Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
(ABC, 18-XI-1926)

IDEAS DE VALERY-LARBAUD.— Siempre he tenido a Valery-Larbaud por uno de los hombres más inteligentes de nuestra Europa actual. Aquellos artículos donde discrepo de sus gustos no sirven sino para dar, con su penumbra, mayor relieve a aquellos otros donde me encantan sus ideas. Pero en preferir, cuando oposición, ideas a gustos, está precisamente una característica señera, entre mentes del Novecientos.
A algunas de las opiniones que, sobre temas generales, profesa y emite Valery-Larbaud, les da valor singular el hecho de ser profesadas y emitidas en Francia. Nuestra amistad no tiene por qué ocultarlo: Francia, sede y residencia preferida de la Inteligencia en el mundo moderno, ha sido, no obstante, en años recientes, uno de los pueblos en que la Inteligencia ha sufrido más largo eclipse. Que hoy este eclipse puede ya darse por terminado, mil nuevas y venturosas claridades lo anuncian. Por mi parte, quiero apresurarme a declarar la impresión tónica recibida en un reciente viaje a París. París vuelve a ser, como en sus días mejores, un gran centro de franc parler y de pululante heterodoxia contra el lugar común. Ya las disciplinas —¡una y mil veces alabadas sean!— no se confunden con las abominables rutinas.
Pero aún representa allí una originalidad y un mérito escribir lo que ha escrito Valery -Larbaud, primero, para una revista alemana, la Europaische Revue; luego, para otra de París, que ostenta el mismo título, en traducción, es decir, la Revue Européenne… Originalidad digo, y yo estoy en condiciones de medirla, tal vez mejor que nadie; porque las tesis ahora expuestas por el lúcido escritor son muy hermanas de otras que me alabo de haber sostenido siempre, sobre todo ante el experimento crucial de la gran guerra; y que hubieron de valerme no pocas acedías, entonces; acedías por las que calculo el esfuerzo de austeridad y de independencia que su profesión significa, aun hoy mismo, para M. Valery-Larbaud.
Y aquí está el toque, y esta es la originalidad: no en formular lo que ya nos viene de Carlomagno, y de antes; y, que, por otra parte, nos dicta el espíritu mismo de la Cultura; no en formularlo, sino en defenderlo; acción cuyo precio de hazaña se renueva cada día; excepción cuya novedad es refrescada mientras se mantiene su singularidad.

LA UNIDAD MORAL DE EUROPA.— Las tesis a que aludo son, para decirlo en pocas palabras, las de la unidad moral de Europa.
Tal se pronunció el lema escrito en el estandarte de un muy reducido grupo español, a las postrimerías de 1914, como coronamiento de una modesta, pero cordialísima propaganda, iniciada ya en el anterior mes de Agosto, es decir, desde los primeros momentos de la crisis. Romain Rolland, con su autoridad dilatada y sonada, acogió, saludándola con entusiasmo, la palabra de superación que de España venía. La escuchó, según dijo, en aquella primera Navidad de los años de abominación, como una canción de campanas, anuncio de la Redención en la noche. Pero esta hospitalidad, que el desterrado ilustre otorgaba a la peregrina idea llegada del Sur, dura muy poco. En realidad, ligaba bastante mal con las suyas. El color fundamental de éstas era, como nadie ignora, el pacifismo. Un vago filantropismo las inspiraba; las traducían soluciones más vagas aún. Lo nuestro era tal vez menos generoso, pero infinitamente más concreto. Su sentido no era directamente a favor de la Paz, sino de la Unidad. «Batallemos en buena hora», llegué yo a escribir, en algún momento; «a condición de dar por entendido que se trata de una guerra civil. Justa, precisamente en lo que tiene de civil; es decir, en lo que no tiende a la exclusión, sino a la jerarquía…»
Para servicio de tal elevado ideal, la sombra de Carlomagno fue evocada. Ello pudo parecer entonces un estéril juego erudito. Hoy —con dos voces, una en Alemania, otra en Francia— Valery-Larbaud así escribe: «Todos nuestros esfuerzos deberían tender a rehacer nuestra obra maestra mas reciente: Carlomagno…» Y también: «Actualmente, en Europa, el bien más deseable, la sola condición de supervivencia, es la Unidad».
No debemos ver, en estas frases, fórmula especializada, para solución de un problema único. Forman parte, al contrario, de un conjunto sistemático, de articulación muy dichosa, y, a la vez, de muy amplias perspectivas.  Y resultaría para nosotros difícil no ceder a la tentación de dar aquí un trasunto de aquélla, con un comentario de éstas. Menos cómodo que el comentario, el trasunto. Pues la índole ingeniosamente humorística y ya lacónica del trabajo del sutil teorizador, mejor invita a reproducción que al resumen.

LAS CLASES SOCIALES.— Cabría separar en el aludido ensayo dos centros de reflexión: uno, relativo a temas sobre la estructura de la sociedad; otro, relativo a la de Europa y a la función de Francia en ella. Con una diferencia capital en el tono de uno y otro grupo. Lo que en el primero se presenta como inevitable es la variedad; la unidad lo que en el último se presenta como deseable. «Siempre se distinguirán clases específicas en la sociedad», sostiene el autor, al principio de su apretada exposición. «Europa será una sociedad única, o no será», nos revela hacia el fin.
Las clases de la sociedad son tres —los tres Órdenes del Antiguo Régimen, que la Revolución creyó destruir, cuando lo que hizo fue restaurar, devolviéndoles su contenido propio, al desembarazarlos de las respectivas ficciones en que, bajo el Antiguo Régimen, habían parado…—. Son el Tercer Estado, es decir, el Pueblo, la Nobleza y el Clero.
Pero, atención a las definiciones. Tercer Estado es «el conjunto de individuos —casi toda la Humanidad civilizada—, cuya actividad tiende únicamente al bienestar»; adviértase que, en este sentido, el duque ocioso o deportivo, es pueblo, con el mismo título que el lazzarone del puerto de Nápoles. La Nobleza es «el conjunto de individuos cuya actividad tiende al Poder material, es decir, más o menos conscientemente al Servicio de la Sociedad en el orden temporal»; así, desde el Rey hasta el último rebelde, a quien, para defensa del Rey, se fusila. Clero, en sentido paralelamente amplio, es «el conjunto de individuos cuya actividad tiende al Poder Intelectual, es decir, conscientemente, al Servicio de la Sociedad en el orden espiritual; y por ello, divertidamente, Valery-Larbaud, se revuelve, considerándolo miembro del Clero, contra su viejo y laicismo profesor de Historia… Tras de lo cual, añade: Clero y Nobleza constituyen lo que siempre y en todas partes ha sido llamado con un nombre equivalente al griego, aristocracia».
Este penetrante y, en lo esencial, certero análisis de la estructura social, no es traído ahora a humo de pajas, sino a beneficio de algo práctico por hacer, de una técnica en que esta teoría encuentra aplicación; técnica que, de magisterio, de escritor, aplicación tan inteligente, debemos aprender todos los partidarios de los ideales ecuménicos.
Por boca de Joad, «sacerdote del verdadero Dios», M. Valery-Larbaud nos revela un secreto, que no podía menos de ejercer gran influencia en nuestra conducta. Nos dice que el Tercer Estado, es decir, el Pueblo, no es, ni jamás ha sido, ni será, directamente influíble por el Clero, a pesar de la índole de aquél tan maleable, movilizable y amotinable. El Clero, es decir, la inteligencia, si en él quiere influir, ha de dirigirse primeramente a la Nobleza. O, en otros términos, el Poder Espiritual, al Poder Material; para que éste, a su vez, en un momento ulterior, pueda imponer, sobre el Tercer Estado, el Puño modelador que, invisiblemente, la Inteligencia guía.
A esta regla técnica general, debe ajustarse la acción a favor de la unidad de Europa. Por esto, M. Valery-Larbaud no sale a realizarla en los mítines. Se contenta con las páginas de las pequeñas revistas, como un día los primeros sostenedores españoles de la santa causa se contentaron con hojas provinciales y con pequeños impresos casi clandestinos.


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Última actualización: 17 de julio de 2008