesa por la verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede permanecer sinceramente indiferente a la verdad de su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en cambio, si puede confirmar su verdad, se siente satisfecho. Es la lección de san Agustín cuando escribe: "He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse engañar" (Confesiones, X, 23, 33). Con razón se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede discernir, con sus propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un juicio propio sobre la realidad objetiva de las cosas. Este es el motivo de tantas investigaciones, particularmente en el campo de las ciencias, que han llevado en los últimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un auténtico progreso de toda la humanidad.

Sin duda este texto resulta muy luminoso no solo por la mención de Aristóteles a propósito del deseo natural de saber de todos los seres humanos y la de San Agustín que nunca había encontrado a nadie que quisiera que le mintieran, sino sobre todo por la sencilla afirmación de que tanto en la vida diaria como en las ciencias más avanzadas lo que los seres humanos anhelamos es la verdad, el cómo están verdaderamente las cosas. Sabemos además que al conocer la realidad de ordinario no la agotamos exhaustivamente, sino que siempre queda más realidad, siempre se puede pensar más, siempre puede crecer y ensancharse nuestro conocimiento en el futuro.

Esta manera de enfocar el problema de la verdad es del todo opuesta al paradigma fundacionalista de la modernidad, que buscaba certezas indubitables y suponía que había una única descripción verdadera del mundo, que era la que la ciencia nos iba a proporcionar ahora o en un futuro que no podía tardar ya mucho más. Aquel paradigma de la certeza, como escribe Llano, "—al menos desde Popper, Kuhn y Polanyi— [a los que puede anteponerse C. S. Peirce] ha entrado en una crisis profunda, que no presenta visos de poder superarse"37. El punto importante que conviene advertir con MacIntyre es que esa crisis no afecta a la tradición aristotélica, porque lo más característico de la filosofía que desarrolla el modo aristotélico de pensar es la primacía que concede al fin, al telos.

"El aristotelismo fracasó en partes clave de su física y de su biología, pero triunfó al proclamarse a sí mismo racionalmente como metafísica, como política y moral, y como teoría de la investigación. Si esto es así, entonces el aristotelismo ha mostrado ser al menos en estas áreas no sólo la mejor teoría hasta ahora, sino la mejor teoría hasta ahora acerca de lo que hace que una teoría particular sea la mejor"38

La teoría de la búsqueda aristotélica, de la verdad como objeto de nuestros afanes avala que el fundamento de una investigación no ha de ponerse en su principio, sino que ha de ponerse precisamente en su objetivo, en el fin al que tiende:

Según el paradigma de la verdad, en cambio, lo que interesa no es tanto el punto de partida y el camino que a partir de él se recorre. Lo que importa es la meta a la que se tiende y los avances que hacia ella se producen. Es más el comienzo mismo presenta una índole provisional y tentativa, [...] La búsqueda no está obsesionada con el pasado, sino que se encuentra completamente volcada hacia el futuro39.

Pero, ¿cómo se usa el término "verdad" en la Fides et Ratio? De inmediato puede responderse que Juan Pablo II lo usa analógicamente (F&R, 83 y 84), no sólo porque apelando a una venerable tradición la encíclica distinga entre la Verdad con mayúscula (F&R, 12n, 33, 66, 73, 92 y 108) y las verdades que los hombres descubrimos, sino porque la verdad se dice tanto de Dios, del hombre y de las cosas como sobre todo de nuestras palabras, textos y juicios acerca de ellas. Concretamente, el término "verdad" y sus derivados aparecen en el texto un total de cuatrocientas veces; de ellas ocho con mayúscula para referirse a Cristo o a Dios como la Verdad o para aludir a la Verdad divina, revelada o increada, pero en todos los demás casos con minúscula y se refiere tanto a Jesucristo, "el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6)" (F&R, 2), como a la verdad en su sentido más común. En treinta y una ocasiones Juan Pablo II escribe de las verdades en plural ("verdades fundamentales de la doctrina católica", "verdades filosóficas", "verdades buscadas", "verdades parciales", "verdades simplemente creídas", "verdades religiosas", etc.). La verdad en singular aparece con frecuencia aislada, a veces como equivalente a lo verdadero, pero en muchos pasajes está adjetivada con "parcial", "primera", "última", "fundamental", "plena", "total", "universal", "revelada", "divina", "cristiana", "objetiva". La verdad tiene aspectos (F&R, 6), facetas (F&R, 28), y hay diversos caminos que llevan a ella (F&R, 15, 21, 22, 24, 48).

2.3. La articulación de verdad y significado

Como la propia encíclica sugiere, el aspecto más problemático de la noción de verdad es probablemente el del esclarecimiento de su relación con el significado (F&R, 94). Este ha sido uno de los focos que han centrado la discusión en nuestro siglo en filosofía del lenguaje y, por esa razón, para esbozar una línea de solución es indispensable tomar un poco de distancia, pues significado y verdad corresponden a dimensiones diferentes, pero complementarias, del lenguaje. Como antes se señaló, el núcleo "intuitivo" de la noción de verdad está conformado por tres elementos que interactúan entre sí: lo verdadero como lo real, lo verdadero como lo fiable o lo que nos inspira confianza, y en tercer lugar lo verdadero como lo adecuado o exacto. Este tercer elemento en la noción de verdad es el más moderno: se trata de la idea de adecuación, de ajuste, entre lo que se dice o piensa y lo que acontece o se hace. En realidad, se trata de la articulación entre el significado, que viene a equivaler a lo pensado, y la verdad, que viene a equivaler a lo real, a lo patente en aquel primer sentido.

La medición de esa adecuación se da siempre en el lenguaje: la verdad es siempre una propiedad de lo que decimos. Usamos la expresión "es verdadero" (o "es falso") para evaluar o medir la efectiva capacidad de unas palabras para expresar con claridad un pensamiento y reflejar con cierta precisión una realidad. La verdad no depende sólo del mundo, de la realidad, sino que depende también en buena medida de nuestros propósitos e intenciones; depende sobre todo —como enseñó John Austin— del tipo de acto lingüístico que llevemos a cabo al expresar lo pensado y de las circunstancias efectivas en que lo realicemos. Advertir que la conexión entre significado y verdad acontece siempre en nuestro lenguaje —que a su vez es siempre dialógico, esto es, compartido con los demás— tiene una extraordinaria importancia. Afirmar que la verdad está enraizada en nuestro lenguaje hace destacar su humanidad, su efectivo enraizamiento en las prácticas comunicativas de los seres humanos, pero también en cierto sentido es destacar con la tradición griega y moderna su racionalidad e intemporalidad. Como ha escrito Polo,

lo verdadero es lo siempre igual a sí mismo, no desgastado por el tiempo. La verdad es, por tanto, eterna en el modo de lo actual, en un presente propio (no congelado en el pasado); es, por tanto, lo que vale para todos. El paso de la historia no le afecta40.

Sin duda alguna, hay una tensión entre esos dos aspectos, pero esa tensión es precisamente uno de los resortes de nuestra búsqueda permanente, de nuestro anhelo de más verdad que no se conforma con las verdades ya alcanzadas.

La verdad no es el resultado sofisticado de una teoría lógica, sino que —como he dicho más arriba— es sobre todo aquello que los seres humanos siempre buscamos: "lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia" (F&R, 102). Los seres humanos no somos simples espectadores de la verdad, sino que tenemos una relación viva con ella: nuestra vida es siempre vivir en la verdad. Somos capaces de reconocer la verdad, de reconocerla incluso dentro de nosotros mismos, de advertir la correspondencia entre lo entendido y lo que es, y de organizar nuestra vida de acuerdo con la verdad alcanzada.

Esta formidable capacidad alude directamente a la conexión de racionalidad y vitalidad que acontece en nuestro lenguaje, en las prácticas comunicativas humanas, y de modo eminente en el lenguaje de la fe. Juan Pablo II escribía a este respecto en la Veritatis Splendor:

Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida. Pero, una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica. La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cf. Gál 2, 20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos41.

2.4. Comunicar la verdad

El paradigma de la verdad como tarea resulta mucho más humano y atractivo que el paradigma de la certeza del racionalismo moderno. Se trata genuinamente de entender la verdad particularmente como una tarea que estamos llamados a desarrollar con todas nuestras fuerzas. "Te doy como tarea la verdad, la gran verdad de Dios, pero esta verdad no puede ser predicada y realizada de ningún otro modo más que amando": en estos términos describía el propio Juan Pablo II la misión a él confiada42. En la propia Fides et Ratio se afirma algo semejante, pero en referencia ahora no al Pontífice, sino a toda la comunidad creyente:

Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del cual es responsable de un modo muy particular: la diaconía de la verdad. Por una parte, esta misión hace a la comunidad creyente partícipe del esfuerzo común que la humanidad lleva a cabo para alcanzar la verdad; y por otra, la obliga a responsabilizarse del anuncio de las certezas adquiridas, incluso desde la conciencia de que toda verdad alcanzada es sólo una etapa hacia aquella verdad total que se manifestará en la revelación última de Dios (F&R, 2).

Reconocer esta dimensión comunitaria de la búsqueda y del anuncio de la verdad acentúa de manera particular tanto el carácter dialógico y público de la verdad, esto es, en terminología religiosa, su carácter eclesial y católico, como su carácter abierto en el tiempo, dinámico, creativo e incluso a veces paradójico. Afirmar lo primero implica destacar la objetividad de la verdad, que trasciende las perspectivas subjetivas, localistas y particularizadas: "la verdad es, de suyo, ecuménica, global"43. Afirmar la apertura en el tiempo significa la necesidad de crecer en su comprensión y en la renovación de sus formas de expresión.

Una ajustada comprensión filosófica de esta dimensión lingüística y comunicativa de la verdad no lleva a relativizar la fe católica, sino que, por el contrario, ha de conducir a un empeño renovado por comprender mejor el lenguaje conceptual utilizado en las definiciones tradicionales, sus condicionamientos históricos y culturales, y sobre todo, las verdades que esas fórmulas expresan (F&R, 95 y 96). Mediante un esforzado trabajo intelectual será posible lograr maneras mejores de expresar esas realidades que trascienden todas nuestras formas de expresión. En ese sentido, la tradición católica ha llegado a afirmar que "aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos" (Catecismo, 66) y que "la inteligencia tanto de las realidades como de las palabras del depósito de la fe puede crecer en la vida de la Iglesia" (Catecismo, 94). Esa responsabilidad en el crecimiento de la comprensión de los misterios de la fe corresponde de manera muy singular a los teólogos, que requieren para ello del auxilio de la filosofía (F&R, 55, 67).

Grande es, por tanto, la responsabilidad de teólogos y de filósofos, "a los que corresponde el deber de investigar sobre los diversos aspectos de la verdad" (F&R, 6). Juan Pablo II invita a cada uno a emplear a fondo su razón, "a pensar por todo lo alto, ensayando de nuevo el gran estilo intelectual de una tradición que está para cumplir dos mil años"44: "Precisamente el tener las raíces en la tradición es lo que nos permite hoy poder expresar un pensamiento original, nuevo y proyectado hacia el futuro" (F&R, 85). Sólo si cada uno de los que buscan la verdad trata personalmente de "meter" la cabeza y el corazón en las cosas de Dios, cada uno desde su experiencia vital y cultural concreta, sólo de esa forma será posible redescubrir y dar expresión nueva a las razones de las que vive nuestra tradición de investigación y de fe:

La lección de la historia del milenio que estamos concluyendo testimonia que éste es el camino a seguir: es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de descubrir nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero. Así, la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón (F&R, 56).

De esta forma, me parece que puede entenderse bien la tesis sostenida en estas páginas de que la defensa de la búsqueda de la verdad mediante el libre ejercicio de la razón, el contraste con la experiencia y la discusión con los iguales —que son los elementos típicos de la ciencia contemporánea— configura el horizonte de las verdades humanas que la tradición pragmatista defendió desde sus comienzos y es el mismo que la encíclica favorece, acentuando en este caso la responsabilidad de los intelectuales cristianos por desarrollar una sana articulación entre los resultados científicos y los contenidos de la fe.


III

3. Pragmatismos y relativismo: hacia un pluralismo no relativista

Lo que quiero sostener en esta tercera sección es importante para comprender el alcance de la concepción que defiendo en este estudio de la búsqueda de la verdad, tanto en un ámbito personal como en la organización social. Quiero defender el pluralismo epistemológico, esto es, el que los problemas y las cosas tienen facetas, distintas caras, y que hay maneras diversas de pensar acerca de ellos, y quiero al mismo tiempo rechazar el escepticismo relativista y el pragmatismo vulgar que frecuentemente suele asociarse a esta posición. Pretendo persuadir a los lectores de que el rechazo del fundacionalismo cientista o del fundamentalismo ético no lleva necesariamente a un relativismo escéptico, sino que, de la mano de la tradición pragmatista y de la mejor tradición aristotélica, es posible ensayar una vía intermedia que defiende un falibilismo sin escepticismo y un pluralismo cooperativo.

Un pragmatismo pluralista sostiene —con Hilary Putnam— que no hay algo así como una versión privilegiada del hombre y del mundo que es la que la Ciencia nos ofrece, sino que las ciencias son actividades humanas cooperativas y comunicativas mediante las que los seres humanos progresamos realmente, aunque no sin titubeos ni errores, en nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos. Tal como veo yo las cosas, el pluralismo no relativista que defiendo no sólo es uno de los mejores resultados de la investigación científica contemporánea para progresar en la comprensión de la verdad, sino que además es el requisito indispensable para una organización social realmente democrática.

Para dar cuenta de este núcleo de problemas dividiré esta sección de mi exposición en tres apartados. En primer lugar, trataré de presentar brevemente el pragmatismo (3.1); en segundo lugar, abordaré el relativismo y su conexión con el "pragmatismo vulgar" y el denominado "neopragmatismo" propugnado por Richard Rorty (3.2); y finalmente, intentaré dar cuenta de por qué el pluralismo, que es herencia del mejor pragmatismo, no es relativista (3.3).

3.1. A vueltas con el pragmatismo

El pragmatismo americano ha sido tratado a menudo como una peculiar tradición local, muy alejada de las corrientes de pensamiento que constituyen el centro de la reflexión filosófica occidental. Entre los filósofos europeos el pragmatismo ha sido considerado habitualmente como un "modo americano" de abordar los problemas del conocimiento y la verdad, pero, en última instancia, como algo más bien ajeno a la discusión general. Como señaló Rorty, aunque los filósofos de Europa estudien a Quine y a Davidson "tienden a quitar importancia a la sugerencia de que estos filósofos actuales compartan unas mismas perspectivas básicas con los filósofos americanos que escribieron antes del denominado giro lingüístico"45.

Sin embargo, de modo creciente en la última década se ha tratado de comprender el pragmatismo y la filosofía analítica como dos aspectos diferentes de una misma tradición filosófica general. Una fuente clave para el desarrollo de un estudio integrado de ambas corrientes se encuentra en Charles S. Peirce, el fundador del pragmatismo, que Karl-Otto Apel caracterizó como la piedra miliar de la transformación de la filosofía trascendental en filosofía analítica46. No hace mucho, von Wright escribía en este mismo sentido que Peirce "puede en efecto ser contado como otro padre fundador de la filosofía analítica, junto a Russell y Moore y la figura que está detrás, Frege"47. De esta forma, en lugar de considerar el movimiento analítico como una abrupta ruptura con el pragmatismo americano de las primeras décadas del siglo XX, resulta más certero detectar su notable afinidad48. De modo parecido, el reciente resurgimiento del pragmatismo avala también la continuidad entre ambos movimientos49: el último puede entenderse como un desarrollo o modulación del movimiento precedente. Así es posible reconocer una tradición filosófica continuada que tiene sus raíces en la obra de los pragmatistas clásicos, Peirce, James y Dewey, que florece actualmente en Quine, Putnam y Rorty, y que guarda también cierta afinidad con los trabajos de Kuhn y del último Wittgenstein50.

De esta forma, frente a la tesis del agotamiento de la filosofía analítica —diagnosticada en particular por deconstruccionistas y defensores del pensamiento débil— me parece que se está produciendo en el seno de esta tradición una profunda renovación de cuño pragmatista, cuyo mejor exponente es —a mi juicio— el profesor de Harvard Hilary Putnam. Frente a las dicotomías simplistas entre hechos y valores, entre hechos y teorías, entre hechos e interpretaciones, Putnam defiende con vigor y persuasión la interpenetración de todas esas conceptualizaciones con nuestros objetivos y nuestras prácticas humanas. Aun a riesgo de ser descalificado como "pensamiento blando" o de ser confundido con el relativismo escéptico, un enfoque así avala un acercamiento del pensamiento a la vida, de forma que el rigor del pensamiento analítico gane la hondura y la relevancia humanas, que son condición indispensable para su fecundidad51.

El corpus electrónico de la Real Academia Española, todavía en fase de construcción, contiene actualmente 239 referencias a "pragmatismo" con sus contextos de aparición en España. El término "pragmatismo" alude siempre a experiencia, pero de ordinario está ligado también a falta de principios, astucia, cinismo, o mera eficacia material. Aportaré sólo una cita: "Vivimos tiempos de conservadurismo y de derecha pura y dura pasada por la licuadora del pragmatismo"52. Como me decía un día mi maestro Alejandro Llano, el pragmatismo lo peor que tiene es el nombre. Entre otras razones, es por este desprestigio del término "pragmatismo" por lo que el "segundo" Wittgenstein que —como es sabido— evolucionó a posiciones decididamente pragmatistas, rehusó denominarse a sí mismo "pragmatista"53. El propio Charles S. Peirce en los últimos años de su vida quiso desmarcarse del marbete "pragmatismo" a causa de las malinterpretaciones a que daban lugar tanto su uso común en términos de utilitarismo como el énfasis puesto por su gran difusor William James en los efectos prácticos de las acciones. De hecho, Peirce —a pesar de ser reconocido como fundador del pragmatismo— acuñó el término "pragmaticismo" para referirse a su propio sistema filosófico, pues se trata de un nombre "suficientemente feo —escribió— como para estar a salvo de secuestradores" (CP 5.414, 1905).

Para caracterizar el pragmatismo y comprender su singular atractivo, me parece que resulta muy ilustrativo para nosotros advertir que algunos de los pensadores hispánicos más destacados de la primera mitad del siglo XX se encuentran en una franca sintonía pragmatista. Tanto Ortega como Unamuno, y muy en particular Eugenio d'Ors, guardan una notoria similaridad con los temas y problemas del pragmatismo norteamericano, aunque en muchas ocasiones esa afinidad haya quedado oculta bajo la tradicional incomprensión mutua entre los Estados Unidos y el mundo hispánico. Esta afinidad es todavía mucho más clara en el caso del uruguayo Carlos Vaz Ferreira (1871-1958), que fue uno de los primeros lectores y difusores de William James y el pragmatismo en lengua castellana54.

Quizá la identificación de algunos rasgos nucleares del pragmatismo pueda facilitar la comprensión de esta afirmación un tanto insólita. Antes de entrar en ello, resulta obligado advertir que desde sus comienzos a finales del siglo XIX el pragmatismo no es una disciplina de obediencia estricta, sino más bien una orientación general del pensamiento. Ya Arthur Lovejoy, alumno en Harvard de William James identificó en 1908 hasta trece pragmatismos distintos55, pero —acudiendo a la terminología de Wittgenstein— pienso que es posible descubrir un aire de familia entre todos ellos que lo distingue con claridad de otras familias filosóficas. De entre esos rasgos, quiero destacar dos que, en cierta manera, son las dos caras de una misma moneda: el anticartesianismo, con lo que supone de aproximación del pensamiento a la vida, y el falibilismo56.

1°) Anticartesianismo: se trata del rechazo frontal de la epistemología moderna y de sus dualismos simplistas que han distorsionado nuestra manera de comprender los problemas humanos: sujeto/objeto, razón/sensibilidad, teoría/práctica, hechos/valores, humano/divino, individuo/comunidad, yo/otros. Los filósofos pragmatistas no rehúsan emplear esos términos, pero reconocen que se tratan de simplificaciones nuestras, que a veces pueden resultar prácticas, es decir, cómodas, pero que son distinciones de razón, más que de niveles ontológicos o clases de entidades distintas. Para los pragmatistas la filosofía no es un ejercicio académico, sino que es un instrumento para la progresiva reconstrucción crítica, razonable, de la práctica diaria, del vivir. En un mundo en el que la vida diaria se encuentra a menudo del todo alejada del examen inteligente de uno mismo y de los frutos de la actividad humana, los pragmatistas piensan que una filosofía que se aparte de los genuinos problemas humanos —tal como ha hecho buena parte de la filosofía moderna— es un lujo que no podemos permitirnos.

2°) Falibilismo y pluralismo: El falibilismo es el reconocimiento de que una característica irreductible del conocimiento humano es su falibilidad: Errare hominum est. La búsqueda de certezas incorregibles característica de la modernidad es un desvarío de la razón. Para el pragmatista la búsqueda de fundamentos inconmovibles para el saber humano, típica de la modernidad, ha de ser reemplazada por una aproximación experiencial y multidisciplinar, que puede parecer más modesta, pero que muy probablemente sea a la larga más eficaz. El pragmatista no renuncia a la verdad, sino que aspira a descubrirla, a forjarla, sometiendo el propio parecer al contraste empírico y a la discusión con los iguales. El pragmatista sabe que el conocimiento es una actividad humana, llevada a cabo por seres humanos, y que por tanto siempre puede ser corregido, mejorado y aumentado. El falibilismo no es una táctica, sino que es más bien un resultado del método científico ganado históricamente.

El falibilismo es siempre intrínsecamente social: como destaca Peirce, el investigador forma siempre parte de una comunidad expandida en el espacio y en el tiempo a la que contribuye con sus aciertos e incluso con sus fracasos, pues estos sirven a otros para llegar más lejos que él hasta completar el asalto de la ciudadela de la verdad trepando sobre los cadáveres de las teorías y experiencias fallidas (CP 6.3, 1898) 57. De esta forma se ve claro cómo el falibilismo está ligado al pluralismo, pues —como todos sabemos bien— la experiencia humana acontece siempre de un modo plural. No encontramos la experiencia en abstracto, sino experiencias encarnadas. El pragmatismo es una filosofía que de salida reconoce esas diferencias y busca su articulación inteligente.

3.2. El relativismo como pragmatismo vulgar

Esto que acabo de describir a grandes trazos es el corazón de la tradición pragmatista, pero —siguiendo a Susan Haack— pueden distinguirse desde sus comienzos dos estilos de pragmatismo radicalmente diferentes que dan razón quizá de sus manifestaciones tan diversas: el pragmatismo reformista y el pragmatismo revolucionario. Mientras el primero reconoce la legitimidad de las cuestiones tradicionales vinculadas a la verdad de nuestras prácticas cognitivas y trata de reconstruir la filosofía, el segundo, abandona las nociones de objetividad y de verdad, renuncia a la filosofía como búsqueda y simplemente aspira a continuar la conversación de la humanidad58.

El lector de estas páginas habrá reconocido en estas palabras una alusión a Richard Rorty, cuyo libro La filosofía y el espejo de la naturaleza de 1979 fue tan revolucionario en el seno de la tradición analítica como lo había sido La estructura de las revoluciones científicas de Thomas Kuhn en el ámbito de la filosofía de la ciencia positivista. En aquel memorable libro, Rorty, que en 1967 había editado la antología canónica analítica The Linguistic Turn, acusaba a sus colegas de profesión de permanecer todavía sometidos al sueño platónico de encontrar el verdadero lenguaje en el que la naturaleza estaba supuestamente escrita y de tener además la arrogancia de imponer a los demás su lenguaje preferido bajo la forma de la filosofía oficial con pretensiones de verdad universal. Rorty culminaba su exposición defendiendo la disolución de la filosofía académica en las diversas formas de conversación de la humanidad, en el arte, en la literatura y demás59.

No es aquí el lugar para hacer un estudio detenido de la posición de Rorty, pero basta con lo dicho para señalar que el rechazo de la búsqueda de la verdad bajo la acusación de que eso no es más que un sueño dogmático cientista y la simultánea apelación a John Dewey y al pragmatismo clásico en apoyo de esa posición, es una total tergiversación de la tradición pragmatista. Por eso, no es desacertado —como hace Haack— calificar al pragmatismo de Rorty como "pragmatismo vulgar"60. Para nuestros efectos, lo que realmente es importante es registrar que el pragmatismo literario postfilosófico que defiende Rorty aspira sólo a "continuar la conversación", declara que "verdadero" viene a significar aproximadamente "lo que puedes defender frente a cualquiera que se presente", y que "racionalidad" no es más que "respeto para las opiniones de quienes están alrededor"61.

Si tomamos en serio los pronunciamientos más radicales de Rorty —estoy parafraseando a Haack62—, su posición llega a ser la de que las ciencias no presentan verdades objetivas sobre el mundo. "¿En qué difiere el tener conocimiento del hacer poemas o del contar historias?", se pregunta retóricamente. "La ciencia como la fuente de la 'verdad' —escribe en Consequences of Pragmatism— es una de las nociones cartesianas que se desvanecerán cuando se desvanezca el ideal de 'filosofía como ciencia estricta'"63. Lo que hacen los científicos es simplemente presentar teorías inconmensurables y eso constituye su conversación, del mismo modo que los géneros y producciones literarias sucesivas constituyen la conversación literaria.

En cierto sentido, podemos decir que el relativismo de Rorty es más consecuente, o lo es hasta sus últimas consecuencias, que la mayor parte de nuestros conciudadanos. Como escribía en los primeros párrafos de este estudio todos advertimos con claridad que nos encontramos en una ambiente cultural de un escepticismo generalizado acerca de los valores y un fundamentalismo cientista acerca de los hechos. Hablar de la verdad, así sin adjetivos, o decir que quienes nos dedicamos a la filosofía buscamos la verdad comienza a ser considerado no sólo una ingenuidad, sino simplemente como algo de mal gusto: "¡Será, en todo caso, la verdad para ti, pero no creerás tú en unas verdades absolutas!". Como acabo de señalar, la mayoría de nuestros conciudadanos son fundamentalistas en lo que se refiere a la física, a las ciencias naturales o incluso a la medicina, pero en cambio son del todo relativistas en lo que concierne a muchas cuestiones éticas. Lo peor es que este relativismo ético es presentado a menudo como un prerrequisito indispensable para una convivencia democrática, sea a nivel local o a escala internacional. Un relativista consecuente piensa que simplemente hay unas prácticas que ellos consideran correctas (o racionales), y otras que nosotros consideramos correctas, hay cosas que "pasan por verdaderas" entre ellos y otras que son así consideradas entre nosotros, pero ni siquiera tiene sentido la discusión, la confrontación entre prácticas divergentes, pues no hay criterios para poder decidir qué conductas son mejores que otras64. Sin embargo, es claro que del hecho de que las personas o los pueblos tengan opiniones diferentes sobre una materia no es lógico inferir que no haya verdad alguna sobre dicha materia.

La clave para comprender la posición de Rorty se encuentra —a mi modo de ver— en su defensa a ultranza del individualismo y de la privacidad, frente a los valores comunitarios y de reformismo social y científico del pragmatismo clásico. Por eso suele denominarse su posición como "pragmatismo romántico" o más a menudo como "neopragmatismo"65. Rorty tiene una concepción de la cultura política muy diferente a la de los pragmatistas clásicos. Para estos, lo público y lo privado están interpenetrados, y no tiene sentido tratar de separarlos. Por el contrario, "Rorty —escribe Cotkin— dibuja una Línea Maginot entre los ámbitos público y privado. Para Rorty, la subjetividad (selfhood), en cuanto un proceso creativo continuo, es donde se encuentra la acción, mientras que el ejercicio público de la política es asignado complacientemente a los supuestos de un tibio liberalismo tradicional. Así, Rorty mantiene que 'dentro de nuestra cultura crecientemente ironista, la filosofía se ha tornado más importante para la prosecución de la perfección privada que para cualquier tarea social'"66. Nada podía estar más lejos de la tradición pragmatista clásica.

3.3. El pluralismo, herencia del mejor pragmatismo

Esta imagen rortyana del final de la filosofía como búsqueda de la verdad no es la única descripción posible en nuestra cultura. El giro pragmatista de la filosofía analítica que se ha producido en la última década es probablemente capaz de hacer frente tanto a ese relativismo escéptico como a las acusaciones de escolasticismo estéril que han arreciado en estos últimos años, pues abarca tanto la aspiración a una visión integral de la realidad como la comprensión del carácter esencialmente comunicativo y conversacional del lenguaje. Por una parte, esto supone dar la razón a Rorty en contra del cientismo todavía dominante y tratar de reinsertar de nuevo a la filosofía entre las humanidades con todo lo que eso implica, pero, de otra parte, supone también quitar la razón a Rorty cuando sostiene que eso implica tener que renunciar a la verdad.

La filosofía analítica puso gran empeño en reprimir sus diferencias respecto de la ciencia para no parecer una disciplina humanística, sino más bien algo así como una ampliación de la ciencia o una explicación del conocimiento científico67. La reinserción de la filosofía entre las humanidades supone la necesidad de plantearse de nuevo la pregunta acerca de cuáles son sus aspiraciones y cuál es la mejor manera de alcanzarlas. En este sentido, el papel de la filosofía en este nuevo siglo pende de que quienes se dediquen a ella logren aunar en un mismo campo de actividad intelectual el rigor lógico y la relevancia humana, que durante décadas constituyeron los rasgos distintivos de dos modos opuestos de concebir la filosofía. Articular el rigor de la filosofía académica con los más profundos anhelos de los seres humanos viene a ser lograr una genuina forma de vida filosófica en la que se articulen la confianza en la capacidad de nuestra razón y el simultáneo reconocimiento de sus flaquezas y límites.

Precisamente, la intuición central de John Dewey es que las cuestiones éticas y sociales no han de quedar sustraídas a la razón humana para ser transferidas a instancias religiosas o a otras autoridades. La aplicación de la inteligencia a los problemas morales es en sí misma una obligación moral68. La misma razón humana que con tanto éxito se ha aplicado en las más diversas ramas científicas se ha de aplicar también a arrojar luz sobre los problemas morales y sobre la mejor manera de organizar la convivencia social. De la misma manera que el trabajo cooperativo de los científicos a lo largo de sucesivas generaciones ha logrado un formidable dominio de las fuerzas de la naturaleza, un descubrimiento de sus leyes básicas y un prodigioso desarrollo tecnológico, cabe esperar que la aplicación de la razón humana a las cuestiones éticas y sociales producirá resultados semejantes. A fin de cuentas, nuestras creencias morales y nuestras creencias científicas son artefactos creados por los seres humanos para habérnoslas con nuestros problemas y necesidades vitales.

La afirmación que acabo de realizar no significa que la verdad sea simplemente cuestión de lo que los compañeros de mi cultura, científicos y filósofos, crean69. Por el contrario, lo que Peirce sostiene es que lo real es precisamente aquello independiente de lo que nosotros o una mente cualquiera pueda pensar. Si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo y de todas las evidencias necesarias, la verdad sería aquella opinión a la que finalmente llegaríamos todos los investigadores. No es la verdad fruto del consenso, sino que más bien es el consenso el fruto de la verdad.

Como se indicó más arriba, la objetividad de la verdad está maclada con el carácter público del pensamiento, con el carácter solidario, social, del lenguaje y con el carácter razonable de la realidad. Los tres elementos —pensamiento, lenguaje y mundo— se confieren sentido respectivamente en su interrelación. Si se sostiene que el lenguaje es vehículo del pensamiento y se está de acuerdo con Wittgenstein en que es la comunicación con los demás la que nos proporciona la corrección en el uso de las palabras, entonces, de la misma manera y con la misma rotundidad, ha de afirmarse que es la comunicación interpersonal la que proporciona la pauta de objetividad en el ámbito cognoscitivo. La comunicación interpersonal es el cauce mediante el que se establece esa constelación de sentido entre pensamiento, lenguaje y mundo. Por eso la verdad es lo más comunicable, por eso la verdad es liberadora, por eso la verdad es lo que los seres humanos nos entregamos unos a otros para forjar relaciones significativas entre nosotros.

La defensa del pluralismo no implica una renuncia a la verdad o su subordinación a un perspectivismo culturalista. Al contrario, el pluralismo estriba no sólo en afirmar que hay diversas maneras de pensar acerca de las cosas, sino además en sostener que entre ellas hay —en expresión de Stanley Cavell— maneras mejores y peores, y que mediante el contraste con la experiencia y el diálogo racional los seres humanos somos capaces de reconocer la superioridad de un parecer sobre otro. Nuestras teorías, como los artefactos que fabricamos, son construidos por nosotros, pero ello no significa que sean arbitrarias o que no puedan ser mejores o peores. Al contrario, el que nuestras teorías sean creaciones humanas significa que pueden —¡deben!— ser reemplazadas, corregidas y mejoradas conforme descubramos versiones mejores o más refinadas70.

Frente al fundacionalismo cartesiano de cuño individualista, resulta mucho más persuasivo —y coherente además con el formidable desarrollo de las ciencias en los últimos siglos— reconocer con la tradición escolástica medieval71 que lo que conocemos es una parte, una faceta o un aspecto parcial de las cosas, aunque no sea su totalidad. El que sea una parte no significa que sea falso, sino que, aun siendo verdadero lo alcanzado, es insuficiente para explicarlo todo. Como la realidad es multilateral, como tiene una ilimitada multiplicidad de aspectos, la verdad no puede ser agotada por ningún conocimiento humano, sino que queda siempre abierta a nuevas formulaciones.

Más aún, lo que la tradición pragmatista aporta con claridad es la convicción de que el modelo fundacionalista es una manera equivocada de comprender la efectiva actividad investigadora. No es la ciencia un proceso de búsqueda de fundamentos, sino más bien de resolución razonable de problemas con los datos y teorías disponibles en cada momento. No hay fundamentos ni en las ciencias naturales ni en las ciencias humanas: "Nuestras nociones están tan entrelazadas que ninguna de ellas puede proporcionar un 'fundamento' para la ética. (…) Debemos acabar viendo que no hay posibilidad de una 'fundamentación' para la ética de la misma forma que no hay posibilidad de una 'fundamentación' del conocimiento científico, o de cualquier otra clase de conocimiento"72. Con una imagen de Peirce, podemos decir que en nuestra actividad investigadora nos encontramos andando sobre un barrizal, en el que caeremos si en lugar de tirar hacia delante nos detenemos en busca de un asidero firme e inamovible (CP 5.589, 1898). Como se indicaba anteriormente, de lo que se trata en expresión de MacIntyre es de sustituir el paradigma moderno de la certeza por el paradigma de la verdad. Vale la pena reproducir de nuevo la cita de Alejandro Llano:

Según el paradigma de la verdad (…) lo que interesa no es tanto el punto de partida y el camino que a partir de él se recorre. Lo que importa es la meta a la que se tiende y los avances que hacia ella se producen. Es más el comienzo mismo presenta una índole provisional y tentativa (...). La búsqueda no está obsesionada con el pasado, sino que se encuentra completamente volcada hacia el futuro73.

La metáfora del barrizal fundamentalista trae a la memoria la de los marineros borrachos que recuerda Susan Haack en Evidence and Inquiry. Un marinero borracho es incapaz de nada, pero dos marineros borrachos, apoyándose el uno en el otro y cantando al unísono, aunque sea desafinadamente, son capaces, de ordinario tras largos rodeos y trompicones, de encontrar su barco fondeado en el puerto. El pragmatismo pluralista sostiene que la búsqueda de la verdad es enriquecedora, porque la verdad es perfeccionamiento. Y sostiene también que no hay un camino único, un acceso privilegiado a la verdad. La razón de cada uno es camino hacia la verdad, pero las razones de los demás sugieren y apuntan otros caminos que enriquecen y amplían nuestra comprensión. Por el contrario, la posición relativista que afirma que no hay verdad, sino sólo diálogo, que sólo hay diversidad de perspectivas radicalmente inconmensurables, no sólo se autorrefuta en su propia formulación, sino que en último término sacrifica la noción de humanidad al negar la capacidad de perfeccionamiento real y de progreso humano.


IV

4. Para encontrar la verdad: la ética del intelecto

Quienes leen estas páginas conocen bien la situación efectiva en la que se desarrolla habitualmente la actividad académica, con una falta endémica de tiempo y de paz mental, que son los dos elementos —junto con el afán de saber— verdaderamente imprescindibles para la investigación, para la efectiva búsqueda de la verdad. Pues bien, aun a riesgo de estar repitiendo lo obvio, en esta sección final quiero llamar la atención sobre el ambiente en el que ha de desarrollarse la actividad investigadora, en sus circunstancias éticas básicas, para que en tal ambiente se busque realmente la verdad y se logre una armoniosa integración de los diversos saberes.

Frente al cientismo contemporáneo todavía hegemónico que ha difundido una intolerable especialización, quienes nos dedicamos a la Universidad no sólo no renunciamos a aquel ideal renacentista de la unidad de los saberes, sino que aspiramos además a comprender mejor cuáles son los caminos efectivos para su consecución. Con alguna frecuencia quienes hoy en día defienden el trabajo interdisciplinar lo defienden sólo como el último remedio ante el agotamiento de los paradigmas cientistas heredados del Círculo de Viena, o como el postrer intento para ver si entre todos, o entre varias disciplinas, hay más éxito o mejor fortuna al afrontar los muchos problemas todavía no resueltos que tenemos en nuestra sociedad. En contraste, cuando las convicciones cristianas son las que potencian la búsqueda intelectual se aspira —escribía Alejandro Llano74— a una "nueva síntesis de los saberes en la que Dios no siga siendo un extraño".

Con esto lo que quiero afirmar es que la búsqueda de la verdad no sólo no está reñida con el trabajo en equipo y la cooperación interdisciplinar, sino que por el contrario la marca distintiva de la verdad es el contexto humano y en última instancia afectuoso de la genuina búsqueda científica, que es siempre comunitaria y desinteresada:

No llamo una ciencia —escribe Peirce en 1905— a los estudios solitarios de un hombre aislado. Sólo cuando un grupo de personas, más o menos en intercomunicación, se ayudan y estimulan unos a otros mediante la comprensión de un conjunto particular de estudios hasta el punto que los de fuera no pueden comprenderles, [sólo entonces] llamo a su vida ciencia75.

Para quienes trabajamos en una Universidad en torno a unos ideales cristianos de servicio a la sociedad, la introducción del trabajo en equipo como condición de la creatividad científica resulta obvia. El trabajo en equipo es un eco organizativo del mandamiento del amor. Si los profesores advierten esto y son conscientes de su capacidad personal y de su responsabilidad colectiva para hacer crecer la verdad, la actividad investigadora será una realidad efectiva en aquel lugar. Aquella Universidad será entonces verdaderamente una comunidad de investigación, un espacio comunicativo en el que la búsqueda de la verdad será una apasionante tarea cooperativa y corporativa; será, por tanto, un espacio vital en el que la razón humana fructificará.

4.1. La integridad intelectual

La verdad como objetivo de nuestra búsqueda genuina conduce —ha señalado con valentía Susan Haack— a la tesis sustantiva de que la falta de integridad intelectual, a largo plazo y en general, impide la búsqueda: "Así como el valor es la virtud por excelencia del soldado, podría decirse, simplificando un poco, que la integridad intelectual es la virtud por excelencia del académico"76. La experiencia histórica del crecimiento sistemático del saber, encarnada en el espíritu científico creativo, destaca como piedra de toque de la verdad el sometimiento del propio parecer al contraste empírico y a la discusión razonada con los iguales.

El ambiente será acogedor para el buen trabajo intelectual —escribía Haack— en tanto que incentive y recompense a aquellos que trabajen en cuestiones significativas, y cuyo trabajo sea creativo, cuidadoso, honesto y completo; en la medida en que las revistas, los congresos, etc., hagan que el trabajo mejor y más significativo resulte fácilmente accesible a los demás que trabajan en esa área; en tanto que los canales de crítica y de escrutinio mutuo estén abiertos y se fomente la construcción con éxito a partir del trabajo de los demás77.

Estas condiciones que son relativamente comunes en el mundo angloamericano, quizá sobre todo en las ciencias naturales, resultan más infrecuentes en el mundo hispánico, sobre todo —me parece— en filosofía o en las humanidades en general.

Tal como entiendo yo las cosas, la investigación ha de desarrollarse siempre con un empeño decidido por aunar en un único campo de actividad tanto el rigor como la relevancia humana. El objeto de la investigación no es sólo la verdad sino también lo relevante, lo importante o significativo para nosotros. Hay una tensión, por supuesto, entre ambos aspectos, pues hay muchísimas verdades triviales, esto es, que no tienen interés ni importancia alguna. En nuestro siglo, de ordinario, se ha atendido sobre todo a ese primer aspecto de la investigación, el de la verdad basada en el modelo de la evidencia, quizá porque parecía más objetivo; mientras que el segundo, el de la importancia humana del objeto de investigación y su integración con todo lo demás, ha sido relegado habitualmente a un término muy posterior, pues se consideraba más bien como algo subjetivo. Pero el rigor solo no lleva a la verdad. Por eso, aunque sea ir contracorriente, me parece más acertado concebir el rigor no tanto como un criterio de validez formal, sino más bien como una virtud epistémica, como una actitud del investigador, que lleva a hacer justicia al asunto que en cada caso se trate abordándolo con la exactitud y el detalle que merezca, y eso dependerá siempre del problema que tengamos entre manos y de la situación efectiva en que nos encontremos78.

En muchos campos para investigar no hacen falta costosísimos aparatos ni muchos recursos económicos (secretarias, ayudantes de investigación, laboratorios, etc.), sino que lo que hacen falta son cuatro cosas: las dos primeras ya las he mencionado antes, paz mental y tiempo; la tercera es información (libros y revistas) y la cuarta comunicación (escrutinio mutuo) con quienes están investigando en la misma área. En el siglo XXI ya no es posible una genuina investigación que sea solitaria. Para quienes me preguntan sobre esta materia he acuñado un lema: "Teaching is local; research is global". La excelencia de un centro universitario en docencia e investigación se mide por criterios muy distintos en esas dos facetas. Sin embargo, el afán que lleva a atender a los alumnos reales que tenemos en nuestras aulas y a adaptarnos a sus circunstancias efectivas es el mismo que ha de llevar en la investigación a escuchar a los demás investigadores que están trabajando en nuestro mismo campo a muchos kilómetros de distancia y a adaptarnos a las revistas y medios de comunicación del área correspondiente.

La carencia de rigor conduce a la oscuridad, a la confusión, a la ambigüedad; la falta de profundidad a la trivialidad y superficialidad. Mi maestro, Alejandro Llano, caracterizaba hace años su empeño intelectual como la búsqueda de un pensamiento riguroso y libre, esto es, como el esfuerzo continuado por conjugar en la investigación el rigor —que garantiza la comunidad del pensamiento— con la libertad, con la espontánea creatividad que hace posible la novedad y el progreso en el conocimiento. En una línea similar Hilary Putnam suele identificar estas dos cualidades indispensables para la investigación como argumentos y visión. Por esta razón quien quiere dedicarse a la investigación debe centrarse en estas dos dimensiones clave: el cultivo de la creatividad, esto es, de la capacidad de ver los problemas —como reza el dicho común "El sabio ve lo que todos ven y piensa lo que nadie piensa"— y por tanto de innovar y atraer el interés, y el aprendizaje del cuidado, que incluye tanto el esmero riguroso por el detalle como la tenacidad en la búsqueda mantenida a lo largo del tiempo79.

La ética del intelecto no concierne sólo al pensamiento, sino que sobre todo afecta a la vida. Esto es así hasta el punto de que quien se compromete vitalmente en una tarea de investigación considera necesario tratar de cambiar aquellas prácticas personales o corporativas, aquellas rutinas que resulten incompatibles con la búsqueda de la verdad. La más dañina para la genuina investigación es la concepción patrimonial o monopolizadora de la verdad. Quien se hace a sí mismo señor de la verdad se equivoca: "La verdad se escapa al déspota y se abre sólo a quien se aproxima a ella en actitud de profundo respeto, de humildad reverente"80. Si quien se dedica a la investigación se satisface de forma autocomplaciente con lo que ya sabe o con su propia manera de ser, mata el deseo de aprender que es el que da vida a la ciencia. Por el contrario, reconocer que "todo 'otro' nos aventaja en alguna cualidad que no poseemos"81 y que muchas veces nos equivocamos —los dos rasgos del deseo de aprender—, lleva a reconocer las carencias y a subsanar la ignorancia: "El factor principal de originalidad es el muy vivo deseo de corregir los propios errores"82. Esta tarea de corrección, de rectificación, no consiste de ordinario en un trabajo de poda, sino sobre todo en un empeño sostenido en aprender de los demás y en desarrollar la propia creatividad personal.

El arte de crecer es un ars nesciendi, un arte de no saber. No tanto un arte de dudar de todo como creyó Descartes, sino de saber que lo que se sabe no es la Verdad con mayúscula, esto es, que la verdad alcanzada siempre es parcial, revisable, corregible, mejorable. Kant fue excesivamente pesimista al pensar que no conocemos las cosas tal como son, que la cosa en sí permanece siempre allá al final como algo incognoscible: con la tradición realista resulta mucho más persuasivo reconocer que lo que conocemos es una parte, una faceta o un aspecto parcial de las cosas, aunque no sea su totalidad. Pero el que sea una parte no significa que sea falso, sino que, aun siendo verdadero lo alcanzado, es insuficiente para explicarlo todo. Como se ha dicho más arriba, la razón de cada uno es camino de la verdad, pero las razones de los demás sugieren y apuntan otros caminos que enriquecen y amplían nuestra comprensión. De esta forma, puede afirmarse que la clave del crecer —tanto cada uno personalmente como para un centro de investigación— estriba en reconocer que no es uno —una persona determinada, un centro, una ciencia particular— el propietario de la verdad, sino que más bien somos cada uno de nosotros poseídos por ella.

4.2. La interdisciplinariedad

Al presentar de manera introductoria una disciplina es práctica tradicional tratar de describir su relación con los demás saberes, especificando sus diversos objetos o las diferentes perspectivas desde las que abordan una misma área de estudio. En particular, esta tarea resulta indispensable en aquellos casos de conflictos de intereses entre diversas disciplinas que se solapan y aspiran académicamente a encontrar alguna justificación teórica de peso, para lo que fundamentalmente son diferencias de procedencia, de formación o de estilos de trabajo, esto es, diferencias de tradiciones de investigación. Por todo ello, resulta saludable considerar las divisiones entre disciplinas o materias como cuestiones que interesan a los decanos y a los bibliotecarios, más que como una cuestión de calado teórico para quien se dedica a buscar la verdad. "Los nombres de las disciplinas deberían ser vistos sólo —escribió Quine a la hora de clasificar el trabajo de Austin83— como recursos técnicos para la organización de planes de estudio y de bibliotecas; un scholar es más conocido por la singularidad de sus problemas que por el nombre de su disciplina". La Universidad en cuanto tal fue concebida desde su nacimiento en un marco interdisciplinar; nació como lugar de encuentro de los diversos saberes que se ayudan unos a otros para la resolución de los problemas.

La interdisciplinariedad tiene otros dos aspectos más, que son el pluralismo y el trabajo en equipo. El lógico pluralismo que ha de existir en la Universidad como consecuencia de las diferencias disciplinares y personales es el marco que hace posible el diálogo, y la finalidad del diálogo es la verdad. Como antes se señaló, la defensa del pluralismo no entraña para nada un relativismo. Al contrario, lo que distingue el relativismo del pluralismo es que éste último vive precisamente de la ilusión compartida por descubrir la escondida continuidad entre los saberes particulares. La esperanza de lograr en el futuro mejores resultados se convierte así en la mejor garantía para la prosecución de la investigación.

La verdad es una —afirmaba Juan Pablo II84—, pero se presenta a nosotros de forma fragmentaria a través de los múltiples canales que nos conducen a su cercanía diferenciada. (...) en cuanto ciencias, la filosofía y la teología son también ellas intentos limitados para percibir la unidad compleja de la verdad. Es sumamente importante intentar, por una parte, la búsqueda de una síntesis vital, cuya nostalgia nos aguijonea, y por otra, evitar cualquier sincretismo irrespetuoso de órdenes de conocimientos y grados de certeza distintos.

Para dar cuenta del segundo aspecto de la interdisciplinariedad, el del trabajo en equipo, quería recordar que suele afirmarse que es imposible predecir dónde se van a producir nuevos descubrimientos, o en qué área o en qué grupo van a desarrollarse los nuevos avances que la humanidad reclama de manera acuciante. De forma un tanto tópica suele atribuirse la generación de nuevos conocimientos a esa extraña mezcla de trabajo en equipo y de inspiración individual expresada en el lema norteamericano del noventa por ciento de "perspiration" y el diez por ciento de "inspiration". Estoy de acuerdo con ello, pero lo que ese refrán no dice es que quienes transpiran y quienes tienen inspiraciones se quieren unos a otros, y por esa razón se escuchan, se ayudan, trabajan codo con codo en busca de un objetivo común, aprenden unos de otros.

En este sentido, me gusta destacar que la genuina herencia de Tomás de Aquino es el reconocimiento de la capacidad de verdad de los seres humanos, de la convicción de que en cada esfuerzo intelectual hay algún aspecto luminoso del que podemos aprender, de que todas las opiniones formuladas seriamente dicen en algún sentido algo verdadero y son por tanto merecedoras de nuestra atención: Omnes enim opiniones secundum quid aliquid verum dicunt85. Con sensibilidad vivamente actual, —escribía Mons. del Portillo— Juan Pablo II encuentra una válida aplicación de aquel principio de Tomás de Aquino en la investigación científica, afirmando que "esta presencia de la verdad, sea meramente parcial e imperfecta y a veces distorsionada, es un puente, que une a unos hombres con otros y hace posible el acuerdo cuando hay buena voluntad"86.

Esta mención de la "buena voluntad" pone bien de manifiesto que una genuina comunidad científica ha de ser siempre también una comunidad afectiva:

Quienes gastan sus vidas en descubrir tipos semejantes de verdad sobre cosas similares entienden mejor que los de fuera lo que uno y otro son. Están todos familiarizados con palabras cuyo significado exacto los demás no conocen; cada uno aprecia las dificultades del otro y se consultan sobre ellas entre sí. Aman el mismo tipo de cosas. Se juntan unos con otros y se consideran entre sí como hermanos87.

Destacar la importancia del amor para el trabajo de investigación puede sonar a 'ternurismo' facilón. Para disimular ese posible riesgo suele hablarse de empatía, de buenas vibraciones entre las personas o entre los equipos, pero no es ni más ni menos que el amor, el quererse unos a otros con todo lo que ello supone. "Quien vive para la verdad tiende hacia una forma de conocimiento que se inflama cada vez más de amor por lo que conoce" (F&R 40). Quienes cultivan el amor a la verdad cultivan también la amistad con los demás que la buscan. Los investigadores no somos náufragos solitarios, sino solidarios, y por eso lo que más ayuda a quienes a veces sienten la soledad del corredor de fondo, es el prestarse atención unos a otros. Cuando logramos esa recíproca atención, "la ayuda que prestamos al otro es, al ser recibida y por serlo, un bien que el otro nos hace a nosotros mismos"88. Una metáfora que ilustra bien esa situación es la de los naipes que apoyados unos en otros pueden llegar a formar una torre o un castillo. Nos sostenemos los unos a los otros mediante las palabras con las que forjamos un territorio discursivo común, un lenguaje compartido que dota de un común sentido a las cosas. Quien investiga no es nunca un individuo aislado, sino que está inserto siempre en una tradición de aprendizaje que le proporciona los criterios para evaluar los aciertos y fracasos de su búsqueda.

El trabajo en equipo es infrecuente en las ciencias humanas, quizá porque quienes se dedican a la investigación buscan a menudo más la originalidad que el común acuerdo y la avenencia. Otra causa puede encontrarse en la dificultad que hay en muchos casos para dividir en partes las tareas. En todo caso, conviene ensayar fórmulas adecuadas para cada circunstancia que favorezcan la efectiva colaboración, los seminarios, los proyectos conjuntos de investigación, la mutua revisión y corrección de textos. Como primera medida una buena información de lo que hacen unos y otros es la forma mínima de comunicación que favorecerá el surgimiento de lazos cooperativos más fecundos.

Abría estas páginas con unas palabras de Charles S. Peirce en las que el fundador del pragmatismo reconocía que toda su concepción de la filosofía había crecido de un falibilismo escarmentado combinado con una gran confianza en la realidad del conocimiento y con un intenso deseo de averiguar cómo son las cosas. Tal como veo yo las cosas, son necesarios el falibilismo, el reconocimiento de los propios errores y la consiguiente rectificación, y el realismo, la confianza en la capacidad de la razón por hacerse con la realidad, pero lo que sobre todo hace falta es ese intenso deseo por buscar la verdad, que no se aquieta con las verdades ya alcanzadas y que anhela siempre conocer más y comprender mejor hasta llegar a abrazar a Quien es la Verdad.

Ahora, quiero cerrar estas páginas con unas luminosas palabras de Mons. Javier Echevarría que han motivado buena parte de las consideraciones contenidas en este estudio:

Espíritu y vocación universitaria quieren decir amor y humildad en la búsqueda de la verdad; capacidad de escuchar y de dialogar; lugares y tiempos adecuados para el estudio y la reflexión personales; saber reconocer el significado y el papel de la propia materia de enseñanza, estudio o de investigación dentro del conjunto; poseer una sensibilidad interdisciplinar adecuada, que nos haga ver la única verdad como la cima de un monte a la que es posible acercarse recorriendo caminos diversos, no raramente bastante fatigosos, pero animados todos por el mismo espíritu y dirigidos a la misma meta89.





Notas

* Agradezco la invitación de la Lic. Mónica Salinas para colaborar en este número de Humanidades sobre "Fe y razón". Agradezco las sugerencias y correcciones de S. Barrena al borrador de este trabajo.

1. En mi exposición he utilizado algunas secciones de los trabajos precedentes "La búsqueda de la verdad en la tradición pragmatista", Tópicos 8-9, 2000, en prensa; "La verdad en el lenguaje", Anuario Filosófico 32, 2000, pp. 725-741; "Pragmatismo y relativismo: Una defensa del pluralismo", Nuestro Tiempo, n° 559-560, 2001, pp. 103-110 y el seminario de profesores "ética de la investigación: la interdisciplinariedad" que impartí en septiembre de 1999 en la Universidad de Montevideo.

2. CAMPOAMOR, Ramón de, Obras poéticas completas, Aguilar, Madrid, 1972, p. 148.

3. PEIRCE, Charles S., Collected Papers of Charles Sanders Peirce, editado por HARTSHORNE, Charles, WEISS, Paul y BURKS, Arthur, Harvard University Press, Cambridge, MA, 1936-58, 1.44, c.1896 (En adelante, CP seguido de número de volumen, parágrafo y año).

4. Cfr. POLO, Leonardo, Introducción a la filosofía, Eunsa, Pamplona, 1995, p. 21.

5. Cfr. NICOLÁS, Juan Antonio y FRÁPOLLI, María José (eds.), Teorías de la verdad en el siglo XX, Tecnos, Madrid, 1997; HAACK, Susan, "El interés por la verdad: qué significa, por qué importa", en Teorías de la verdad en el siglo XX, pp. 53-62; "La ética del intelecto: Un acercamiento peirceano", Anuario Filosófico 29, 1996, pp. 1413-1433; y especialmente Evidencia e investigación, Tecnos, Madrid, 1997.

6. LLANO, Alejandro, Gnoseología, Eunsa, Pamplona, 1983, p. 32.

7. PLATÓN, Fedón, 99d.

8. Cfr. AUSTIN, John L., Philosophical Papers, Oxford University Press, Oxford, 2ª ed., 1970, p. 117.

9. Cfr. GELIO, Aulo, Noctium Atticarum, XII, 11, 2; MONDOLFO, Rodolfo, "Veritas Filia Temporis in Tommasso d'Aquino", Momenti del Pensiero Greco e Cristiano, Morano, Nápoles, 1964, pp. 21-36.

10. SALISBURY, Juan de, Metalogicon, III, 4; cfr. JEAUNEAU, Edouard, Nani sulle Spalle di Giganti, Guida, Nápoles, 1969.

11. VIVES, Juan Luis, Opera Omnia, ed. de G. Mayans, Benedicto Monfort, Valencia, 1782-1790, vol. VI, p. 39.

12. Cfr. NICOLÁS, Juan Antonio y FRÁPOLLI, María José, "Presentación", en Teorías de la verdad en el siglo XX, p. 11.

13. Cfr. ARTOLA, Antonio M., "La verdad en la Biblia", en ARTOLA, Antonio M. y SÁNCHEZ CARO, José Manuel, Biblia y palabra de Dios, Verbo Divino, Estella, 1990, pp. 216-217.

14. TOMÁS DE AQUINO, Comentario a los Segundos Analíticos de Aristóteles, Proemio, 1.

15. Cfr. DAVIDSON, Donald, "Three Varieties of Knowledge", en GRIFFITHS, A. Phillips, (ed.), A. J. Ayer Memorial Essays, Cambridge University Press, Cambridge, 1991, pp. 159-160.

16. Cfr. WITTGENSTEIN, Ludwig, Investigaciones filosóficas, UNAM-Crítica, Barcelona, 1988, §17.

17. Cfr. BOGHOSSIAN, Paul y DREWNIAK, Erik, "Wittgenstein and Peirce on Meaning", Diálogos 65, 1995, p. 181.

18. Cfr. SANTAMBROGIO, Marco y VIOLI, Patrizia, "Introduction", en ECO, Umberto, SANTAMBROGIO, Marco y VIOLI, Patrizia (eds.), Meaning and Mental Representations, Indiana University Press, Bloomington, IN, 1988, p. 18.

19. Cfr. FISCH, Max, "The Range of Peirce’s Relevance", The Monist 63, 1980, pp. 269-276; 64, 1981, pp. 123-141.

20. RUSSELL, Bertrand, Wisdom of the West, Doubleday, Garden City, NY, 1959, p. 276.

21. POPPER, Karl, Objective Knowledge: An Evolutionary Approach, Clarendon Press, Oxford, 1972, p. 212.

22. HOOKWAY, Christopher, Peirce, Routledge & Kegan Paul, London, 1985, pp. 1-3 y p. 120.

23. BERNSTEIN, Richard, Beyond Objectivism and Relativism: Science, Hermeneutics, and Praxis, Blackwell, Oxford, 1983, pp. 71-72.

24. Cfr. MISAK, Cheryl, Truth and the End of Inquiry. A Peircean Account of Truth, Clarendon, Oxford, 1991, pp. 1-2.

25. Cfr. PUTNAM, Hilary, Pragmatism. An Open Question, Blackwell, Oxford, 1995, p. 69.

26. STEGMÜLLER, Wolfgang, Hauptströmungen der Gegenwartsphilosophie, Kröner, Stuttgart, 1987, II, p. 345.

27. PUTNAM, Hilary, Sentido, sinsentido y los sentidos, Paidós, Barcelona, 2000, p. 138.

28. HARLAN, Josh, "Entrevista con Hilary Putnam, Acerca de la mente, el significado y la realidad", Atlántida 4, 1993, pp. 80-81.

29. CONANT, James, "Introduction", en PUTNAM, Hilary, Realism with a Human Face, Harvard University Press, Cambridge, MA, 1990, p. xvi.

30. Cfr. PUTNAM, Hilary, Razón, verdad e historia, Tecnos, Madrid, 1988, p. 13.

31. MENAND, Louis, The Metaphysical Club, Farrar, Strauss & Giroux, New York, 2001, p. xii.

32. RYAN, Alan, The Group, New York Review of Books, 31 mayo 2001.

33. Cfr. RORTY, Richard, El giro lingüístico, Paidós, Barcelona, 1990.

34. Cfr. NUBIOLA, Jaime, "Neopositivismo y filosofía analítica: balance de un siglo", Acta Philosophica VIII/2, 1999, pp. 197-222.

35. Cfr. ODERO, José Miguel, "La moderna filosofía anglosajona de la religión: Un pensamiento abierto a la fe", Aceprensa 159, 1998.

36. Cfr. PERCY, Walker, "La criatura dividida", Anuario Filosófico 29, 1996, pp. 1135-1157.

37. LLANO, Alejandro, El enigma de la representación, Síntesis, Madrid, 1999, p. 290.

38. MACINTYRE, Alasdair, "Nietzsche or Aristotle?", en BORRADORI, Giovanna, The American Philosopher, The University of Chicago Press, Chicago, 1994, p. 150.

39. LLANO, Alejandro, El enigma de la representación, pp. 290-291.

40. POLO, Leonardo, Introducción a la filosofía, p. 34.

41. JUAN PABLO II, Veritatis Splendor, 1993, n. 88.

42. JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona, 1994, p. 161.

43. ALVIRA, Rafael, "Fe y razón", Nueva Revista 62, 1999, p. 120.

44. LLANO, Alejandro, "La audacia de la razón", Scripta Theologica XXXI, 1999, p. 111.

45. RORTY, Richard, "Introduction", en MURPHY, John Peter, Pragmatism: From Peirce to Davidson, Westview, Boulder, CO, 1990, p. 1.

46. Cfr. APEL, Karl-Otto, El camino del pensamiento de Charles S. Peirce, Visor, Madrid, 1997.

47. VON WRIGHT, George H., The Tree of Knowledge and Other Essays, Brill, Leiden, 1993, p. 41.

48. Cfr. WILSON, Daniel J., "Fertile Ground: Pragmatism, Science, and Logical Positivism", en HOLLINGER, Robert y DEPEW, David, (eds.), Pragmatism. From Progressivism to Postmodernism, Praeger, Westport, CN, 1999, pp. 122-141.

49. Cfr. BERNSTEIN, Richard, "El resurgir del pragmatismo", Philosophica Malacitana, Vol. Sup. 1, 1993, pp. 18-19.

50. Cfr. RORTY, Richard, "Pragmatism", en CRAIG, Edward, (ed.), Routledge Encyclopedia of Philosophy, Routledge London, 1998, vol. 7, p. 633.

51. Cfr. PUTNAM, Hilary, Pragmatism, pp. xii y 3.

52. El Mundo, 19 julio 1996. Agradezco a Carmen Llamas la búsqueda en el CREA.

53. Cfr. NUBIOLA, Jaime, "W. James y L. Wittgenstein. ¿Por qué Wittgenstein no se consideró pragmatista?", Anuario Filosófico XXVIII, 1995, pp. 411-423.

54. Cfr. GRAHAM, John T., A Pragmatist Philosophy of Life in Ortega y Gasset, University of Missouri Press, Columbia, MI, 1994, pp. 147-152; FERNÁNDEZ, Pelayo H., Miguel de Unamuno y William James. Un paralelo pragmático, Salamanca, CIADA, 1961; E. d'Ors, El secreto de la filosofía, Barcelona, Iberia, 1947, p. 12; VAZ FERREIRA, Carlos, "El pragmatismo. Exposición y crítica", 1908, y otros escritos compilados en Conocimiento y acción, Cámara de Representantes de la República Oriental del Uruguay, Montevideo, 1957.

55. Cfr. LOVEJOY, Arthur, "The Thirteen Pragmatisms", Journal of Philosophy 5, 1908, pp. 1-12 y 29-39.

56. Cfr. STUHR, John, Classical American Philosophy, Oxford University Press, Oxford, 1987, pp. 5-6.

57. Cfr. HAACK, Susan, "Pragmatism", en BUNNIN, Nicholas y TSUI-JAMES, E. P., (eds.), The Blackwell Companion to Philosophy, Blackwell, Oxford, 1996, p. 647.

58. Cfr. HAACK, Susan, "Pragmatism", p. 644.

59. Cfr. HOLLINGER, Robert y DEPEW, David, "General Introduction", en Pragmatism, pp. xvi-xvii.

60. HAACK, Susan, Evidencia e investigación, p. 250.

61. HAACK, Susan, "Pragmatism", p. 644; RORTY, Richard, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1983, p. 281; Objectivity, Relativism and Truth, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, pp. 32 y 37.

62. Cfr. HAACK, Susan, "Y en cuanto a esa frase 'estudiar con espíritu literario'…", Analogía Filosófica XII/1, 1998, p. 182.

63. RORTY, Richard, Consequences of Pragmatism, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1982, p. 129.

64. Cfr. CRAIG, Edward, "Relativism", Routledge Encyclopedia of Philosophy, vol. 8, pp. 189-190.

65. Cfr. RORTY, Richard, "Pragmatism", p. 643; NEVO, Isaac, "Richard Rorty's Romantic Pragmatism", en HOLLINGER, Robert y DEPEW, David, (eds.), Pragmatism, pp. 284-297.

66. RORTY, Richard, Contingence, Irony, and Solidarity. Cambridge University Press, Cambridge, 1989, p. 94; COTKIN, George, "William James and Richard Rorty: Context and Conversation", en HOLLINGER, Robert y DEPEW, David, (eds.), Pragmatism, p. 39.

67. Cfr. PUTNAM, Hilary, Realism and Reason. Philosophical Papers, III. Cambridge University Press, Cambridge, 1983, pp. 179-181.

68. Cfr. PUTNAM, Hilary, "Dewey's Central Insight", Convegno Internazionale John Dewey, Cosenza, Italia, 10-13 abril 2000.

69. Cfr. PUTNAM, Hilary, Las mil caras del realismo, Paidós, Barcelona, 1994, p. 148.

70. Cfr. PUTNAM, Hilary, Las mil caras del realismo, p. 149.

71. Cfr. PIEPER, Josef, The Silence of Saint Thomas, Henry Regnery, Chicago, 1965, p. 103.

72. PUTNAM, Hilary, Las mil caras del realismo, p. 151.

73. LLANO, Alejandro, El enigma de la representación, pp. 290-291.

74. LLANO, Alejandro, "Un hombre de Dios en la Universidad", Anuario Filosófico XXV, 1992, p. 268.

75. PEIRCE, Charles S., MS 1334.

76. HAACK, Susan, "El interés por la verdad...", p. 58.

77. HAACK, Susan, "La ética del intelecto...", p. 1418.

78. Cfr. PEREDA, Carlos, "Rigor se dice de muchas maneras", Analogía, 2, 1993, p. 98.

79. Cfr. HAACK, Susan, Evidencia e investigación, pp. 272-273.

80. RATZINGER, Josef, Cooperadores de la verdad, Rialp, Madrid, 1991, p. 203.

81. GONZÁLEZ, Gustavo, Constructores de esperanza, Universidad de Los Andes, Bogotá, 1992, p. 7.

82. PEIRCE, Charles S., "Remarks on the History of Ideas", en Historical Perspectives on Peirce's Logic of Science, EISELE, Carolyn, (ed.), Mouton, Berlín, 1985, pp. 350-351.

83. QUINE, Willard Van Orman, Theories and Things, Harvard University Press, Cambridge, MA, 1981, p. 88.

84. JUAN PABLO II, "El hombre frente a la verdad", L’Osservatore Romano, ed. semanal, 21.12.86, p. 22.

85. TOMÁS DE AQUINO, 1 Dist. 23 q. 1, a. 3.

86. JUAN PABLO II, Discurso 13.X.80; cfr. DEL PORTILLO, Alvaro, Rendere amabile la verità, Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 1995, p. 401.

87. PEIRCE, Charles S., Historical Perspectives, pp. 804-805

88. CALDERA, Rafael Tomás, Visión del hombre: La enseñanza de Juan Pablo II, Centauro, Caracas, 1986, p. 157.

89. ECHEVARRÍA, Javier, Discurso 5.X.1998, Romana, 14, 1998, p. 268.

 


Fecha del documento: 8 de enero 2004
Última actualización: 27 de agosto 2009


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