JORNADAS JUNTO AL LAGO. DOMINGO.— Ha venido un viejo cantor ambulante, un arpista. No lleva nada en la cabeza, que coronan rizos muy blancos y borrascosos. Una capa como la capa que llevan los personajes de misterio, en las ilustraciones de los viejos libros románticos, y una barba tal como tenía que ser. El arpa, muy grande; y figurado, en su tallo, una columna dorada de orden corintio.
Ha entrado en el hotel; pero el Herr Ober —no en vano llamado por los nuestros «joroba»— ha impedido al viejo músico pasar al comedor. Ha conseguido así que el jazz tuviera para nosotros, esta noche, armónicos de remordimiento; y que su música nos pareciese muy vil; y que tanto americanismo, en contraste con la grande y elegíaca tradición del vagabundo, nos avergonzara.
Después de comer le hemos buscado, con el designio, un poco cromo —reacción y expiación del episodio precedente—, de que tañera para nosotros junto al Lago, en la oscuridad. Nos ha dicho que esto no podía arreglarse, por estorbo de la humedad en las cuerdas. Luego le hemos propuesto hacer música en el Weinstube. Ha rehusado con dignidad.
No ha habido más remedio que pasar el guante, sin oír la música.
VIERNES.— Las gentes de la vera de mi Lago tienen tal vocación de invierno, que dan en prepararlo con una gran anticipación. La primera mañana de Agosto, en que la niebla se ha dormido y tarda en levantarse un poco más que de costumbre, toman una hacha leñadora y se ponen a partir troncos ante las casas y a amontonarlos metódicamente junto a un muro, como si temiesen que iba a faltarles tiempo, en tres meses de otoño, para reunir la provisión de los hogares.
Esta mañana, el río venía más cantarín y más oscuro que nunca. A lo lejos, el molino de una serraduría mecánica se ha puesto a funcionar. También han sonado, tras de la niebla, algunos tiros de cazadores invisibles.
Tienen algo, en nuestro corazón, esos tiros de las palmadas del guardián del Museo que se va a cerrar. Y la oscuridad del cielo, algo de aquellas zonas de sombras creadas hacia la última hora de los cafés y los restaurantes, por los camareros impacientes. De ayer a hoy, montañas, árboles, chalets, calles e iglesia del pueblecillo chico han tomado un aire singular, fatigado, esquivo e inhóspito. Todo parece dar a entender que, por lo que falta para el término de la estación, tanto vale dejarlo. Todo conmina al huésped a que se marche. Vidas y objetos diríanse nostálgicos ya de su cotidiana manera, humilde, recatada y anónima, y deseosos de recobrarla. Vanamente el cálculo interesado de la codicia hostelera intenta apurar la colilla del veraneo, arbitrando, para epílogo de la temporada, festejos con riesgo de tormenta, atracciones más o menos desvanecidas. El aspecto mismo de las cosas traiciona la doblez de sus dueños, no menos que el cielo y que la luz: No menos que el paso, bajo las ventanas, de esos niños toscos, de pelo color de cáñamo, que, vestidos ya con foscas ropas de invierno, vuelven de la escuela, donde ayer terminaron las vacaciones. No menos que el batir rítmico de esta hacha cercana, que parte, y parte, y parte, y parte madera, y tiene, en su música monótona, no sé qué inarticulado prenuncio de las canciones de Navidad…
Bien, hacha; bien, escuela; bien, río y molino; bien, niebla y tiros de cazadores; bien, otoño lloroso de los cielos bajos… Pactemos. Todo esto era para el 21 de Septiembre. Advertid que falta todavía un mes. Pues bien, mitad y mitad. Los quince últimos días para vosotros; los quince primeros, para mí. Advertid que yo no estoy solo. Están conmigo los hosteleros y el amigo Lago, más bello cada día, impasible a las estaciones. Cederé la plaza, según eso, el 6 de Septiembre, día lunes…. Mientras tanto, paciencia y buena cara. Mientras tanto, la paz… O, si no, si tal preferís, la guerra. Me obstinaré. Vosotros, ya sin límite de convenio, continuad en vuestras insinuaciones; volvedlas desplantes; formulad la amenaza; llegad a la agresión. Retiraos, cerraos, murmurad, obscureced, aburrid, lloved, inundad, destemplad, enfriad… Yo me levantaré más temprano cada día; escribiré más cada día; daré un paseo más largo; tendré con el Lago una conversación más sentimental y amistosa. Lo único que conseguiréis, luces, olores, ruidos y temperaturas otoñales, con vuestra impertinente anticipación, es abrirme un formidable apetito.
SÁBADO.— El ultimatum de ayer produjo su efecto. En seguida lo conocí. Hacia el oscurecer salió el arco iris, señal de alianza. La velada había en la mesa media botella de vino francés. Bebí yo un vaso, y es de creer, que el resto fue para los poderes invisibles. Con ese trinque debió de quedar sellado el convenio.
Toda la noche la habrán pasado los poderes invisibles, dando órdenes… ¡Qué día, Dios bendito; qué día, hoy!… En el cielo, esta mañana, de puro resplandeciente, ya no había color. En el Lago se reflejara hasta el vuelo de un milano indeciso. Ha llegado, hacia las once, a su orilla, un grupo nutrido de excursionistas bávaros. Los mozos pulsaban cítaras alegres, y las muchachas eran las más encarnadas que he visto nunca, y fuertes, y risueñas, como la nadadora Gertrudis Ederlé. Han pasado más de una hora jugando en el agua con trajes y capas de baño, naranja y violeta. Cuando yo me he acercado allí, llevaba ya cuatro horas de sabroso estudio.
¡Y qué correo, qué opulento correo el del cartero del mediodía! Once cartas, dos certificados, todo en orden; dos libros de librero, uno de autor, ninguno de grafómano, versos deliciosos de Adriano del Valle, diarios de Madrid, de esos en que hay pataletas de gendelettre que hacen reír tanto, y otras cartas más, y aquélla que apacigua, con la seguridad de la compañía inalterable…
La campanita de la capilla católica se ha puesto a carrillonear, hacia el crepúsculo, a la otra parte del Lago. Esto me ha hecho atinar en que mañana es día de fiesta. Y gustar el goce de haber hoy olvidado nuevamente el calendario.