«NO SABE LO QUE QUIERE».— Esta verja de altar (Salamanca) remátase con la figura, en forja, de dos angelitos, que sostienen una guirnalda o contorno de escudo. En el brazo del angelito de la izquierda, dos movimientos se reúnen: el de la totalidad del brazo, al erguirse, y el de la mano (comunicado al antebrazo también), con ímpetu de descender hacia el objeto sostenido.
Por todos los entendidos es considerada esa incidencia de dos intenciones dinámicas en un miembro único, como uno de los indicios más reveladores de lo barroco. De ahí viene aquella agitación, aquel gran viento, que parece mover pliegues y ademanes, no sólo en la pintura y la escultura barrocas, pero la arquitectura misma. Cuanto barroquiza, gesticula; y pone, en este gesticular, una indecisión; mejor dicho, una multipolaridad en la decisión, que le tuerce y conturba.
Una forma clásica sabe con exactitud lo que quiere. Una forma barroca no sabe con exactitud lo que quiere… En rigor, no es eso, aunque en el lenguaje vulgar así se diga. Es que quiere dos cosas contrarias a la vez.
Porque no obedece a la ley racional, que está en el principio llamado de contradicción. Sino a la ley de la naturaleza, que nada tiene que ver con el principio de contradicción.
Angelito olvidado en su detalle decorativo de una capilla oscura, dentro de uno de los templos menos ilustres de Salamanca; el martillo del forjador que te modelaba, embrujado estuvo por su pagano prestigio del dios Pan.
TIERRAS DE RUINA.— Las tierras barrocas por excelencia son tierras de ruinas. No se entiende aquí la palabra ruina en el sentido noble, que presupone el paso dignificador de los siglos, cercenando alguna construcción ilustre. Sino en el otro sentido de lo que se abandonó apenas hecho o a medio hacer, y que, después, por descuido o negligencia, no se barre; de lo que no conserva huella de arte ni sello de estilo; de lo anónimo, vulgar, suelto, y que, habiendo querido ser, en la mayor parte de las ocasiones, puramente utilitario, pierde cualquier razón de existir, cuando la intención de que hubo de nacer no cuaja… He escrito ruinas, y casi hubiera sido mejor escribir escombros.
Pues allí donde mejores monumentos hay, con más escombros tropieza, en ciudades y campos, la vista del viajero. Tropieza, a cada paso, con las casucas sin techo, con las paredes a medio derribar, con los edículos abandonados, con los restos de construcciones, que jamás han llegado a subir cuatro palmos más alto que el suelo. Y es que tales basuras del ladrillo y de la piedra traducen el mismo fondo espiritual que las más acabadas fábricas de ladrillo y piedra con que esas tierras se decoran; traducen el designio multipolar, la situación de un deseo que no sabe lo que quiere.
Por la mañana decía esto con ardor; por la tarde, lo deja, unas ruinas. O bien, dirigía las líneas de un edificio hacia lo alto; pero, a la mitad de éste, una especie de empuje lateral las ha torcido, y las líneas se agitan, se tuercen, tiemblan, parecen vivir y sufrir: el resultado, entonces, puede llegar a ser una maravilla barroca.
En uno y en otro caso, nuestra sensibilidad se conturba, lo que esta indecisión dejó, siente algo así como el latir de un pulso.
LA NOVELA RUSA.— Ahora pensemos en que, en la historia universal del arte —en la historia reciente— hay un famoso ejemplo del estado espiritual en que no se sabe lo que se quiere. Aquí, porque se trata de un género literario de los llamados objetivos, es decir, de la narración, el estado espiritual en que no se sabe lo que se quiere ha pasado a los personajes. Aludo a la novela rusa, y, por excelencia, a la de Dostoiewski, tan comentado, y, según aseguran, tan gustado entre el público contemporáneo.
La fórmula lapidaria de Octavio de Romeu: «Shakespeare es muy grande, pero Dostoiewski no es más que enorme», ha encontrado por ahí, entre snobs de cuarta fila, más de un escandalizado. A mí, cada día, me parece esta fórmula revelar mejor la anormalidad gigantesca, tal vez sublime, nunca inteligente, del gran tartamudo. Tartamudo, no ya por estilo o manera, sino por grupo y fatal ley interior. Tartamudo, como sus criaturas, porque su voluntad de expresión se multipolariza, y, en ningún momento, se decide a decir una sola cosa.
Así, gran barroco. Así, verbo de una tierra de ruinas, mejor, de escombros. Así, pánida terrible, atroz pagano, fiel de la Naturaleza —que no conoce el principio de contradicción—, enemigo de la Razón, que le sirve (o que de él se sirve).
Una, una sola es la familia a que pertenecen la novela rusa y la puerta del Hospicio de Madrid.