Eugenio d'Ors
OBRA POÉTICA
LIBROS VIEJOS Y JÓVENES. EPÍSTOLA A OCTAVIO DE ROMEU (1)
 
 
Yo guardo con gran amor un libro viejo…
Menéndez y Pelayo.
 
 

Yo guardo con amor un libro joven,
Que tenue celofán viste y no cubre,
Y albo, como los velos de Julieta,
En la fúnebre cripta de Verona,
Cela, empero, un vivir de caracteres,
Falsos Bodonis, simili Elzevirios,
En lecho papiral, que estraperlaron,
Al fenecer, gubernativas cédulas.

Si abierta en su grabado frontispicio
Tiende ala arcángel sobre testa de hombre,
No el ala fue quien le salvó de máculas,
Como aquellas que incógnitos lectores,
Y diez generaciones de escolares,
A la censoria férula sujetas,
Dejaron en el otro, el que librara
Del muladar, Menéndez y Pelayo;
Ni fue tampoco aquella vestidura,
Más débil que el rugoso pergamino,
Preservación a autógrafos parásitos,
A apotegmas y cifras de la cábala,
A escolios y apostillas de pedantes…
Mas su misma inocencia: el que las glosas
Quintaesenciaba de antemano, el texto,
Y es subrayar, ocioso, un aforismo
Que ya la concisión monta y subraya,
Y porque si no addenda, corrigenda,
Cuajó el autor en velas y fatigas;
Y porque, en punto de expurganda, cortes
ya velis nolis, procuró Anastasia,
Haciendo así del libro depurado
(«¡No la toques ya más, que así es la idea!»),
Hostia inmolada sobre el altar de Mnéme
En sacramento del saber gnómico…

¡Oh, cuán humildemente disimula
Su blancura entre oscuros mamotretos,
Así pálida niña, en reunión, donde
Parlamentean señoronas pingües!…
Ellas relucen alhajadas córporas,
Ellas ostentan méritos y títulos,
Se abanican con plumas de avestruces
De la publicidad. O, farisaicas,
Dicen venir de las heladas cumbres
De erudición, do pocos se aventuran;
O numeran su prole de ediciones;
O crispan distinción de impertinentes
Para dar a sus flatos más holgura,
Y todas hablan, y hablan, y hablan.
Cuentan, lloran, gritan, diluven y repiten,
Buscando a sus minucias una audiencia
Que cada una niega a cada una;
Mientras, temblando a tanta algarabía.
En un rincón, la tímida criatura,
Con mano cauta y transparente, abriga
La vacilante llama del Espíritu.

¡Vacilante, inmortal!… Esa lacónica
solemnidad, de lápidas a estilo,
Este volar de flechas infalibles
Cada una hacia el acierto de su blanco;
O bien, a veces, el mudar las cosas
De lugar en el aire reposado
Con sólo un dedo que las toca; el suave
Filtrar admonición entre sonrisas;
Y en sinopsis, del trivio y del cuadrivio,
Conjugar los saberes con las gracias,
Y plasmar en estatuas las ideas,
Y a todo lo divino dar figura.
¿No son la tradición que, transmitida,
Con culturas del vino y del aceite,
Rueda por nuestro mar, desde hace siglos,
Como eco de un mensaje en caracola?…
Desde el confín, donde a los ojos reales,
Euclides desplegó sus Elementos,
Hasta aquel otro, en que un soldado ocioso,
De la guerra lejano y de su patria,
Recogido a la fera de una estufa
Escribiera el Discours sur la Méthode,
Y desde la hora en que Marcial de Bilbilis
Rosas de Pola prefirió vejadas,
Hasta aquella que, humana reciedumbre
Al testamento dio de José Antonio,
Hay una estirpe noble, que blasonan
La estrecha proporción en la medida,
El aprieto preñado en el contorno,
Que nunca entendió, ni entender quiso,
Cosa que no pudiera dibujarse,
Poblando el muro de la Historia, impávido,
De figuras de dioses y de númenes.

¡Lejos de mí, las nieblas hiperbóreas!
¡Lejos también la tropical calígene,
Donde formas en nube se disipan,
Si aquéllas tornan seres en fantasmas!
¡Gloria a la luz, victoria de los ojos,
Y al modelar, sublimación del tacto!
Gloria a los arquetipos que se duda
Columnas sean o gigantes cuerpos.
Creo en el Hombre-Dios, creo en su Madre,
Que, en Elche, sube al cielo en cuerpo y alma;
Y en el restauro de los cuerpos todos
A las postrimerías. Y en los ángeles,
Los custodios y los de las naciones,
Y aquellos que, de un giro alado, cortan
Nuestras conversaciones con silencios,
Cuando nos dan la comunión del Diálogo.
También visitan estos libros ágiles,
Que comunión de Diálogo alimenta…
Mas no entran, no, en los túrpidos infolios
del Norte, ni del Sur, ni en las capillas
Que aquella niebla despobló de imágenes,
Ni van donde se adora a un dios informe,
Como el otro desierto su vecino.
Pero al conjuro de este libro breve,
Que guado con amor, y de los otros,
Donde el verbo es llamada y exorcismo,
Acuden, no en bandadas, uno a uno,
Atravesando un aire, que desposa
Azules celestiales y marinos,
Hacia la egregia Cúpula, a que traza
Dio Buonarrotti y ápice San Gallo,
Ónfalo desde entonces, para siempre,
Centro en la jerarquía del Ecúmeno,
Bajo la cual, llamas volviendo en dogmas,
El Espíritu Santo puso cátedra.

¡Para siempre!… Si así no fuese, Octavio;
Si la prueba a que el mundo es sometido
Como una expiación; si la barbarie,
Oscuridades nos reserva aciagas;
Si el incendio otra vez de Alejandría
Da los libros en pasto a las hogueras,
Como la carne cruda, magullada,
Por doble desnudez de hombre y caballo,
A su jinete, que, feroz, lo lleva
A abrevarse en las pilas de San Pedro;
O si, en noche de aullidos de sirena,
Orden de evacuación o bombardeo
Nos fuerzan a lanzarnos por caminos
Donde la desesperación lía un petate,
No olvides, no, de reservar, Octavio,
Un rinconcillo a este volumen leve,
Que tal vez tenga, para los renuevos,
La pequeñez del grano de mostaza;
Y a tí procure, en días sin ventura,
Con sus consuelos de sabiduría,
Confortamientos de una voz humana…
Porque fue mía (hay que decirlo todo)
La que, donosa, lo engendró, Minerva.

 
   
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(1)  Publicado en Arriba, 31-V-1944, p. 5; recogido en Novísimo Glosario, Aguilar, Madrid, 1946.

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Última actualización: 13 de marzo de 2007