Imposible el pensar en Bayeux sin evocación de aquella gran tira bordada, prez de su Museo, y conocida bajo el nombre de «Tapicería de la reina Matilde». A pesar de este su apodo, no se trata, según acaba de decirse, de un tapiz, sino de un bordado. Su imagen, quien desee precisar la reminiscencia traída por una trágica actualidad, no debe buscarla en las historias especiales del arte de bordar, que las hay; y, en la ilustración, magníficas. Apartaremos, desde luego, todas las monográficamente dedicadas a las artes populares. Ni la biblioteca del difunto arquitecto americano Mr. Byne, ni la últimamente reunida en Madrid por su distinguida viuda Mrs. Byne, especializada ella misma en el bordado folklórico español, nos servirán gran cosa: la misma abundancia haría que nos extraviásemos en ellas. Mas para algo están las ediciones de gran lujo; y aquellas bibliotecas que formaban, con las obras de gran lujo, personas que lo sentían todo, menos la necesidad de leerlas. Los lomos de estos libros, por otra parte, cantan. Y cantan con una voz de oro. El esfuerzo de su consulta es, sobre todo, muscular. Vencidos los problemas del peso y de la colocación, lo demás viene solo. La «Tapicería de la reina Matilde», en una serie de láminas a todo color, se ofrece a los ojos. Unas páginas más allá, por cierto, el frontal del altar, hoy en el Museo de Barcelona, ayer en la capilla de su Audiencia —cuyas puertas se abrían una vez al año, el 23 de abril, como vencidas por la fuerza del espeso perfume de la feria de rosas— en que se representa a San Jorge matando al dragón.
Lo de Bayeux pudiera en rigor interpretarse, por su asunto, como tema de actualidad. Se trata de un desembarque guerrero, de una invasión. Y la partida se juega entre dos contendientes sempiternos, armados en la ambivalencia del odio y del amor, de la aversión y de la analogía, de las fatalidades de vecindad y de los quereres de distancia. Sólo que, entonces, en las escenas que dicen que una reina incansablemente bordó, la disposición es inversa a la de eso que hoy las Moiras bordan en el cañamazo del Destino. No se trataba de la conquista de Normandía por los ingleses, sino de la conquista de Inglaterra por los normandos. Con detalles técnicos muy diferentes, es claro; pero, en lo esencial, lo mismo. Unas barcas cargadas de guerreros. Unos desembarcados que al asalto se lanzan. Después, lanzas y caballos. Los hierros se cruzan, los hombres sucumben. De no haber unas letras, bordadas también, que lo declaran, no distinguiríamos quién es el anglo, quién el normando; ni siquiera quién es el vencido o el vencedor. En las estampas de Epinal, sí; la distinción salta a los ojos dentro de aquellas ingenuas series consagradas a la epopeya napoleónica. Al pueblo, después de la Revolución, le ha gustado siempre que el arte halagara sus pasiones políticas fundamentales. Pero las reinas del siglo XI dirigían un mirar más impávido a la realidad. Al reproducir, no tenían necesidad de hacerlo tendenciosamente… Parece que varias veces, en el curso de los siglos, los ingleses han querido comprar a Francia la Tapicería de Bayeux, pagándola a precios fabulosos. Francia ha rechazado siempre, no sabemos si por la aprensión de que algún día, cambiados los impasibles rótulos, resultase de la neutralidad epicena de las figuras que las cosas habían pasado al revés.
Ya pasaron, ya, al revés, en la realidad histórica, y muchas veces. Un siglo más tarde que Guillermo el Conquistador y la reina Matilde, el recíproco desembarco se producía y Bayeux era saqueada por Enrique I. Más tarde vino lo de Juana de Arco. Y después, infinitas historias más, interminablemente en la Historia. Al contemplador, muy ilusionado al principio ante la primera lámina de la reproducción en el libro de lujo, también la tira bordada acaba por antojársele interminable. Las escenas de desembarco y de guerra se reproducen simétricamente, como en un arabesco… ¡Qué diferencia entre el decorativismo en que esto acaba y la calidad, ya pictórica, que otorga la composición única al otro bordado, el del tapiz de San Jorge! También importa advertir el carácter anónimo de las figuras en la pieza de Bayeux seriadas — apenas si en una de las viñetas Guillermo cabalga como uno cualquiera de sus guerreros, enseñándoles el rostro; pero esto es sólo una interpretación harto discutible—, contrasta con la apoteosis del Caballero en el bordado de nuestro Museo. Y los deliciosos oros extintos de éste con la coloración enteriza empleada por la reina Matilde —aunque tampoco sabemos, en realidad, si fue la reina Matilde—, pero el parangón que habrá de resultar más elocuente es el que encare las escenas respectivamente representadas: por un lado, la lucha del Héroe con el Monstruo: por otro lado, la mezcolanza armífera entre dos muchedumbres.
Muchos son los guerreros que, en aquella invasión de Inglaterra, se ve sucumbir. La lanza de San Jorge no hace más víctima que el horrible Dragón. Cierto, en el frontal barcelonés hay unos huesos y unos cráneos tirados por el suelo. Pero son los de las víctimas del Monstruo y, vencido el Monstruo, ya no habrá ninguna víctima ni ningún esqueleto más. Habrá la libertad. Porque la Princesa sólo espera el instante en que el Caballero — ¡cuán pálido su rostro, color de plata de luna! — consume su proeza para que a ella acuda a quitarle los hierros y a devolverla a su palacio y a su amor. Como en los trabajos de Hércules, en los combates del Caballero el resultado es definitivo. En las idas y vueltas, en cambio, de los desembarcos y de las invasiones…
Probablemente no hay modo de ser, por lo serio, un pacifista radical. Pero, siquiera como voto, cabe imaginar un futuro en que toda guerra lo sea para el aniquilamiento del Monstruo —así la que nosotros últimamente hicimos— y no para que una reina bordadora tenga que declarar, mediante unas letras, quienes son los unos y los otros, en el entrecruce de picas y de navíos.
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