Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
«LO VIVO Y LO MUERTO EN LA DOCTRINA DE MAURRAS.
UNA ENTREVISTA CON EUGENIO D'ORS»

(por Esteban Molist Pol, Revista. Semanario de Información, Artes y Letras, Barcelona, nº 32, 20-XI-1952, p. 8)

Aunque esperada, la muerte de Charles Maurras ha conmovido hondamente a muchos sectores de nuestra intelectualidad. Sus últimos años, los últimos años de este viejo y batallador león francés, han estado llenos de amarguras. Encarcelado por sus convicciones políticas, hacía justamente nueve meses que había recobrado la libertad. Ahora la muerte le ha sorprendido indefenso, en un hospital.

Sabedor de que don Eugenio d'Ors era amigo personal de Charles Maurras, quise conocer su opinión. El hotel barcelonés en que se hospedaba era una isla de paz en el atardecer ciudadano del lunes. Don Eugenio me esperaba, sentado ante unas cuartillas. Un jarrón con rosas ocupaba el centro de la mesa a la que nos acodamos.

—Perdone, maestro, sé que usted era muy amigo de Maurras, ¿qué impresión le ha causado su muerte?

—La impresión de su muerte era prevista. Me siento desolado, sobre todo por la desaparición de una gran inteligencia. A mi entender, de Maurras era la inteligencia —la función principal de la inteligencia y, por consiguiente, la comprensión— lo que yo más apreciaba. En ese sentido es el espíritu más comprensivo posible, sin perjuicio de que fuese el más apasionado. Mi propia experiencia en la relación con Maurras lo ha revelado de una manera vigorosa.

De los jefes de la «Action Française», no era Maurras el primero que había conocido. Era Léon Daudet, y con Léon Daudet yo había empezado con una actitud muy turbada. Muy turbada porque el nacionalismo de Daudet me había producido mala impresión. Pero cuando mis obras fueron conocidas en París, la simpatía de Léon Daudet y su adhesión a los principios estéticos que yo iba proclamando, del barroco y respecto del Museo del Prado, me colocaron en una posición casi angustiosa, de rubor retrospectivo, ante él.

Daudet llevó su simpatía hasta el extremo de emparejarme con el belga Charles Bernard en el principado de la crítica de arte en el mundo. En este caso la simpatía procedía del desconocimiento de la parte de hostilidad que contuvieron mis primeros escritos contra Daudet.

Lo ocurrido cuando llegó el momento de conocer a Maurras, fue muy diferente. Charles Maurras y los amigos de la «Action Française» solicitaron en un momento dado mi firma para el periódico.

Pero entonces eran los momentos de peor situación eclesiástica para la «Action Française», y yo tuve por esta razón que declinar el honor de la colaboración solicitada.

Como hombre sutil y de finos recursos, Maurras encontró en seguida la solución del problema: que colabore —dijo— en el Almanaque.

—¿Qué actitud sustenta hoy usted ante el pensamiento maurrasiano?

—Aparte de la cuestión del lugar de la colaboración, se presentaba, y tuve que manifestarlo lealmente, la aprobación sólo parcial por mi parte de los principios de Maurras.

—¿Cuáles son éstos?

—A mi entender, éstos eran sencillamente cuatro: Clasicismo, Positivismo, Nacionalismo y Monarquía. Por esto el artículo dado al Almanaque hubiese podido titular[me]<se> en mi pensamiento: «Lo que está vivo y lo que está muerto en la doctrina de Maurras», a la manera del artículo famoso de Benedetto Croce.

Lo que yo juzgaba vivo en Maurras eran el clasicismo y el monarquismo. Lo que juzgaba muerto era el positivismo, en que Maurras sólo manifestaba la influencia de ciertos maestros dudosos, como Taine; y el nacionalismo, que después de todo y por una evidente paradoja, no hacía más que continuar la doctrina naturalista de precedentes pensadores alemanes. Así, mientras clasicismo y monarquismo podían servir para nosotros, los jóvenes en aquel momento, el positivismo había sido instituído [sustituído?] por el [un?] pensamiento filosófico más profundo, y el nacionalismo ha acabado por identificarse históricamente con el nacionalismo [materialismo?] histórico, y por aparecer en el imperio a la vez economista y materialista de la Rusia actual.

Todo esto fue lealmente declarado a Maurras antes de entregar el texto a su Almanaque. Sin embargo, y aunque se trataba de él personalmente, no sólo <no> puso inconvenientes en la aparición de opinión tan matizada, sino que alentó a quien la producía con una amistad que luego, año por año, tuvo ocasión de reafirmarse en las Celebraciones provenzales de Mistral.

Otro testimonio de la tolerancia comprensiva, que en definitiva era inteligencia, de este maestro, lo tuvo un día cuando el entierro de mi gran amigo Eugène Marsan. La suerte quiso reunirnos a la vuelta en el mismo coche. Allí Maurras nos contó la anécdota del pintor Courbet, que, espíritu revolucionario, había militado en «La Commune», de París, y había sido encargado de mantener la guardia alrededor del Museo del Louvre. Courbet, partidario violento de una pintura radical, adversaria de la de los Museos, levantaba el puño cerrado en actitud de amenaza contra las obras muertas [maestras?] allí reunidas. Sin embargo, en el momento en que las turbas parecían acercarse al Palacio en actitud incendiaria, fue el mismo Courbet el que cuidó de alejarlas, salvando así el edificio y aquellos tesoros de arte. Esta anécdota la sé —dijo Maurras— por mi maestro Anatole France, y, al pronunciar estas palabras en la estrechez del coche, Charles Maurras, el derechista, el antiguo enemigo de Dreyfus, el representante de una Francia opuesta a cuanto podía significar Anatole France, levantó su sombrero.

Es de lamentar que haya desaparecido este reinado de la inteligencia, comprensiva y tolerante, con la muerte de este gran amigo…

Al decir estas palabras, el maestro hizo una pausa… La entrevista debía terminar. Durante unos momentos charlamos aún a propósito de Maurras. Eugenio d'Ors iba a salir para Madrid. En la estancia flotaba el recuerdo del gran polemista, del gran apasionado —y hombre de finas comprensiones— que en vida fue Charles Maurras.


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