Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
(ABC, 14-X-1926)

EL COCHE DE PADRE SAN FRANCISCO.— «El wagon restaurant, el cochecama, el Pullman y el coche-salón —ha escrito, con su habitual profundidad, el reciente y ya vibrante izquierdista Sr. Gómez de Baquero— son las avanzadas del tren de recreo del porvenir…» Apartémonos con prudencia del descarrilamiento inminente de esos cuatro vagones sueltos; y celebremos, a nuestra manera, el centenario de San Francisco, partiendo, en el llamado coche de San Francisco, del rincón misterioso que, a orillas del Lago, supo concedernos unas semanas de serenidad.
Vendrá día, y no está lejano, en que andar a pie les parezca a los hombres el deporte supremo. «No soy todavía bastante rico para permitírmelo», dice hoy, no sin razón en la gracia, un grande hombre de negocios, tan opulento como apresurado. No dispone, el infeliz, de tanto tiempo, que es oro, que pueda escoger entre dos puntos el camino más largo; el camino que va midiendo el compás de las piernas.
Pero, con el placer que él, esclavo de la prisa, ponzoña del mundo actual, no puede procurarse, se regala, sí, su mujer… Ahora esta dama va a París. «Estoy ya impaciente por llegar —confiaba a una amiga, al despedirse, en el hotel, hace unos días— para gustar de una de mis diversiones predilectas». ¿Y es? «Salir, después del té, a la hora en que, en esta estación, se enciende en los escaparates la maravilla de las luces urbanas, a dar una vuelta a pie por los bulevares». «¿Como las que llaman peripatéticas?», saltó la amiga, en vena de confianza sonriente. «Justo; como las peripatéticas; salvo que en parnasiano; es decir, con divisa del arte por el arte». «Ay de mí —interrumpió un abogado ilustre, presente al diálogo—; ese es también mi gusto; pero llevo tres inviernos sin poder encontrar tarde para tal recreo».
Después se habló de otros placeres. Y fue preguntando a la amiga del callejeo cuál de ellos anteponía en preferencia a su bulevardero aperitivo. Y ella contestó, entonces, que un buen concierto de música de cámara, en la misma ciudad y a la misma hora.
Y yo, que esto oía, guardaba mi secreto. Mi secreto era el andar disponiendo las cosas para poder partir de allí, solo y a pie. Y así, con una embriaguez magnífica de libertad, he partido sin adiós esta mañana; no con la aurora, pero sí bastante temprano; a las siete y media.

ADVERTENCIA DEL RUISEÑOR.— Y, cuando daba el primer paso —que era con la izquierda, contra toda agorera prudencia antigua—, cuando daba el peregrino el primer paso,

«dans la plus haute branche
—mironton, mironton, mirontaine—,
dans la plus haute branche,
un rossignol chanta…»
No; cantar, no. Exageraciones. Lo que hizo fue soltar un trino, único, desenroscado y picado, como el escape de un juguete. Ello bastó, con todo, para hacerme detener y volver la vista atrás. Y, para que, entre el primero y el segundo paso de la caminata, mediaran cuatro minutos.
Cuando vamos a emprender un viaje a pie, podemos partir sin despedirnos de las gentes, pero no sin despedirnos de las cosas.
Y ya, sólo con esto, la embriaguez de libertad se disipa un poco… ¡Oh, Memoria, eterna enemiga de la Libertad!
No, peregrino, no eres tan libre como eso. Lo que ha sido, es; y lo que amaste, condenado estás a seguirlo amando. Y será este recuerdo, y será esta presencia la que, más que cualquier toxina muscular, se te irá agarrando a las piernas, cuando empieces a sumar leguas en la andanza, enroscándose en torno de ellas, como una vid loca; y acabará por vencerlas de fatiga. Es el pasado, que no se puede soltar en un recodo de la vereda, como un diario leído. (Ya, de todos modos, un diario leído, en estas limpias veredas alpinas del centro de Europa, es algo difícil de soltar.)
¡Qué hiciste, ruiseñor, de la más alta rama, qué hiciste!

EL BASTÓN.— Había tomado un bastón para mi camino. No un alpenstock, no. Un bastón a la altura de la cadera. Un amigo.
Ni tan bajo que la fatiga no pudiera consolarse en él, ni tan alto que ya suscitara imágenes de alpinista en grande. Uno de estos bastones a los cuales se dice: «Vamos», cuando se le toma al partir. Y que, luego, al llegar, en los altos de la ruta, bajo techado, no abandona el caminante en un rincón; antes mantiene entre las piernas, presente a las conversaciones. Y que en ellas llega a meter baza, una que otra vez, opinando a su modo, que es el de caer al suelo, haciendo algún ruido.
Ya avanzamos en la soledad de oro de la mañana, el bastón y yo. Ya el pasado no es para nosotros panorama, sino sólo memoria insinuada en las agujetas de las piernas, en las agujetas del corazón. El rumor de las cascadas de otoño señala la proximidad de los puentecillos rústicos, casi a cada ángulo del camino. Las cascadas y cascatelas de otoño, que, como las locas, se despeinan, cantando.
Ahora el bastón ha tenido un movimiento de propia iniciativa. Ante un poste indicador que ostentaba, en un rótulo, una grande y negra saeta, en dirección contraria a la de nuestro camino, se ha levantado de repente. Y le ha dado un golpe seco, con furia.
—Cuidado, bastón. Hay que dominarse. No nos comprometamos.
Pero nadie lo ha visto. Las mismas detonaciones venatorias de los que han salido a sorprender a los gamos, en esta hermosa mañana de Septiembre, suenan muy lejanas.

EL ÁNGEL CUSTODIO.— ¿Cómo he podido, en el extravío de un momento, decir que la violencia contra el poste no ha sido vista por nadie? ¡Somos tres, bastón, somos tres! Tú, que eres materia; yo, que soy materia y espíritu, y el Ángel de la Guarda. Nadie siente mejor la compañía del Ángel de la Guarda que el caminante.
En ese tramo, resbaladizo, de musgo, unas ramas secas disimulaban una amplia grieta en el piso, que las últimas lluvias han descalzado. Debajo, se abre un precipicio. Tú, bastón, has descansado tu contera en la alfombra de ramas secas, un momento y no me has advertido de nada. Pero el Ángel Custodio, sin que yo lo advirtiese, ha declinado dulcemente la vena de mis pasos hacia la derecha. Sólo, cuando ya había dado veinte o treinta, más allá del lugar del peligro, me he dado cuenta de éste. Entonces he tenido, retrospectivo ya, un corto sobresalto.
¡Adelante! El coche de Padre San Francisco tiene un auriga inteligente. Invisible, tras de nuestros pasos, los guía y nos gobierna. Podemos abandonarnos, podemos descansar. Mira: ya, justamente, la dureza del mediodía es atenuada, porque la carretera corre ahora cuesta abajo. Libertad, ¿para qué la quiero? De la sociedad y sus vínculos salía esta mañana, y me encuentro, hora del mediodía, hundido de nuevo en la soledad y sus vínculos. ¿Éramos dos? ¿Éramos tres? ¡Somos innumerables! ¡Cuán magnífica compañía, la Cultura! He contado al Ángel y al Bastón. Debí contar —nos acompañan, y misteriosamente nos protegen— a los inventores del camino, a quienes lo abrieron, a quienes lo mantienen transitable, cuidando de él o siquiera pasando por él… Cien generaciones, cien instituciones, acompañan al caminante más esquivo.
En verdad os digo, naturalistas, que os figuráis devotos de San Francisco, que tampoco el coche de San Francisco es el coche de la naturaleza.

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Última actualización: 17 de julio de 2008