Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
(ABC, 13-IV-1927)

LA BIOLOGÍA DE LOS LIBREROS DE VIEJO.— De cuál era el espíritu dominante en buena parte de los reunidos, en cierta reciente Conferencia —de cuyo nombre Minerva no quiere acordarse, que ellos bien poco se acordaron—, me parecen dar cifra y símbolo unas palabras pronunciadas en la ocasión por un mi paisano, el pío editor don Gustavo Gili. El cual, al referirse a la competencia que a los libreros de nuevo hacen ciertos libreros de lance, dados a vender libros intonsos, hubo de argüir: «El librero de viejo que, aparte de una instalación menos costosa, es un hombre de pocas necesidades…»
Cuanto sale de la casa del Sr. Gili lleva, ostensible, un contundente «Nihil obstat». No creo que igual licencia garantice a cuanto sale de sus labios. Desde luego, ésta su teoría acerca de la inferioridad biológica de un sector profesional en parangón con otro, no me parece del todo acordada con la enseñanza de Jesús. Imagino que, en pura doctrina de Jesús, las necesidades del librero de viejo deben de ser iguales, absolutamente iguales, a las del librero de nuevo. En primer lugar, porque —según dijo quien de ello algo entendía— «sólo Dios basta». Después, porque, aun dentro del menguado horizonte de nuestra vida terrenal y de sus necesidades prácticas y pedestres, no veo por dónde una ordenación jerárquica objetiva puede venir a establecerse entre las diversas especialidades de aquel útil oficio.
Si el librero de nuevo ha llegado a tener más necesidades que el de ocasión, será probablemente porque alcance mayores recursos con que satisfacerlas. Fuera de eso, ¿qué le pide de más la exigencia normal y pública? ¿Se le obliga al librero, como a los ejercitantes de otras profesiones, a continuos desplazamientos y viajes? ¿Se le fuerza, por ventura, al uso de un traje de etiqueta, como el que todavía la tradición ha conservado para los músicos de teatro o concierto? ¿Se le impone siquiera el disfrute de un poco de ilustración?
Augusto Comte —un autor que no editaría el Sr. Gili— solía distraer de su flaca bolsa unas buenas monedas para asistir en palco a las representaciones de la Ópera, porque afirmaba que «ello era indispensable al desenvolvimiento de su espíritu»… Si de este orden de indispensabilidades se trata, apresurémonos a decir que, en las actuales condiciones del mercado de libros, no parecen ser quienes traen mercancía de ventura, los menos informados por el saber, los menos advertidos por el gusto, los menos orientados por la delicadeza. Dios nos diese para el escaparate de ciertos establecimientos céntricos, y aun para el catálogo de ciertas casas editoras, la tabla de valores literarios vigente en la compra-venta de tal barraca al arrimo del Botánico o de tal tiendecita amenazada por los urbanos derribos. En el mismo París, ¿cómo comparar, ante la inteligencia y sus fueros, algún bazar resplandeciente del Bulevar repleto de mil novedades de la pacotilla villana, con tal o cual puesto de los muelles, bienquisto de Anatole France y de tantos bibliófilos avisados? No más avisados, empero, que quien allí reunió y dispersa tantas joyas sin precio para la erudición o la curiosidad. ¿«Desenvolvimiento del espíritu», dijo Comte…? Doblemos la hoja, Sr. Gili. No vaya a resultarnos invertido el cuadro que tan desembarazadamente se tiene compuesto usted —Gobineau gremial— acerca de la desigualdad de las razas libreras.
En cuanto a nosotros, no queremos invertir, ni subvertir, ni enderezar, ni nos tentaría ahora, francamente, el papel de Quijotes de una «sufrida clase» cualquiera. Nuestro único impulso es el de subrayar, con el ejemplo de un caso menudo —tornado pintoresco precisamente por la dosis en que en él se mezclan ingenuidad y malicia—, la triste ausencia de cualquier calor de solidaridad, de cualquier visión de conjunto, que ha presidido a las deliberaciones sobre el problema del libro español, habidas en el palacio del Senado. Algún vuelo raudo hacia el ideal de formación de bibliotecas, algún atisbo imperial hacia las posibilidades editoriales e intelectuales de una España Mayor, no han bastado para redimir, a los ojos de un juzgador imparcial, aquel ambiente de estrechez, de egoísmo sindical, de mezquindad cicatera, de plebeyo juego de codos. Todavía, para este capítulo de nuestra producción —que, por tantas razones se previera, sin embargo, en avance respecto de los demás—, no parece llegado aquel momento de lucidez metropolitana, en que se comprende, por fin, cómo la salvación de cada uno ha de venir de la salvación de todos; cómo, si no se salvan todos, se perderán todos; cómo la mejor política realista es la del idealismo magnánimo…
Todavía rige, para el pobre libro español, una manera de negocio rústica, exclusivista, envidiosa, rinconera, pintoresca y gitana.


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Última actualización: 18 de julio de 2008