Aunque esperada,
la muerte de Charles Maurras ha conmovido hondamente a muchos sectores
de nuestra intelectualidad. Sus últimos años, los últimos
años de este viejo y batallador león francés, han
estado llenos de amarguras. Encarcelado por sus convicciones políticas,
hacía justamente nueve meses que había recobrado la libertad.
Ahora la muerte le ha sorprendido indefenso, en un hospital.
Sabedor de que don Eugenio d'Ors era amigo personal de Charles Maurras,
quise conocer su opinión. El hotel barcelonés en que se
hospedaba era una isla de paz en el atardecer ciudadano del lunes. Don
Eugenio me esperaba, sentado ante unas cuartillas. Un jarrón
con rosas ocupaba el centro de la mesa a la que nos acodamos.
—Perdone, maestro, sé que usted era muy amigo de Maurras,
¿qué impresión le ha causado su muerte?
—La impresión de su muerte era prevista. Me siento desolado,
sobre todo por la desaparición de una gran inteligencia. A mi
entender, de Maurras era la inteligencia —la función principal
de la inteligencia y, por consiguiente, la comprensión—
lo que yo más apreciaba. En ese sentido es el espíritu
más comprensivo posible, sin perjuicio de que fuese el más
apasionado. Mi propia experiencia en la relación con Maurras
lo ha revelado de una manera vigorosa.
De los jefes de la «Action Française», no
era Maurras el primero que había conocido. Era Léon Daudet,
y con Léon Daudet yo había empezado con una actitud muy
turbada. Muy turbada porque el nacionalismo de Daudet me había
producido mala impresión. Pero cuando mis obras fueron conocidas
en París, la simpatía de Léon Daudet y su adhesión
a los principios estéticos que yo iba proclamando, del barroco
y respecto del Museo del Prado, me colocaron en una posición
casi angustiosa, de rubor retrospectivo, ante él.
Daudet llevó su simpatía hasta el extremo de emparejarme
con el belga Charles Bernard en el principado de la crítica de
arte en el mundo. En este caso la simpatía procedía del
desconocimiento de la parte de hostilidad que contuvieron mis primeros
escritos contra Daudet.
Lo ocurrido cuando llegó el momento de conocer a Maurras, fue
muy diferente. Charles Maurras y los amigos de la «Action
Française» solicitaron en un momento dado mi firma
para el periódico.
Pero entonces eran los momentos de peor situación eclesiástica
para la «Action Française», y yo tuve por
esta razón que declinar el honor de la colaboración solicitada.
Como hombre sutil y de finos recursos, Maurras encontró en seguida
la solución del problema: que colabore —dijo— en
el Almanaque.
—¿Qué actitud sustenta hoy usted ante el pensamiento
maurrasiano?
—Aparte de la cuestión del lugar de la colaboración,
se presentaba, y tuve que manifestarlo lealmente, la aprobación
sólo parcial por mi parte de los principios de Maurras.
—¿Cuáles son éstos?
—A mi entender, éstos eran sencillamente cuatro: Clasicismo,
Positivismo, Nacionalismo y Monarquía. Por esto el artículo
dado al Almanaque hubiese podido titular[me]<se> en mi
pensamiento: «Lo que está vivo y lo que está muerto
en la doctrina de Maurras», a la manera del artículo famoso
de Benedetto Croce.
Lo que yo juzgaba vivo en Maurras eran el clasicismo y el monarquismo.
Lo que juzgaba muerto era el positivismo, en que Maurras sólo
manifestaba la influencia de ciertos maestros dudosos, como Taine; y
el nacionalismo, que después de todo y por una evidente paradoja,
no hacía más que continuar la doctrina naturalista de
precedentes pensadores alemanes. Así, mientras clasicismo y monarquismo
podían servir para nosotros, los jóvenes en aquel momento,
el positivismo había sido instituído [sustituído?]
por el [un?] pensamiento filosófico más profundo, y el
nacionalismo ha acabado por identificarse históricamente con
el nacionalismo [materialismo?] histórico, y por aparecer en
el imperio a la vez economista y materialista de la Rusia actual.
Todo esto fue lealmente declarado a Maurras antes de entregar el texto
a su Almanaque. Sin embargo, y aunque se trataba de él
personalmente, no sólo <no> puso inconvenientes en la aparición
de opinión tan matizada, sino que alentó a quien la producía
con una amistad que luego, año por año, tuvo ocasión
de reafirmarse en las Celebraciones provenzales de Mistral.
Otro testimonio de la tolerancia comprensiva, que en definitiva era
inteligencia, de este maestro, lo tuvo un día cuando el entierro
de mi gran amigo Eugène Marsan. La suerte quiso reunirnos a la
vuelta en el mismo coche. Allí Maurras nos contó la anécdota
del pintor Courbet, que, espíritu revolucionario, había
militado en «La Commune», de París, y había
sido encargado de mantener la guardia alrededor del Museo del Louvre.
Courbet, partidario violento de una pintura radical, adversaria de la
de los Museos, levantaba el puño cerrado en actitud de amenaza
contra las obras muertas [maestras?] allí reunidas. Sin embargo,
en el momento en que las turbas parecían acercarse al Palacio
en actitud incendiaria, fue el mismo Courbet el que cuidó de
alejarlas, salvando así el edificio y aquellos tesoros de arte.
Esta anécdota la sé —dijo Maurras— por mi
maestro Anatole France, y, al pronunciar estas palabras en la estrechez
del coche, Charles Maurras, el derechista, el antiguo enemigo de Dreyfus,
el representante de una Francia opuesta a cuanto podía significar
Anatole France, levantó su sombrero.
Es de lamentar que haya desaparecido este reinado de la inteligencia,
comprensiva y tolerante, con la muerte de este gran amigo…
Al decir estas palabras, el maestro hizo una pausa… La entrevista
debía terminar. Durante unos momentos charlamos aún a
propósito de Maurras. Eugenio d'Ors iba a salir para Madrid.
En la estancia flotaba el recuerdo del gran polemista, del gran apasionado
—y hombre de finas comprensiones— que en vida fue Charles
Maurras.