GEORG BRANDES.— Supe algún día una iglesia arruinada por un gran incendio. De ingente fábrica, había quedado una capilla nada más. Así, aislada, desnuda, desvalida entre escombros… Pero, en el cuenco de esta capilla, casi al aire libre, siguió celebrándose misa todas las fiestas, hasta que el templo fue reedificado.
Del mismo modo me aparecía un tiempo Georg Brandes, entre las ruinas de Europa.
Ya, en el lugar sagrado de nuestra perpetua adoración, no quedaba piedra sobre piedra. ¡Tantos altares en el polvo! ¡Tantas imágenes venerandas hechas ceniza! Quedaba, empero, un rincón todavía, un rincón donde rezar.
Ahora todo está en pie de nuevo. La restaurada construcción vuelve a ampararnos. La eterna liturgia ha venido a animarla, otra vez. A diario se celebran, dentro del sagrado recinto, oficios pomposos. La música rueda entre columnas y bóvedas, y las llamas de los cirios ardientes relucen como acaso no han relucido jamás. Diríase que el tributo del incienso antes las aviva que las apaga… La capilla impertérrita ha vuelto a quedar recogida y penumbrosa a un rincón. No importa. Nosotros no olvidaremos nunca aquellas horas, cuando sólo la rodeaban la soledad, los vientos y, de vez en vez, los lobos.
BRANDES Y EL NACIONALISMO.—Georg Brandes cuenta hoy ochenta y cinco años. Habita de nuevo en Copenhague. Hay que decir «de nuevo», porque una parte de la vida de este hombre —la más señera representación intelectual de su país, acaso— ha tenido que transcurrir fuera de él. El nacionalismo danés le hizo allí la permanencia imposible… Lo más espantoso es que hoy intenta hacérsela imposible de nuevo.
No va un extranjero a Dinamarca sin que un coro de escritorzuelos barbilindos y de periodistas procaces se apresuren en el intento de persuadirle de que este nombre glorioso —muchas veces el único que, entre la literatura danesa, conoce el recién llegado— no tiene la menor importancia dentro del ambiente local.
CEDER O MARCHARSE.— Un comentarista americano acaba de escribir, con referencia a este caso repugnante: «Los hombres que no capitulan, no son populares ni siquiera en Dinamarca». La explicación del ponderativo está en el hecho, reconocido por el comentarista de referencia, de que esta tierra nórdica es una de las más ilustradas del mundo, una de aquellas en que la palabra de un adalid del espíritu tiene más garantías de verse escuchada y extendida en una difusión extensamente social. Pero no vale. Por instruida, por culturalmente trabajada que esté una muchedumbre, siempre entre ella y el adalid del espíritu se necesita de ciertos intermediarios. Se necesita de la prensa, se necesita del comentarista segundón, hábil y cotidiano en la repetición de lugares comunes, pronto a advertir por dónde soplan las auras y a recoger y seguir su empuje propicio. Estos intermediarios son los que lo envenenan todo.
Sin ellos, acaso el Héroe —tan generoso— y el Pueblo —tan sensible, tan íntima y definitivamente justiciero— se entenderían. Pero entre el Héroe y el Pueblo se interpone una pululación parásita. Si no se da a ésta lo suyo, el esfuerzo y la disposición para una mutua simpatía abortan. Y lo suyo ha de ser, casi siempre, una claudicación. Entonces, una disyuntiva: o el adalid del espíritu acepta la tristeza del claudicar, o se marcha. Se marcha de su tierra, como hizo Brandes ayer. O del mundo, como hará, por vencimiento inexorable, mañana.
De la Patria al Cielo se titula un cuento de un idólatra del localismo, nuestro Antonio de Trueba. Al ferviente de la ecumenicidad no le queda otra solución que adoptar un lema bastante distinto: De Europa al Cielo.
«STURM UND DRANG».— En tanto que Europa no constituya a su vez una Patria, una sobrepatria, esto será una gran tragedia.
Así aparece de trágica hoy, a nuestros ojos, la figura de Georg Brandes. Enhiesto y solitario, le adivinamos en la lejanía. Los dos mechones blancos coronan su alta frente, como dos cuernos luciferinos. Los dos ojos, tan claros, despiden relámpagos de tempestad, que hace ya más de medio siglo que dura. Tal vez, paréntesis en el largo meteoro, sólo ha habido aquí algunas horas azules.
Han durado poco. Todavía no se ha descargado sobre la tierra toda la enorme carga de electricidad espiritual que este hombre traía consigo.
Tan incesante ha sido la pugna tormentosa, que la voz de lo alto que este hombre ha podido articular entre truenos, la voz de Jehová intercalando sílabas entre redoblantes, no la hemos podido percibir con nitidez todavía. No sabemos, en rigor, qué mensaje nos ha traído este profeta. Apenas si, en el confuso y agitado conjunto, alcanzamos a percibir, mejor, a adivinar, esta expresión: Europa.
Lo demás, ante la parvedad de este vocablo, y ante la gravedad de esta posición, ni lo oímos, ni siquiera lo queremos oír. Puestos a noticia clara, al casi imposible análisis de detalle, seguramente habíamos de separar entre las insinuaciones deslizadas a través de las rendijas del tormentoso estrépito no pocos puntos de fundamental disensión. No. Brandes no es uno de los nuestros…
¿Qué más da? Lo que hace palpitar nuestro corazón no son las ideas de Brandes, sino el atroz destino de Brandes.
Al único superviviente de una erupción del Vesubio no se le pide el pasaporte.