DE CUÁN PRONTO HAN LLEGADO A FRANCIA IDEAS VERTIDAS EN MADRID.— Importa a la versión, que en París ha dado el Journal des Débats, de mis ideas sobre Watteau, expuestas recientemente en el Museo del Prado. Pero quiero adelantar, al sentido ligeramente rectificador de aquéllas, una manifestación general de agradecimiento. El debido por cualquier investigador, cuando ve inmediatamente acogidas y cotizadas en algún gran mercado de la cultura aquellas divisas que ha acuñado su propio esfuerzo. El agradecimiento español, sobre todo, poco avezado hasta hoy —en parte, por sus culpas; en parte, por las ajenas; en parte… por la fuerza del sino— a traer en seguida la atención extraña sobre una manifestación intelectual propia, situada precisamente en el polo opuesto a aquel en que tan fácilmente captan la curiosidad y provocan al ruido todo «color local» pintoresco, todo etnicismo exacerbado.
Dígase y redígase cómo de esa mejora —que mejora es, y grande— corresponde el mérito, en primer lugar, al denuedo de una labor colectiva. Yo siempre vuelvo a lo mismo: o nos salvaremos todos o nos perderemos todos. En el caso presente, a los que han salvado a nuestra Pinacoteca nacional —a los que la han convertido en una institución ejemplar, de una institución lamentable que era hace veinticinco años— corresponde casi enteramente el éxito que puedan alcanzar algunos de los frutos de la actividad docente allí desarrollada. El crédito del Museo del Prado permite el crédito de las ideas que se emiten en el Museo del Prado. Como, a su vez, el primero está en función del renombre general de España. Y así la brillante hazaña del español que vuela sobre el Atlántico ayuda a la meditación recogida del español que investiga sobre Watteau.
DE CÓMO SE TRATABA, NO DE UNA CONFERENCIA, SINO DE UN CURSO.— Dicho esto, recordemos, en primer lugar, que no se trataba en la coyuntura de «una conferencia», como los Débats dicen en el título de su nota, ni de «dos», como se consigna en el texto de ésta, sino de un curso; de un curso metódico, no sobre Watteau únicamente, sino sobre Poussin, Claudio Lorena y Watteau, es decir, sobre lo más granado de la pintura francesa representada en nuestro Museo —¡y, atrevámonos a decirlo sin restricciones, de toda la pintura francesa!…—. Esta aclaración no toca solamente a un detalle exterior y académico: entra en la médula del asunto. Porque, si el estudio de Watteau se realiza incluyéndolo en un sistemático organismo, al lado de sendos estudios relativos a Claudio Lorena y a Poussin, las opiniones acerca del primero deberán interpretarse en función de las opiniones acerca de los dos últimos y leerse según la clave de signos y de valores empleada por éstas. Cuando yo diga, por ejemplo, que Watteau no es propiamente un pintor francés, esta afirmación se entenderá en contraste con la revelación auténtica y bien dosificada de los elementos del carácter nacional que me ha parecido antes encontrar en Claudio Lorena. Y cuando insinúe que Watteau no es del todo original, convendrá tomar esto como restricción vindicadora a una acusación parecida que la vulgaridad de todos los tiempos se ha acostumbrado a dirigir contra Poussin; como demostración experimental in anima nobili de que el ir a beber a la fuente de los antiguos es más favorable a la revelación original del propio temperamento, que no el andarse en tentativas de presunta innovación, creyendo seguir una ley interior, cuando lo que se sigue, en realidad, son las corrientes más agitadas y superficiales de una moda.
Para mí, Poussin, Claudio Lorena, Watteau, son como tres momentos de una dialéctica mudanza desde el ideal clásico hasta el ideal romántico, pasando por la trepidante vía del barroquismo. Un aparato, casi providencial, de simetrías, permitió, a lo largo del curso, comparar el sentido de este proceso con el de otros de igual ritmo y compás, en el campo vario de la cultura; con otras series, acontecidas en la filosofía, en la literatura, en la arquitectura francesas… Poussin, Claudio de Lorena, Watteau, pueden encararse, bajo este aspecto, con ciertas gloriosas trinidades; en la literatura, por la que junta los nombres de Racine, Fenelon, Bernandin de Saint Pierre; en la filosofía, por Descartes, Malebranche (el nombre en el curso traído no era precisamente el de Malebranche; la substitución que ahora propongo se hace precisamente en honor a la homogeneidad francesa de las filiaciones) y Juan Jacobo; en la arquitectura, por Hardouin Mausart, Claudio Le Nôtre, y Robert de Cotte… En cada uno de estos procesos se proyecta el drama de una rebeldía —primero, sofocada; luego, militante; más tarde, triunfante— de la sensibilidad contra las normas; de la enfermedad contra la razón; de la Naturaleza contra el Espíritu. Probablemente, el punto francés típico es el intermedio y equilibrado, aquel de la milicia de entrambas fuerzas —el temple espiritual Isla de Francia, capaz de soportar lo clásico con lo gótico…—. Al lado de esto, en contraste con esto, bien puede decirse que Watteau es flamenco, en el mismos sentido y con el mismo alcance que los empleados para decir que Rousseau es suizo.
DE OTROS PARTICULARES.— Añadamos todavía que este juicio —«personal», según la nota de los Débats— no es más que la reproducción, tras de apelaciones distintas, de la sentencia, en primera instancia, del buen sentido. Antonio Watteau nacía en Valenciennes el 10 de Octubre de 1684. Y el 10 de Octubre de 1684, Valenciennes no llevaba más que seis años de incorporación a la corona francesa, («A la corona francesa» digo; no a Francia; se distinguirá fácilmente el matiz). Por esta razón, Julienne, protector y biógrafo de Watteau, y uno de los que conocieron al pintor con más intimidad, en 1735, en su Abregé de la vie d'A. Watteau, le llama, a boca llena, «peintre flamand de l'Academie royale». Esta calificación ha sido más tarde repetidamente restaurada por los eruditos. Los alemanes —siempre entusiastas de este artista, que fue, probablemente, sea dicho de paso, el predilecto del último Kaiser— han puesto también bastante empeño en recordar aquellos orígenes. Puede evidentemente contrarrestarse el valor de tal dato con argumentos superiores, con argumentos de caracterización espiritual. Pero no hay necesidad de decir a quién, en tal discusión, corresponde el onus probandi. En cualquier caso, la tesis del germanismo, del maestro de las fiestas galantes, dista mucho de poder ser considerado como una tesis personal.
Mucho menos personal todavía será la apreciación sobre la relación cronológica entre Watteau y Luis XV; apreciación fundada en datos objetivos, fundamentales e irrecusables.
Tampoco me parece poder desprenderse de lo por mí dicho en el curso la afirmación de que los maestros de nuestro pintor fueran, «en primer lugar, Rembrandt y Rubens…» Espero que los oyentes de aquél recordarán que los presentados en tal primacía de función eran los decoradores y los arquitectos, los Gillot y los Robert de Cotte. La influencia de Rubens —que me figuro, eso sí, haber demostrado suficientemente: al argumento del hipotético agrandamiento experimental de las figuras, le atribuyo gran fuerza probatoria— es más tardía. Algo dije también sobre la posibilidad de una influencia de Téniers y de otros «pequeños maestros» de los Países Bajos. Sobre Rembrandt, nada. Porque la afirmación de una influencia de Rembrandt sobre Watteau resultará, hoy por hoy, gratuita. Y, si el nombre de Rembrandt se vio traído a estas lecciones sobre pintura francesa, fue sólo como término de comparación, con calidad de quintaesencia de germanismo; con la misma calidad con que, también en el pleito sobre Watteau, comparece Rembrandt en mi librillo sobre el Museo del Prado.
Por último —y esto sí que ya es cuestión de detalle—, ni creo haber sentenciado jamás —desde luego, no he pensado nunca— que la sensibilidad de Watteau fuese «excesiva…» Puesto a definidor de almas de otrora, no he creído hoy que esta misión, ya bastante peligrosa en sí misma, me autorizara a la otra, todavía más arriesgada, de constituirme en su mentor.
DE UNA GRAN MUDANZA.— He adelantado una palabra de gratitud: déjeseme concluir con un grito de triunfo. El triunfo es para la pintura francesa. Su batalla, aún en los climas espirituales menos propicios, me parece ya definitivamente ganada. El resultado de la última tentativa, en el Museo del Prado, no puede ser más alentador… No huelga que el Journal des Débats conozca el hecho de que los Poussin, los Claudio Lorena estaban aquí, hace algunos años, olvidados en los rincones, casi en los desvanes. Las primeras manifestaciones contemporáneas en favor del genio de Poussin produjeron cierto estupor. La predilección por éste y por otros maestros franceses pareció cosa de capricho o de extravagancia, cuando no de espíritu de contradicción más disimulado… Pero, en poco tiempo, ha habido en ello gran mudanza. En ocasión del reciente jubileo se ha podido ver que los que en estas especies comulgábamos éramos ya legión. La antigua pintura francesa se ha colocado ya en el centro de las preocupaciones de los jóvenes artistas, de los más advertidos entre nuestros amadores de las artes. No en toda ocasión —dicho sea para estímulo y para consuelo de varones empeñados en empresas análogas— sermón contracorriente es sermón perdido.