Tras del encomio de las Humanidades, estilado y cifrado aquí mismo, vaya ahora el de las Ideas generales.
En el Catálogo del Museo de Bellas Artes de Málaga —que, entre paréntesis, está muy bien; mejor, hoy por hoy, que el mismo Museo— se lee, y por el avisado se admira, la siguiente frase:
«La escuela malagueña no surgió, porque, con muy buen sentido, nada se hizo para que surgiera». Creo que esta donosa confesión, con su inciso, más donoso aún, los debemos a uno de los autores del texto del Catálogo, el señor González Anaya. Pero, luego, la lectura de las demás colaboraciones aportadas a aquél nos demuestra que la mayor parte de los pintores y escultores malagueños son valencianos.
Ahora, la verdad es que una escuela valenciana de artistas no la hay tampoco. Y cuidado que allí sí que se ha hecho lo posible y lo imposible para que «surgiera». Por de pronto, invocarla a cada paso, ora en la erudición, ora en la gacetilla, sin lograr por ello que Juan de Juanes —que, sin embargo, se parece muchísimo a Blasco Ibáñez— se pareciese nada a Genaro Lahuerta; ni que el Españoleto dejara de incluirse entre aquellos napolitanos que pertenecen a la Escuela boloñesa.
Y aquí interviene a punto lo de las benditas Ideas generales. Aquí, para confortar a los unos en su «buen sentido» y, para consolar a los otros de su decepción. Vienen las Ideas generales para enseñar a todos que no hay más Historia del Arte que la Historia universal del Arte. Y que esto de la clasificación por Escuelas, sobre todo si se trata de Escuelas locales, es una pura filfa. Lo mismo en lo grande que en lo pequeño. Lo mismo si se trata de la pretendida Escuela española, cuyo gran iniciador fue un griego y en cuyo nombre más famoso entran tanto elementos andaluces como portugueses, que de la Escuela francesa, en la cual brilla como astro señero Watteau, nacido en Valenciennes; ciudad que, a la sazón de su nacimiento, sólo llevaba siete años de incorporación a la corona de Francia.
Así, cuando cierto día, y con destino a una encuesta, que abrió en París la revista Formes, me preguntaron sobre cuáles fuesen las notas fundamentales distintivas de la Escuela francesa de pintura, hube de contestar: «Mais, il n'y aplus d'Ecole française que d'Ecole espagnole, voyons!» Y los demás consultados vinieron a darme indirectamente la razón, señalando los unos, como tales rasgos característicos, la vocación por lo genérico e ideal, estilo Poussin —el cual, por cierto, lo aprendió todo en Italia—, y los otros, la aptitud para el retrato, es decir, para lo menos ideal y genérico que se pueda hacer en pintura, y en lo cual es difícil superar la excelencia de un Holbein y de un Frans Hals.
También ocurrió que mi amigo Louis Piérard organizara en Bélgica una exposición de artistas del Hainaut, con la pretensión de encontrar en ellos un «hecho diferencial» que les separara del arte valón y, en general, de lo producido en la parte francesa del país. Y que entonces vinieran los críticos de la parte flamenca a decir que a lo que resultaban parecidos los pintores del Hainaut es a los pintores flamencos… Y puede igualmente advertirse que, en la última edición del Catálogo de nuestro Museo del Prado, ha desaparecido la clasificación por Escuelas, vigente aún en la edición de Madrazo, aquel que vio a los faunos de la Bacanal de Poussin «repetir sus libaciones». Lo cual no es sólo debido a dificultades de acomodo en la numeración, como en el prólogo de la nueva edición se dice; sino al descrédito en que ha caído finalmente la propia noción de Escuela aplicada a la Historia del Arte.
Idea general ésta, con lección, según se puede ver, no únicamente valedera para Málaga. |
Hará unos diez años, y en una jornada de estío —él pasaba entonces todos los inviernos en Antibes—, el académico francés Louis Bertrand tuvo la gentileza de ofrecerme una comida en París. Le acompañaba su hermana y estuvieron, además, presentes monsieur y madame Louis Gillet, monsieur y madame Jacques Bainville. Nuestro anfitrión acababa entonces de publicar su resumen de Historia de España y me preguntó si las tesis fundamentales de este libro me parecían bien. Eran dos: que España es un país con tendencia constante a la disgregación interior, a la dispersión; y que tal tendencia no ha podido ni puede ser contrarrestada sino por la unidad de una monarquía o por la que produce la presencia de algún gran(1) ideal colectivo, donde activamente se fundan las diferencias interiores. Yo le contesté que ambas tesis me parecían exactas; pero no aplicables a España únicamente, sino que en todo pueblo el impulso espontáneo era aquél —que por algo Nación es pariente de Naturaleza e incursa, por ende, en las consecuencias del Pecado Original y de la Torre de Babel—; y los remedios, análogos. Y que las pretendidas leyes por donde él explicaba nuestra historia se aplicaban lo mismo a la de Francia, por ejemplo.
Bainville protestó. Según él, la unidad de Francia se había vuelto ya cosa definitivamente conseguida; e imposible la actualidad allí de cualquier separatismo… Pocos días después, sin embargo, acontecía en Bretaña el que se llamó «atentado de Rennes». Y, en el inmediato septiembre, con ocasión de los festejos mistralianos de Maillane, mientras, en el banquete oficial celebrado, los mismos extranjeros brindábamos en francés, el poeta Joseph d'Arbaud, considerado como el sucesor de Mistral, para no tener que hacerlo en esa lengua, prefirió guardar un silencio esquivo y obstinado.
Una vez más, las Ideas generales imponían, con esa comprobación, su enseñanza. |
Como en el extraño caso del pez de Tobías. Tobías, hijo de Tobías, no era ya tan chiquillo, como para asustarse si el pez encontrado en el río donde se bañaba no hubiera sido un pez tamaño. Y si tan grande era, ¿cómo bastó, según el consejo del Ángel, compañía del muchacho, tomarle por las agallas y llevarle a tierra, para allí poderle y hasta sacarle el hígado, para medicina de la paternal ceguera?
Y es que el pez no era grande ni pequeño. Era como las tribulaciones que nos aquejan a nosotros, humanos. Grandes, cuando están confusas en su elemento de originaria y natural turbación. Pequeñas, cuando las sacamos de allí y las colocamos en nuestra área lúcida y vemos claro en ellas. A ti, hombre atribulado, entrego la lección del Ángel, de Tobías y del pez; iluminada por una idea general. La solución de los problemas de tu vida está, más que en la fuerza, en la luz.
La entrego, porque, una vez que me interrogaron acerca de cuál fuese mi oficio; yo contesté que «especialista en ideas generales». |