SE PROSIGUE LA HISTORIA DEL HOMBRE Y EL ÁNGEL. IV. CUARTA APARICIÓN.— Hasta que el principio de la vejez fue sumiendo la vida del Hombre de mi historia en una gran calma. Desde que se conociera a sí mismo, desde que se viera a sí mismo doblado y recreado en figura de Ángel, y objetivado, reunido y sublimado en el Ángel a cuanto había de mejor en sí mismo, cierto número de seguridades se trababan, para proporcionarle una base fija, como la que las dos manos del montero dan a la amazona, para que ella ponga allí el pie, en guisa de ponerlo en un estribo, para tomar aire y montar. Y, cuando los años alcanzaron el número de seis docenas, al llegar la noche solemne y propicia de la víspera, esperó el anciano, con la esperanza ya aleccionada en una especie oscura sensación de ritmo, que se cumpliera el milagro nuevo. Aunque, a decir verdad, este milagro le era ya familiar. Éste y otros. Su mente, en la coyuntura, no se colocó a la expectativa de ninguna sorpresa.
Una sorpresa, con todo, se produjo. Llegada la hora, llegado el periódico prodigio, no vio aquél, no, lo mismo que presumiera ver. En vez de la visita del hermano, o mejor del reflejo de la propia persona que aguardaba, lo que se le apareció, y esto en lenguaje tenue, y, puede decirse, intelectualizada por la tenuidad, fue alguien menor que él, y tan débil, de puro inerme, que parecía, con la sola presencia, reclamar protección y, más todavía que protección, enseñanza. El hombre comprendió que el Ángel se había vuelto algo así como un discípulo suyo.
Su belleza, en medio de todo, no sólo estaba libre de haber decrecido, sino que parecía aumentada; teniendo ahora aquél no sé qué de femenino, que parece aproximar, según fórmula bien conocida en la historia del arte, el tipo angélico al aspecto corporal del andrógino. La suave adolescencia de tan hermosa criatura enlaza, también esta vez, su brazo con el del anciano; pero ya apoyándose en él. Y su palabra alterna igualmente con la del hombre; pero ya con más preguntas que respuestas; y gran ventura que éste conoce el camino; o, tal vez, que, por una especie de automatismo, sigue avanzando por la buena ruta y a derechas; que, sin ello, muy fuera de temer que entrambos rodaran en extravío, dentro del aire, extremadamente sereno, pero entrado en cierta penumbra, propio de la hora.
Esta vez, antes de despedirse, el etéreo visitante dijo su nombre al hombre que celebraba el día de sus seis docenas de Eneros. Este nombre, el hombre no lo entendió, porque estaba declarado en antiquísima lengua persa. Guardó, empero, en la memoria la cadena de los sonidos, traducida a una cadena de caracteres. El nombre del Ángel es así: «Sha Named».
V. LA ULTIMA APARICIÓN.— La última visita del Ángel fue en día señalado por el cumplimiento de ocho docenas de años, desde el natalicio. Mas ya, en esta ocasión, el hombre no medía el tiempo según calendario, porque había muerto.
Había muerto, y estaba a punto de ser juzgado. La hora temerosa era llegada; ya, ante la puerta de bronce, esperaba el llamamiento del Tribunal.
Aconteció entonces que, como se volviera un momento a mirar tras de sí, vio sonreír tras de sí a una figura de muchacha, no reconocida al pronto, tan maravillosa era su belleza; cuyo secreto, sin embargo, no se guardaba en otra cosa que en una transformación y como sublimación de la belleza tantas veces conocida. Así padre ausente por largo tiempo del hogar ve a su regreso a hijo que dejara pequeño, crecido ahora y convertido en un guapo mozo, así, pero en proceso distinto, vio el hombre al Ángel cambiado, pero doblemente cambiado en el trueque ya preciso de la semblanza de sexo y por el incremento en la juventud… Esta aparición avanzó un paso, y vino, sin ruido, a colocarse a su siniestra; con lo que, suspenso el aguardador, no acertó a articular palabra.
Cuando la puerta se abrió, por fin, y en el ámbito anchuroso sonó, como en un llamamiento de trompetas, el nombre del hombre que así iba a presentarse a juicio, la aparición, en quien aquél adivinaba, ahora ya claramente, una hija suya —carne de su carne, aunque sutil; sangre de su sangre, aunque tan limpia; alma de su alma, aunque tan tranquila—, dio un primer paso a compás suyo. Dio un primer paso, y los demás hasta llegar al pie mismo del estrado, cuya parte alta no era dable ver, porque la envolvía una luz cegadora.
—¿Sha Named? —se atrevió entonces a pronunciar quedamente el hombre—.
—Sí, Sha Named —contestó el Ángel, con la música transparente de su voz, que sonaba así como las campanas de Pascua.
—No entiendo lo que esta palabra signifique— suspiró entonces él, con los labios muy cerca del oído de ella, como para una confidencia doliente…
Ella, tan blanda, tan niña, no se dejaba de sonreír. Pero su respuesta fue muy clara.
—Sha. Named —murmuró de prisa, porque, por tercera vez, el muerto era llamado— significa lo mismo que eso que los hombres, en la tierra, habéis llamado, groseramente, la Vocación.