FOLKLORE DE BABEL O DE ROMA.— Conviene vigilar atentamente los resultados del Congreso de artes populares, recentísimamente celebrado en Praga. Celebrado, digo, si es que no andan celebrándolo aún. Caía, lo sé, por ese tiempo, aunque ya olvidé el detalle de las fechas. Hice, desde el comienzo, propósito de asistir; pues, aunque patrocinado por el Instituto de Cooperación Intelectual, entidad de simpático sentido ecuménico, y cuya obra me toca de cerca, siempre temí que en el Congreso iban a dominar —traídos, sobre todo, por las delegaciones nacionales y favorecidos por la pereza ideológica ambiente— aquellos turbios criterios nacionalistas, que, desde la hora romántica, han convertido cuanto es arte popular y folklore, en predilecto campo de explotación.
De un vínculo convencional, y establecido muy a la ligera entre los conceptos de «pueblo» y «nación», nacieron los prejuicios en muchedumbre. Se entendió ser, para lo nacional, lo popular, algo así como una viva entraña. Cada grupo nacional concreto fue imaginado en disposición de capas concéntricas, frías las exteriores de superficialidad cosmopolita, ígneas las interiores y profundas de escondido fervor racial. Así entendida la geología de un conjunto político, cualquier producto folklórico pudo compararse, dentro de él, a un volcán o surtidor sulfuroso, que lanza lo central a la superficie, el vivo fuego a través de las piedras muertas… De aquí un doble resultado: veneración y localización. De una parte, aquel efecto de cosa misteriosa, sagrada casi, que siempre nos produce la revelación súbita de un gran impulso, donde pudimos presumir una inercia; de otra parte, la ficción de una particularidad, para cada uno de estos núcleos ardientes. ¿No se partía de la idea de que cualquier nación formaba un todo compuesto y cerrado?
Pero, ¿y si nosotros, cambiando el punto de partida, presentamos como imagen concreta, no ya la de cada nación, sino la de la Humanidad toda? ¿No deberemos entonces presumir que, si en esta nueva esfera hay un fuego central, éste es común y forma, en su ardorosa fusión, un núcleo único, aunque sus surgentes aparezcan, ora hacia el Norte, ora hacia el Sur, ya en tal punto del globo, ya en sus antípodas? En otros términos: ¿No habrá que considerar la posibilidad de existencia de un pueblo común, de un «pueblo Humanidad», por debajo —¡muy hondamente por debajo!— de las diversidades nacionales…? En este caso, el folklore vendría a ser, en cada una de sus manifestaciones, en cada uno de sus productos, no una garantía de diversidad, sino, al contrario, una revelación de unidad. Dentro de una terminología que nos es cara, toda la fuerza del arte popular vendría así a encontrarse al servicio de Roma —de nuestra simbólica Roma—, y no ya de Babel, la rebelde, pertinaz, pecaminosa, infernal Babel…
«PUEBLO-HUMANIDAD», «PUEBLO-CLASE», «PUEBLO-NACIÓN».— Ni se descuide la advertencia —para no extraviarse en la pista— de que este nuevo concepto del «pueblo-Humanidad» tiene poco que ver, aunque se le parezca en lo del internacionalismo, con el tan traído y llevado «pueblo» de la mitología democrática tradicional. Eran esenciales en éste, si por un lado cierta nota de comunidad, por otro lado cierta nota de separación. Entendíase al «pueblo» como una muchedumbre social, en oposición con los grupos de privilegiados, por razón de sangre, de educación o de fortuna. Y todavía el contorno de la noción vino a fijarse con más nitidez, cuando la ideología y la propaganda del socialismo la acomodó a un cuadro más general de clasificación «clases» y la agitó en un formidable drama de lucha de clases; dentro del cual el «pueblo», convertido en único y simbólico personaje, entraba a representar su papel de sufrimiento, de antagonismo, de violencia, de futura victoria.
Mito grandioso; pero lo nuestro de hoy es harto distinto. Por de pronto, a este «pueblo-Humanidad» —padre auténtico del folklore— no cabe representarle en actitud de triunfar, ni siquiera de combatir, ni siquiera de separarse o distinguirse. Cualquiera de esas posiciones representa ya un nivel, más o menos avanzado, de conciencia. Mas, por su misma definición, nuestro «pueblo común» ha de ser inconsciente, estar sumido en la oscuridad, en el estado de lo vivo, ardiente, fluido, en el caos y en la indeterminación. Una adquisición de conciencia para él, por rudimentaria que fuese, significaría ya un contradecirse, un salir de la categoría de pueblo. Quien de veras produce un folklore no puede saber que lo produce: así que se da cuenta, cesa en su fecundidad, al cesar en su ingenuidad… Esto se ha visto claro, cuando que, al poner el romanticismo en moda lo folklórico, la malicia artística dio en rehacer su aire y su tono, o siquiera en ponerse a su escuela, fingiendo prolongar su inspiración: la falsa canción popular, compuesta, entonces, por el músico; la falsa danza popular, bailada por el señorito; el falso romance de ciego, inventado por un poeta de gabinete; la falsa cerámica, castiza, del alumno de la Escuela de Bellas Artes; la falsa alfombra de nudo, bordada por la casadita snob o por la niña bien, no han podido hacer otra cosa que repetir eruditamente un estilo, o trasladarlo a parodias convencionales y ridículas; no han conocido manera de evitar la Escila del cromo, sino cayendo en la Caribdis del plagio.
Añadamos que, precisamente por no haberse dado bien cuenta de este carácter necesariamente oscuro, inconsciente, de la auténtica creación popular, ha podido, a la vez que en una dirección se forjaba el mito del «pueblo clase», forjarse, en dirección distinta, el otro mito del «pueblo nación»… ¿En dirección distinta, digo? Lo cierto es que entre los dos caminos de error han existido siempre, por lo menos, numerosas interferencias. Y que, en la realidad de los hechos, democracia y nacionalismo se han conjugado muy bien los juegos mentales, marcados con el sello del siglo XIX; como, en general, dentro de la ideología procedente de la Revolución Francesa. Todo el ochocentismo ha sido fiel al Nacionalismo y a la Democracia, como lo fue el siglo XVIII —en orientación opuesta— al absolutismo y la universalidad.
CONFRONTACIONES.— Pero dejémonos ya de mitos, dejémonos de grandes concepciones sintéticas. Detengámonos un instante, al considerar el problema de la relación entre el arte popular y la localización geográfica, a una experiencia inmediata, modesta, asequible a todos. Limitémonos a la consideración objetiva de los productos, de las formas, de los estilos. Una documentación prejudicialmente limitada o un interés político bastardo han podido sacar de esta documentación la consecuencia de especialidades, de caracterizaciones, nacionales, regionales, locales, en dichos estilos, formas, productos. Siempre, sin embargo, que la información ha sido llevada más lejos y conducida con pureza, el resultado ha tenido que ser el reconocimiento, en los mismos, de una inspiración y norma universales.
¿Quién dijo que el canto andaluz, por ejemplo, presentaba un sello inconfundible? Yo me comprometo, sin embargo, a inducir, al más pintado, a confusión, con sólo recurrir a cierto arsenal de cantos rusos, balcánicos, irlandeses, quichuas… ¿Quién atribuyó un subido color local a la cerámica holandesa, alsaciana, normanda, tirolesa, javanesa? Yo le guarneceré un armonioso bazar, mezclando con cierta malicia sendos productos… ¿Quién, con la precaución de tomar ya zonas más vastas, aseguró que la estructura aguda de las techumbres era propia de los países lluviosos, mientras que las azoteas se producían, naturalmente, en los países favorecidos por el sol? El perfil de la barraca valenciana desafía por lo afilado al de la barraca neerlandesa… Y, en tanto que el incauto y novelero turista se gasta los cuartos en la tiendecita de curiosidades de la estación alpina, de la cueva del Sacro Monte o de la sacristía de la Catedral de Rouen, el industrialismo pacotillero surte bajo capa de los mismos objetos, de las mismas curiosidades, de los mismos bordados, y platos, y figurillas, y hierrecillos, al chalet, a la cueva o a la sacristía…
Lo que ya sabe el industrialismo pacotillero, la ciencia, limpios, por fin, los ojos de legañas nacionalistas, lo acabará por saber también. Serían para ellos de máxima utilidad, vastas confrontaciones, como las que hubieran podido hacerse —y tememos no se hayan hecho— en ocasión del Congreso de artes populares de Praga.
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