LOS DOS TIPOS DE CHALECO DE UN SASTRE ANDALUZ.— Al donoso de Rafael S***—ya murió hace rato, el pobrecillo—, porque andaba muy apurado, le dieron un destino en Hacienda, con residencia en una localidad de la Andalucía baja. Era en tiempo en que mandaba no sé quién, cuando también hicieron gobernador a O***.
Eran, además, tiempos en que estuvieron muy a la moda los chalecos de fantasía. Así, una de las primeras atenciones del paniaguado, tras de las primeras chupadas a su modesta breva, fue procurarse un precioso tejido de matute y confiarle al mejor sastre de la población, para que le cortase orondo chaleco, tan cruzado y solapado como exigía la impresión de prestancia y lujo de que aspiraba a rodearse la persona.
Era el tal, artista reputado, y, tanto como famoso, engreído. Tan poseso, además, de la excelencia de los propios dones, que entendía no rezar con él los métodos ordinarios y laboriosos de medida al centímetro y de afinada y paciente prueba. Un ojeo de águila, pretendió serle bastante para el cálculo de las parábolas y diagonales del corte. Un arrebato de inspiración, para norma y gobierno de la tijera… Y resultó que cuando el cliente iba a endosar la prenda, ya lista, vino a advertir, desconsolado, que el nivel inferior de ésta, con holgada y fácil postergación de toda la curva del abdomen, no le llegaba menos que a medio muslo.
—Mire usted cómo me está el chaleco de largo—acudió a lamentar al taller del romántico artista.
—Nada hay perdido —hubo de responder éste—. El defectillo lo arreglo yo en un santiamén.
En efecto, al día siguiente tenía, de nuevo en casa la obra maestra. Sólo que ésta, ahora, con olvido de toda prudencia en lo de cortar, le pasaba apenas del diafragma, dejando entre su frontera y la del pantalón un crespo canal de blandos lienzos.
Esta vez el bueno de S*** se enfadó.
—¡Ni tanto ni tan calvo! — rugía su furia.
Pero el otro, despectivo, envolviéndose en su profesional dignidad:
—Señor mío, yo le he cortado, lo primero, un chaleco largo. Se queja usted, yo le complazco y le doy el otro modelo, el del chaleco corto. ¿Que culpa me toca a mí de que su merced no tenga cuerpo para chaleco?
LA RACIONALIZACIÓN.— Cuentos aparte, bromas aparte, si la existencia de tipo standard de confección puede resultar abominable en la sastrería, ¿no hay cien departamentos de la vida humana, de la sociabilidad y del trabajo, donde significa, sobre un primor de civilización, un venero de utilidad, y aun de libertad, para las manos y para el espíritu?
El busto de los funcionarios de Hacienda puede ofrecer la variedad de dimensiones y de proporciones más imprevistas. Y el que las goce o las sufra extraordinariamente tiene tanto derecho a andar cubierto y engalanado como los demás… Pero, ¿no es también muy vario en la medida, muy pródigo en diversidades y sorpresas, el contenido real —incluso en lo de temperatura y de luz— de una hora, de un día, de un mes, de una estación? Nadie, con todo, negará que la adopción de un horario regular, de un calendario uniforme, ha constituido para la Humanidad un progreso de gran alcance. Y ya sabemos que, no contentos con lo alcanzado, se trata de llevar la ventaja a mayor perfección, unificando, por ejemplo, los distintos calendarios hoy existentes. No hablemos ya lo que, en el camino de la uniformación de las abstracciones cuantitativas, ha representado la normal adopción del «sistema métrico decimal»… Cada país, cada región, a veces cada temporada, se regía antaño por serie de pesos y medidas asaz diferentes. La moneda también, sólo valorarse en su preciosidad efectiva, era recibida con balanza, cursada con caprichos de oscilación. Tenaces costumbres locales dificultaban la comunicación entre pueblos, la fraternidad, por consiguiente. Equívocos mil convertían la transacción en un juego entre la malicia y la buena fe. En la maraña de las particulares preferencias perdíase mucho tiempo, que también es oro. Se perdía, sobre todo, aquella cómoda libertad, que nace del desembarazo y naufraga dondequiera que la atención, estorbada respecto de sus fines electos, ha de sortear una muchedumbre de minucias instrumentales…
¿Quién ha atinado en que estos beneficios aportados a la existencia humana, al vivir cotidiano, por un proceso de racionalización en lo numeral, podrían centuplicarse, si ello se extendía a otros muchos órdenes de la fabricación y del comportamiento, a numerosos procesos y productos del ingenio y de la industria humanos?
«LA NORMA».— Existen —principalmente en el Centro de Europa— ciertos grupos de estudiosos y de industriales, que bajo el título —bajo la bandera— de «La Norma», preconizan y propagan esta sistematización de procesos y productos; la aceptación canónica, en cada uno, de unos pocos tipos o calibres, suficientes, desde luego, para satisfacer las variedades sensatas de la necesidad y del gusto. ¿Por qué —dicen éstos, verbigracia— no reducir, en lo material, la edición de libros a media docena de armoniosas cuadraturas? ¿Por qué, en las máquinas de escribir, no se renuncia a la multiplicidad anárquica de las distribuciones alfabéticas? ¿Qué convención o qué iniciativa se dificultarán con reducir a una escala de tamaños constantes e intercambiables la hoy irracional y pululante variedad de llaves y tornillos? Y el papel y los sobres —para venir a un ejemplo asequible a la experiencia de todos—, ¿por qué continuarían apaisándose u oblogándose a discreción, con una fantasía en las proporciones que no puede complacer sino a esos pueriles y ridículos pruritos de falsa originalidad o de falsa elegancia, la originalidad y la elegancia que buscan, pretenciosos, quienes no pueden colocarlas en más difíciles empeños y cosas mejores?
Confesemos que una aura de persuasión emana de estos enunciados, apenas los descubre la reflexión, apenas los publica el proselitismo… Personalmente, diré que la propaganda de «La Norma» ha conquistado en gran parte mi convicción, y hasta seducido mi preferencia, bien hallada en la inspiración clásica de estas nuevas fórmulas. Desde luego, debo decir que —viniendo a un caso frecuente y particular— el día en que el correo me trae algún libro de versos, de formato insólito y extravagante, inmediatamente me pongo en guardia contra la poesía que en él puede contenerse, y, por ventura, contra el poeta… Porque sé que incluso las más excepcionales audacias se adaptan de buen grado a las imposiciones exteriores de la ley común. Y que las resoluciones más eficaces se han cumplido, en la historia universal de las ideas, mediante volúmenes de 12 centímetros por 19 o de 16 por 24.
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