EN LA MUERTE DE CLAUDE MONET.— Que se remata, que se remata. El ciclo que en Juan Jacobo se abría se cierra en Ellen Key. Y entre las barbas de Claude Monet se extingue el sueño febricitante que naciera debajo de la peluca de Watteau.
Se trata, es claro, del romanticismo. Del romanticismo, que sólo es una actitud de sensibilidad para la vida en la proporción en que es un modo de mirar las cosas… Así decía Octavio de Romeu, que se era protestante, es decir, iconoclasta, por efecto de cierta dificultad de representarse exactamente las cosas en el espacio.
Dificultad, incapacidad, impotencia… Ha tenido gran inclinación la crítica de los últimos tiempos a prescindir de la presencia de factores de esta índole, en ciertos productos señeros de la cultura; a desconocer la compatibilidad, que realmente existe, entre sublimidad y flaqueza. Pero el lenguaje llano puede resultar más sabio que los análisis críticos; y la expresión «fuerzas de flaqueza» es, después de todo, muy profunda. ¿Quién negará que el caso de tales fuerzas de flaqueza se da, verbigracia, en el Greco? ¿Quién no reconocerá, hablando con sinceridad abierta, que el poder casi mágico de este artista está ligado estrechamente al hecho mismo de su limitación? ¿Que adoramos en él un anverso de éxito que tiene un reverso de fracaso? Pero cualquier romanticismo es eso: «fuerzas de flaqueza».
El del impresionista como el del protestante. Debilidad de la proyección figurativa. Atrofia, más o menos grave, del interés de objetividad. Subjetivismo, antesala del lirismo. No sabemos cómo las cosas son… ¡Bah! ¿Qué importa, entonces, que se disuelvan en música?
SIGLOS QUE NO VEN.— Me parece que un acervo considerable de fenómenos de la historia de la cultura queda sin explicación, si no se parte de la hipótesis de que hay siglos, como hay pueblos, en que la humanidad se encuentra generosamente favorecida en punto a la vocación de mirar y ver; y otros siglos en ello particularmente desgraciados. Porque, eso de mirar y de ver, no es negocio así como así; ni exclusivamente natural, sino cultural, en dosis que, a primera vista, no se sospecha. Recuérdese, si no, lo que acontece en materia del reconocimiento de imágenes. En una caricatura, en un retrato de artista, aun en la más fiel de las pruebas fotográficas, el salvaje, el rústico extremo, difícilmente se reconocerá. Difícilmente se reconocerá, por deficiencia de aquel poder de abstracción que elimina las instintivas sorpresa y turbación al verse reducido a una superficie plana…
Suele decirse que, si durante la Edad Media —entiéndase en Occidente y por lo común— en el arte figuró torpemente el cuerpo humano, esto se debe a una razón de índole religiosa y moral, a la consideración de este cuerpo, en la doctrina y en las costumbres, como un pecado y una vergüenza. Los artistas conocían mal las proporciones, del cuerpo —se arguye—, porque raramente tenían ocasión de contemplarlo desnudo… Muy bien; pero, aun prescindiendo de examinar la exactitud de esta última aseveración, muy de cerca, ¿cómo explicar que uno de los errores de interpretación entonces más repetidos y tozudos estribe precisamente en la desproporción entre el volumen de la cabeza y el del tronco, detalle sobre el cual podía adoctrinar fácilmente a los artistas la observación corriente y cotidiana, aun del hombre y de la mujer vestidos? ¿O se pretenderá también que el hecho de que la iconografía del Jesús Niño, en los brazos o en la falda de la Virgen, le presente tan a menudo con aire de enanillo más que de rorro, se debe también a que a los pintores y escultores del tiempo les faltara ocasión de averiguar cómo están hechas las criaturas…? No. Lo probable es que en el caso interviniera una causa más psicológica que ética, consistente en una determinación histórica de la sensibilidad, no en una norma impuesta por las costumbres. Que las gentes de la Edad Media, con tener tantas oportunidades como nosotros de advertir que el busto de las mujeres es más grande que su cabeza, o que los músculos de los recién nacidos se apelotonan, no lo advirtieran; o, por lo menos, no lo advirtieran conscientemente, y esto por distracción, por indiferencia; tal vez por falta del suficiente vigor de síntesis, que permite compensar la fragmentación de la visión aislada o sumar y atesorar la coincidencia de las observaciones sucesivas.
Sin ese linaje de síntesis no hay visión. Todo está dispuesto para ver. Los hombres están, las cosas están. Tan atentos los primeros como se quiera. Tan claras, tan desnudas, las segundas, como se quiera. Están los hombres, están las cosas… Lo que falta, entre unos y otras, es el amor.
SIGLOS QUE VEN.— Hay siglos que no ven, hay siglos que ven. ¿Quién no sabe que entre estos últimos se cuentan los de la civilización griega, los del Renacimiento? En poesía, el ciego Hornero nos aparece como una especie de patrón del buen mirar. ¡Qué claridad la suya! ¡Qué don de presentar los objetos con un contorno nítido, dibujado en una sola palabra! ¿Y Platón? Diríase que su metafísica está hecha exprofeso para escultores. Cada concepto es una imagen. Cada teoría, una teoría; es decir, una procesión. El secreto de la filosofía, como el de la poesía helénicas, podrían encerrarse, por entero, en aquel principio, que, a otro propósito, presentó en Francia un arquitecto ilustre… «Tout ce qui tient a l'oeuil tient au calcul». Entiéndase que cuanto satisface al goce de la vista, satisface igualmente a las exigencias de la razón.
Bien lo supo igualmente el Renacimiento. ¡Cuánto me ha dado que pensar la abundancia en esta época, de arquitectos aficionados, que, sin previo estudio de disciplinas abstractas, arrojábanse, armados únicamente de la intuición, a proyectar y ejecutar las mayores audacias constructivas! Salía un pintor, salía un escultor, y, sin más ni más, sin otros ejercicios preparatorios que los del dibujo, inventaba una cúpula. Presentaba los croquis, se discutían. Los expertos movían la cabeza, asegurando que aquello no se iba a sostener; y él, que sí. Intervenía el Papa; le decía que tuviese cuidado; y él, firme que firme. Y los otros, en vez de dejarle por orate, se rendían. Y la obra se realizaba… y el éxito daba la razón al visionario… ¿De dónde le venía al visionario tanta seguridad? De esto, de su visión. De la infalibilidad con que formas, materiales, fuerzas, resistencias se presentaban a su imaginación orientada privilegiadamente hacia lo objetivo. De la simpatía, que, en el momento de figurarse la piedra, le hacía sentirse, también, una piedra, forzada y salvada por el juego exacto de las fuerzas de gravedad.
EL XIX Y EL MAESTRO IMPRESIONISTA.— El siglo XIX no ha sido de los favorecidos, sino de los poco afortunados en punto a cualidades ópticas. Basta recordar, para convencerse de ello, lo muy bien dispuesto que se mostró al contrario, en punto a producción y gusto musical. No todo puede tenerse a la vez.
Claude Monet había nacido en 1840. En toda la extensión de la palabra, un enfant du siècle. También las épocas, como las patrias, tienen sus castizos.
Un músico. No podía ver. (Todos los músicos son más o menos ciegos). Éste, para lograr aproximadamente la imagen de una Catedral, para balbucirla, tenía, el pobre, que irse hasta la misma, pertrechado con seis o siete telas, que iba substituyendo una por otra, a medida que cambiaba la luz. ¡Cuan lejos de los infalibles visionarios de cúpulas! Para éstos, una piedra, era una cosa; para Monet no era más que un destello.
Tenía, por otra parte y de más a más, una especie de genio… Pero esto no debe torcer la sentencia. Como no la hubiera torcido —ante areópago poseído del ideal de justicia— la belleza de Friné. |