Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
(ABC, 5-IX-1928)

LA GRATA VISITA.— Me aconteció recientemente, en ocasión de encontrarme en París, que un buen día llamaran, juntos, a mi puerta, dos hombres jóvenes de gran distinción de aspecto y modales. Jóvenes digo, y debiera decir muy jóvenes; el matiz muy ameno y up to date de su elegancia, contribuía a esta impresión de juventud. La breve cazadora entallada; el escotado cuello; el chaleco ausente; las euclidianas paralelas de sus bien cortados pantalones… Unas gafas con montura de concha, cabalgadas en la pura línea de la romana nariz del uno, no compensaba, ciertamente, dadas las dilecciones de la moda contemporánea, cuanto aparecía con carácter mundano y aún frívolo, en el atavío de los dos.
Con discreta y acabada gentileza, mis dos visitantes me hablaron del objeto que les llevaba; no otro, que el de anunciar la próxima aparición, en Roma, de una revista con carácter internacional de grandes vuelos; a cuya colaboración me invitaban, no hay que decir que con reconocido honor por mi parte. El criterio rector de la tal revista, en lo ideológico y en lo documental, en lo artístico, literario y social, ha de ser, parece, el más moderno; no sólo, según intención de sus fundadores, por lo vivaz y avisado, sino, inclusive, por aquel gusto de la modernidad y afectación de la misma que distingue a las publicaciones llamadas ordinariamente «de vanguardia»; pero eso, en grande y en discreto y con selección… Aquellos jóvenes que ya, con su sola presencia, me habían dado una impresión de aristocracia en la condición, quisieron dármela en seguida de aristocracia intelectual. Y trajeron hábilmente a la conversación cuanto podía manifestarla a la page, en el saber o en el buen gusto. Y me hablaron de Stravinsky y de Modigliani, y de psicoanálisis, y de resentimiento en la moral, y de la afición de los Sitwell por lo barroco, y de mi antiguo camarada Picasso. Me hablaron también de «las formas que vuelan», y de «las formas que se apoyan», y de «filosofía del hombre que trabaja y juega…» No podía pedirse más, como refinamiento en el doble aspecto de la cortesía y de la afirmación…
Hasta que, en un momento de la entrevista, como la conversación llegase a cierto recodo:
—No se sorprenderá usted, claro —dijéronme —, de que nuestra revista está sujeta a ciertas limitaciones… Nuestro estado monástico…

«OPERA FERRARI».— Eran, en efecto, religiosos.
Religiosos «ferraristas», es decir, pertenecientes a la Obra admirable fundada por el cardenal Ferrari, y que en Italia ha crecido tanto, y está produciendo tanto bien. Como por todas las fuerzas de colaboración espiritual, de «diálogo» estatuido, de compañía miliciana, de disciplina superior, en la sociedad actual —como por cuantas pueden curar al hombre selecto del pecado de la soledad individualista—, me he interesado simpáticamente por ésta.
Lo primero, por el fundador, por aquella figura del cardenal Ferrari, cuya agonía, en Milán —me ha contado un sacerdote que se contó entre sus admiradores activos—, fue uno los más puros espectáculos de santidad que haya sido dado contemplar en nuestros tiempos. Parece que todos en Milán pasaban a edificarse en la admiración de esta agonía; todos, pueblo y patricios, doctos e ignaros, devotos e incrédulos. Y que él, con una maravillosa calma, en medio de los tormentos atroces, sin habla, sin lengua, sin boca, sin garganta, miraba a todos, sonreía a todos, les bendecía con la mano exangüe… Si no hija de estos momentos sublimes, alumbrada, por lo menos, en ellos, fue también su Opera.
Años después, Roma la aprobaba. Aprobaba la organización del esfuerzo de estos puñados de gente moza, hombres y mujeres, sembrados en la plena vida secular y profana —indistintos exteriormente en ella—, con un espíritu de misión que equipara su actividad a la de los portadores de la luz de la fe entre las bárbaras y salvajes gentes. De esta florida muchachada, cultísima en sus elementos mejores, en buena parte de gran familia, con académicos diplomas toda ella —esto último es indispensable requisito—, que, siguiendo las normas de su original fundación, con la limitación de sus votos a la duración de un año, con la reversibilidad de sus peculios, con su precepto de intervención general, sobre todo en los rincones más peligrosos y aun equívocos, de la vida activa, con su temple de alegría y de trabajo, con su generosidad caballeresca, están a punto de realizar, en la vida espiritual italiana, algo análogo, por la eficacia y por la extensión —y por medios infinitamente más puros— a lo que los fascios han realizado, en lo concerniente a la vida política.

PALPITACIONES DE LOS TIEMPOS. —Hoy la «Opera Ferrarí» tiende a extenderse fuera del país en que nació. Parece que, por el instante, entran elementos exclusivamente italianos.
No soy quien debe decir si organizaciones completamente análogas convendrían en todas partes, o si algún detalle de aquélla responde a una exigencia principalmente nacional, o a matices localizables de necesidades sentidas en todo el mundo.
Pero sí repetiré lo dicho —dicho aquí mismo—, cada vez que alguna sugestión temática ha removido en mí ciertos posos de reflexión, y el resultado de algunas impresiones logradas en la tarea de auscultar las «palpitaciones de los tiempos».
Repetiré que una oportunidad —que, por un lado, es un ímpetu; por otro, una angustia— induce hoy a los desvelados a creer que la hora ha llegado para la Humanidad de orientar y ligar esfuerzos en un rejuvenecimiento y reforma de dos grandes tipos de fundaciones, que pudieron considerarse principalmente medievales: las Órdenes religiosas y las Órdenes de Caballería.


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Última actualización: 21 de julio de 2008