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Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
ESTILO Y CIFRA en La Vanguardia
Eugenio d'ORS, «Estilo y Cifra», La Vanguardia Española, Barcelona (24-III-1943—25-IX-1954)
UN BARCELONÉS EN LA ACADEMIA DE LAS CIENCIAS

(La Vanguardia, 13-IV-1943, p. 5; recogido en Nuevo Glosario, vol. III, pp. 983-986)

¿Cabe seguir llamando a alguien «un barcelonés» todavía, cuando su vivir ha emigrado, durante sus buenos cinco o seis lustros, hacia las más glaciares cumbres de la matemática sublime y, por otro lado, hacia el mismo Bombay, con largas posadas previas en Inglaterra, Bélgica y Alemania? … Sí, cabe, y hasta se debe. Es lo que me decía mi antiguo amigo el delicioso grabador Bernard Naudin cuando, en su estudio de la rue Campagne-Premiére, tras de haber hecho suspirar dulcemente a su flauta algún aire popular antañero, exclamaba, un poco humedecidos los ojos: «Ah, bon(1) ami! Quand on est français, c'est pour toujours»…
Lo de los viajes, al padre Enrique de Rafael Verhulst no podía transformarle demasiado. Porque el botín de los mismos se cifraba en científicos conocimientos, no en vitales experiencias. Dos férreos carriles, Compañía de Jesús y acaparadora profesionalidad docente, privaban a esta existencia de cualquier impregnación del paisaje en torno. Al doble castigo de la doble disciplina, sólo era posible que resistiesen ciertas disposiciones naturales originarias, las provenientes de una irreducible niñez. Un misionero sufrirá aquí mayor mudanza que un profesor. ¿Os acordáis del padre Las Heras, otro jesuíta catalán, alojado en Bombay también, con aquellas sus barbazas, y aquel su exótico acento, y aquella manera suya, a lo hindú o a lo yanqui —pero, ¿no da lo mismo?—, de concebir y de plantear las instituciones? El padre Las Heras nos parecía casi un inspirado derviche; al padre De Rafael hay que continuar considerándole como un sabio estudioso.
En cuanto al otro alejamiento, al producido por los estudios de matemática sublime, bien ha podido verse, en el discurso leído por el padre De Rafael, una de esas tardes, para su ingreso en la Real Academia de Ciencias Exactas, que no implicaba ruptura alguna con las dominantes intelectuales de su medio nativo, con su mediterránea condición de barcelonés. Tendencia dominante entre matemáticos de otras playas viene siendo aquel gusto por perder de vista a la intuición, en el esfuerzo para dar asépticas definiciones analíticas. El colmo de esto se encuentra en el intento de constituir, con la llamada «Logística», un orden del saber donde la razón opere con pureza, inclusive reduciendo aquellos fundamentales postulados, cuestión de sentimiento y de vida, generalmente considerados como no susceptibles de justificación racional. Y de que ya se burlaba Henri Poincaré cuando, encarándose con la ecuación presentada por los logísticos como definición de la unidad, ironizaba: «Definición, según puede verse, muy apropiada para dar cómoda idea de la unidad a quien careciese de ella».
Otro barcelonés, a quien Dios había de llamar luego a pruebas y caminos menos serenos, el entonces escolar de las Universidades belgas, José Bertrán y Güell, publicó un día en Lovaina un trabajo filosófico, del cual, naturalmente, nadie hizo caso aquí, en que, parangonando la manera del pensamiento cartesiano y la del pensamiento de Raimundo Lulio, precisaba cómo el primero no daba de la realidad más que símbolos convencionales, mientras que el segundo nos ponía en comunicación con el auténtico existir de las cosas. Si aquél, gracias a esto, lograba, siguiendo las tradiciones pitagóricas, una matemática perfección, lo de Lulio, según tradiciones más respetuosas de lo concreto, podía ganar en fecundidad lo que perdía en pureza. El padre De Rafael se muestra igualmente, en su discurso sobre «El valor objetivo de los conocimientos y teorías científicas», un gran amigo de asir las realidades por encima de la convención de los signos. En las glaciares cumbres, inclusive, no hace ascos a la intuición. Por esto pos dice, en una de las tesis que su discurso lanza por delante, que si «las apreciaciones numéricas, vulgarmente denominadas mediciones, son cualidades objetivas y no puras ficciones de nuestra mente», ocurre que «su certeza sea mayor cuando su exactitud es menor, y viceversa»… O, lo que es lo mismo, que las conocidas por Ciencias Exactas son, después de todo, las más inciertas. ¿No hay aquí una expresión, y hasta una explosión magnífica, de aquella virtud que, más allá de las estrecheces racionalistas, ha recibido entre nosotros el título, intraducible ya(2), de seny?
No estalla menos aquí aquel don de «ironía» que, acerca de los conocimientos científicos, viene a perpetuar la actitud y la tradición, ya lejanas a lo pitagórico y que hemos atribuido constantemente a lo socrático. En el otro discurso, el de contestación, ritual a la ceremonia, el académico don Julio Palacios recoge el sentido de la afirmación del padre De Rafael y la refuerza con argumentos nuevos. «Ingenieros y Arquitectos—nos dice—, una vez elaborados sus proyectos, a base de las leyes de la Mecánica y de la Física, introducen coeficientes de seguridad, y cuanto mayor es el margen que conceden a los posibles errores de las leyes utilizadas, tanto mayor es la confianza que merece la solidez de sus construcciones. Las leyes mejor estudiadas son aquellas en que se acotan las posibles divergencias». Dos y dos hacen cuatro; pero el «seny» nos aconseja poner más bien tres y medio o cuatro y medio, si la torre ha de sostenerse o el puente ha de resistir.
Tuerza el gesto quien quiera. Pero la verdad es que buena parte de las capitales adquisiciones de la Ciencia reciente ha tomado pie en el reconocimiento de esos márgenes de incertidumbre, de indeterminación relativa, aquí preconizados por la cordura, no en ofensa, sino en inteligente sojuzgamiento de las ambiciones de la razón. Y buena cosa es que tales libertades de la inteligencia entren, de la mano de un barcelonés, en la Real Academia de Ciencias Exactas.

(1) bon] mon La Vanguardia
(2) ya] om. La Vanguardia.

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Última actualización: 9 de enero de 2009