CONMEMORACIÓN DEL CONCILIO DE EFESO.— En 1931, a los mil quinientos años justos de la apertura del Concilio de Efeso, quiere la Iglesia conmemorar solemnemente su celebración. El Concilio de Efeso ventiló y resolvió definitivamente el pleito entre los devotos de María Theotocos y los devotos de María Christotocos. «Madre de Dios» llamaban a la Virgen los primeros. Por «Madre del Cristo» únicamente los segundos la invocaban. Estos seguían las inspiraciones de Nestorio, obispo de Constantinopla y brillante orador. Capitaneaba a aquéllos San Cirilo, obispo de Alejandría. Roma se pronunció muy pronto por San Cirilo. Después de incidentes sin número, que habían de prolongar, durante un bienio todavía, el drama —teológico, político y humano a la vez— que este Concilio significaba, Cirilo, Roma y el dogma teotocológico salieron triunfantes. No sólo por su maternidad respecto al Cristo, sino por su maternidad respecto de Dios debe desde entonces ser venerada María.
Surgida en dominios de Bizancio, ¿puede llamarse a esta cuestión «cuestión bizantina», en el sentido que la moderna frivolidad —no impía en este caso únicamente— acostumbra a dar al ayuntamiento de tales palabras? Todo el mundo, en Efeso, en Roma, en la Cristiandad, entendió, cuando el Concilio se cerraba, que lo asegurado por la virtud de su símbolo de unión era, pura y completamente, la creencia en la divinidad de Jesucristo. Pero, al lado de esta trascendencia teológica, no podemos menos de atribuir a aquél un valor de otro orden, el significado de una victoria de cierto principio de cultura en el patrimonio moral de la Humanidad. Si la persona del Hijo es, por el símbolo, definida, en la dualidad de sus naturalezas, el alcance posible del concepto de maternidad también aparece implícitamente delineado. No sólo cabe —se nos dice aquí— una maternidad respecto de lo mortal y perecedero, sino respecto de lo eterno e imperturbable. No sólo tienen madre las criaturas, sino también las ideas. Misión de la mujer, sujeto de la maternidad —de la Mujer, en María exaltada— es la eficiencia alumbradora aplicada, no sólo a la producción de historia, es decir, de lo que pasa y fluye, sino a la producción de cultura, es decir, de lo que permanece y queda. Automáticamente, y con esto sólo, ya la Mujer se presenta a nuestros ojos como elevada del reino del amor al reino de la dignidad… Al fasto de la Fe se añade un fasto para el feminismo más puro, y, a la vez, más radical, cuando se conmemoran, en 1931, los mil quinientos años del Concilio de Efeso.
RAZÓN DE BIOLOGÍA Y RAZÓN DE CULTURA.— Desde hace algunos años los problemas que a la cuestión feminista se refieren vienen siendo examinados a la luz de nuevos descubrimientos y nuevas hipótesis, aportados por la biología. En la manera tradicional de abordar el tema ha podido así reconocerse un incauto simplismo. Simplismo de la ultranza igualitaria, en los unos; simplismo, en los otros, del prejuicio de una desigualdad, que podía ser obra y resultado de las diferencias de educación, y, en último término, de las mismas fatalidades sociales que se intentaba remover… No en la sociedad, empero; no en la educación, no en las costumbres, sino en leyes profundas de la Naturaleza, ha encontrado el avance de la biología, en los años recientes, la explicación de ciertas normas, sospechosas antes de ser hechuras de rutina — o soluciones dictadas por este otro criterio, poderoso, sin duda, pero injustificable al cabo, que se llama «de sentido común».
Ahora, en cambio, el folklore aparece más de una vez abonado por la Ciencia. A las adquisiciones biológicas de la misma, otras, de orden psicológico, han venido a reforzar. En conjunto, las tesis feministas han pasado, con todo ello, una mala racha. Frente a sus discusiones de matiz, una especie de muro teórico se ha levantado, un muro en que aparece escrita, con la impasibilidad de un principio natural, la nueva fórmula de que, en la diferencia fundamental entre la mujer y el hombre, no se trata de un cuestión de capacidad ni de una especialidad de adecuación, sino de una finalidad divergente, que, si hace de los hombres instrumentos apropiados a la producción de «cosas», de valores objetivos, sólo destina a las mujeres a la producción de otros hombres, de otras materias humanas; y, por consiguiente, a una función, no inmediata, sino indirecta y remota, en la creación de «obras» en la tarea colectiva de la civilización.
Hasta aquí lo biológico, lo psicológico, si se quiere. Pero más allá de la biología y de la psicología empieza la región de la cultura, que no es naturaleza, sino sobre-naturaleza, que no obedece a la ley de inercia, sino a la vocación de la dignidad. «El hombre —una voz trágica y sublime ha venido a recordárnoslo, en horas precisamente de naturalismo— es algo que quiere ser superado». Sin este imperativo de superación, sin esta indocilidad a las leyes físicas que le envuelven, el animal humano a estas horas no hablaría siquiera. El místico Prometeo no inventa el fuego: lo roba; es decir, lo desplaza; lo enciende allí donde la Naturaleza no querría arder. Si la naturaleza femenina no quiere arder en el fuego de la directa finalidad, no quiere consumirse en el alumbramiento de realidades de cultura, ¡peor para esta naturaleza! Prometeo también hasta aquí traerá la llama, soplará aquí la llama. También la mujer es algo que debe ser superado. Su definición no es su límite. La de la historia natural será tan angosta, caerá tan bajo como se quiera: aquí está el Símbolo de Efeso para recordarnos que, en la función de maternidad, en las entrañas maternales, no sólo cabe la vida del Cristo, sino la misma perennidad de Dios.
ACTUALIDAD POLÍTICA.—…Pero las Glosas vienen teniendo en estas semanas últimas un tono muy concretamente pragmático y político. La exigencia de ambiente, el consejo de las horas, que nos decidían a tal tono, no los olvidamos aquí. No los olvidamos ni siquiera en medio de la embriaguez de luz que nos procuran otros temas y otros sugerimientos más espirituales. «Entre pucheros anda Dios», y la claridad que de Efeso nos llega, a través de una distancia de quince siglos, bien puede ser aplicada sin impiedad incluso a las menudas cuestiones de la actualidad electoral española.
En esta actualidad más de una sensibilidad despierta habrá ya advertido el efecto que produce la nueva proscripción de la mujer en la llamada al gobierno de nuestros municipios; proscripción impuesta por el restablecimiento de los preceptos anteriores a ciertas novedades que en este capítulo trajo y mantuvo la Dictadura. De semejante aspecto de la cuestión nadie habla ahora; y acaso es bien que nada, o poco, se hable, para no aumentar la confusión. Pero este silencio, que hoy es acaso una fortuna, de continuar, llegada que sea una hora más plástica —una etapa constituyente, por ejemplo—, significaría ya un grave mal. Significaría —cualquiera que fuere el saber biológico que pudiere abonarla— una recaída en lo íntimo y naturalista de las tendencias nestorianas y una sordera respecto de ciertos significados unidos inevitablemente a la gran causa llevada un día, en Efeso, al triunfo, por San Cirilo, obispo de Alejandría.
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