GLOSAS DE LAS TRES PIEDADES. EL SAMARITANO.— Tierra de Castilla, tierra sin primavera. Cuando no gran frío, gran calor. La verdor y pompa de las umbrías ornamenta la ciudad. Pero antes de llegar al cobijo de los árboles urbanos, la mendiga vagabunda, anda que te andarás, ha recibido la soleada, ya inclemente hoy, de la carretera.
Y sabe de la gran sed.
Ahora se ha dejado caer, sentada en el suelo, aquí, sobre el bordillo, junto al asfalto del paseo elegante. Y porque las mangueras edilicias riegan este asfalto, el agua corre encima de él su negro y resplandeciente desliz. Y la mendiga advierte el consuelo de una aura de humedad en la frente, sino en las fauces.
Pero también la boca se le regalará, y más y mejor. Se le regalará la boca, porque hay un Dios clemente tras del cielo inclemente, y porque la tierra de Castilla sin primavera puede repetir los gestos de piedad de Samaria.
Éste. La peregrina se ha arrodillado, allí mismo donde se sentó. Castellana, y, como tal, un poco solemne en la cortesía, ha dicho al hombre que regaba:
—¿Me hará la merced de dejarme beber un poco?
Él, se ha agachado sin prisa y ha dado vuelta a la llave de la presión. Se desmayó el gran empuje del chorro. Ahora fluye del pitón un hilo moroso, que brinda al trago.
Todavía, solícito, afina el regante la medida. Y da un paso hacia la mujeruca arrodillada. Y es como el enfermero para medicar. Y es como la nodriza para nutrir. Y es como sacerdote en sacramento.
Y es como —invertida la disposición— la Samaritana.
Justa la medida del agua, justa la inclinación del chorro, hábiles las manos en la administración, blando el gesto a la misericordia… ¿Quién sabe? Tal vez hoy se paga una deuda de veinte siglos. ¿No se ha visto al Señor volver al mundo, bajo disfraz de caminante, de barquero, de centinela? ¿Por qué no de empleado municipal?
Ella bebe. Ha cerrado los ojos. ¡Divina frescura!
Bebe, siempre arrodillada. No se cansa en la delicia de su beber.
Yo he visto estas cosas, paseo de la Castellana, frente a la calle del Pinar.
OTRA PIEDAD.— También he visto un día, tierra de Mallorca, un «paso» vivo, una de las mejores figuraciones de ese gran acto de la piedad antigua, de la piedad eterna, el Lavatorio.
Hora de oscurecer, el mozo había vuelto a la cabaña, descalzo y rendido. Creo que era contrabandista.
En cuanto a la mujer, si no me equivoco, se llamaba, efectivamente, Magdalena. En esta ocasión, la madre. El pelo no era rubio, pero lo había sido, y todavía se trenzaba en dos largas trenzas. Un perfil muy puro, tal vez un poco judío.
Y él llegó cuando cayó el día. Y sus pies, dolorosos, sangraban. Sino que el polvo del camino los había cubierto.
Llegó, y, antes de la puerta, dejó desplomarse el cuerpo en un banco, junto a una higuera, cuya blanda fruta morada sangraba también.
De la negrura interior de la cabaña salió la madre. Llevaba sujeta por la mano derecha, y apoyada en la cadera, una jofaina. Y, sostenida por la mano izquierda, una escudilla. Y debajo del brazo, una toalla amarilla, con borlas, y una cuchara de madera. De la jofaina y de la escudilla salía un poco de vapor. La tarde pacífica bebió lentamente estos vapores.
Queda la escudilla depositada en el banco, con la cuchara hincada en el guisote de unas migas. La jofaina, en el suelo; y, al lado de la jofaina, la madre, que se ha arrodillado, tiende ahora el amor de las dos manos, vestidas con el peludo de la toalla.
Así, así, despacito… La inmersión en el agua caliente, la ablución, la limpieza, la nueva ablución, el suave restriegue, el bruñido. Un pie, otro pie, dedo por dedo.
Todavía, la piadosa se entra una vez por la negrura de la casa. Todavía vuelve a salir, con las vinagreras. Todavía de hinojos… Y el hijo, fatigado, que se encoge y entreduerme de bienestar. Y ni una palabra.
¡Qué grupo, para la talla de un escultor imaginero…! Sí; tan quietos, el hijo parece de madera. La madre parece de madera. Apenas policromada.
OTRA.— Noche. Muchas estrellas. Alta montaña, peñascos desnudos.
Pastores dormidos junto al fuego. Pasa un caminante andrajoso.
Salta el perro, de cerca de la fogata. Ladridos agresivos a la sorpresa.
De pronto, al estar ya el caminante al alcance de los dientes del perro, éste calla.
Se ha tranquilizado. ¿Por qué se ha tranquilizado?
De seguro, porque ha visto que el caminante tenía tan mala facha como él.