CUESTIONES ACERCA DE CIERTAS FACULTADES ATRIBUIDAS AL HOMBRE


Charles S. Peirce (1868)

Traducción castellana de Carmen Ruiz (2001)


P 26: Journal of Speculative Philosophy 2 (1868): 103-14. [También publicada en W 2: 193-211 (con cartas relacionadas y tentativas anteriores de este artículo y los dos que siguen) en CP 5.213-63 y en EP 1.11-27, de donde se toma el texto para esta traducción]. Este artículo es el primero de los tres a los que normalmente se denomina como las JSP Cognition Series, en los que Peirce desarrolla algunos de los resultados y consecuencias del artículo "On a New List of Categories" e intenta "probar y seguir las consecuencias de ciertas proposiciones de epistemología que tienden hacia el reconocimiento de la realidad de la continuidad y de la generalidad y van a mostrar lo absurdo del individualismo y del egoísmo". (En "The Law of Mind", indica que éste es un primer intento de desarrollar su doctrina del sinequismo). La oposición peirceana al Cartesianismo se traduce en las cuatro negaciones siguientes: (1) no tenemos capacidad [power] de introspección, sino que todo conocimiento del mundo interior se deriva del razonamiento hipotético a partir de nuestro conocimiento de los hechos externos, (2) no tenemos capacidad de intuición, sino que toda cognición está determinada lógicamente por cogniciones previas, (3) no tenemos la capacidad de pensar sin signos y (4) no tenemos una concepción de lo absolutamente incognoscible.




CUESTIÓN 1: Si mediante la simple contemplación de una cognición, independientemente de cualquier conocimiento previo y sin razonar a partir de signos, estamos capacitados correctamente para juzgar si esa cognición ha sido determinada por una cognición previa o si hace referencia de un modo inmediato a su objeto.

En todo este artículo el término intuición se tomará en el sentido de una cognición no determinada por una cognición previa del mismo objeto y, por tanto, determinada por algo exterior a la consciencia1. Permítame el lector pedirle que tenga en cuenta esto. Intuición aquí será casi lo mismo que "premisa que no es ella misma una conclusión"; siendo la única diferencia que las premisas y las conclusiones son juicios, mientras que una intuición puede ser, hasta donde su definición indica, un tipo de cognición cualquiera. Pero así como una conclusión (buena o mala) se determina en la mente de quien razona por su premisa, así las cogniciones que no son juicios pueden ser determinadas por cogniciones previas; y una cognición que no es determinada de ese modo, y que, por tanto, es determinada directamente por el objeto trascendental, debe denominarse una intuición.

Ahora bien, evidentemente una cosa es tener una intuición y otra cosa es saber intuitivamente que es una intuición, y la cuestión es si esas dos cosas, distinguibles en el pensamiento, están, de hecho, conectadas invariablemente, de tal modo que siempre podemos distinguir intuitivamente entre una intuición y una cognición determinada por otra. Toda cognición, como algo presente, es, por supuesto, una intuición de sí misma. Pero la determinación de una cognición por medio de otra cognición o por un objeto trascendental, no es, al menos hasta donde parece obviamente al principio, una parte del contenido inmediato de esa cognición, aunque parecería ser un elemento de la acción o pasión de un ego trascendental, que no está, quizá, inmediatamente en la consciencia; y, con todo, esta acción o pasión trascendental puede determinar invariablemente una cognición de sí misma, de tal modo que, en realidad, la determinación o no-determinación de la cognición por medio de otra puede ser una parte de la cognición. En este caso, debería decir que nosotros tenemos una capacidad intuitiva para distinguir una intuición de otra cognición.

No hay pruebas de que tengamos esta facultad, excepto que nos parece sentir que la tenemos. Pero la importancia de ese testimonio depende enteramente de que se suponga que tenemos la capacidad de distinguir en este sentimiento si el sentimiento es el resultado de la educación, de viejas asociaciones, etc., o si es una cognición intuitiva; o, en otras palabras, depende del presuponer el mismo asunto del que se atestigua. ¿Es infalible este sentimiento? ¿Y este juicio sobre él es infalible y así sucesivamente ad infinitum? Suponiendo que un hombre realmente pudiera encerrarse en tal fe, sería, desde luego, impermeable a la verdad, "a prueba de pruebas" [evidence-proof].

Pero comparemos la teoría con los hechos históricos. La capacidad de distinguir intuitivamente las intuiciones de otras cogniciones no ha impedido a los hombres disputar muy acaloradamente qué cogniciones son intuitivas. En la Edad Media, se consideraba la razón y la autoridad externa como dos fuentes coordinadas de conocimiento, precisamente como lo son ahora la razón y la autoridad de la intuición; sólo que el feliz recurso de considerar que las enunciaciones de autoridad son en esencia indemostrables no se había descubierto aún. No se consideraba infalibles a todas las autoridades, no más que a todas las razones; pero cuando Berengario dijo que el autoritarismo de cualquier autoridad particular debe descansar en la razón, la proposición fue reconocida como testaruda, impía y absurda. De este modo, la credibilidad de la autoridad fue considerada por los hombres de esa época sencillamente como una premisa definitiva, como una cognición no determinada por una cognición previa del mismo objeto, o, en nuestros términos, como una intuición. Es extraño que ellos pensaran así, si, como la teoría ahora bajo discusión supone, por el mero hecho de contemplar la credibilidad de la autoridad, como un faquir contempla a su Dios, ¡ellos podrían haber visto que no era una premisa definitiva! Ahora bien, ¿qué pasaría si nuestra autoridad interna encontrara, en la historia de las opiniones, el mismo destino que ha encontrado la autoridad externa? ¿Puede decirse eso para estar absolutamente seguros de lo que muchos hombres cuerdos, bien informados y serios ya dudan?2

Todo abogado sabe lo difícil que es para los testigos distinguir entre lo que ellos han visto y lo que ellos han inferido. Esto se nota especialmente en el caso de una persona que está describiendo las actuaciones de un médium espiritual o de un ilusionista profesional. La dificultad es tan grande que el propio ilusionista se asombra de la discrepancia entre los hechos reales y la declaración de un testigo inteligente que no ha entendido el truco. Una parte del muy complicado truco de los anillos chinos consiste en tomar dos anillos macizos eslabonados, hablar de ellos como si estuvieran separados -dándolo por sentado, por así decir- luego, simular unirlos y pasárselos inmediatamente al espectador para que pueda ver que son macizos. El arte de esto consiste en levantar, al principio, la fuerte sospecha de que uno está roto. He visto a McAlister3 hacer esto con tal éxito, que una persona sentada cerca de él, que se esforzara con todas sus facultades en detectar la ilusión, habría estado dispuesta a jurar que había visto juntarse los anillos y, quizás, si el ilusionista no hubiese practicado el engaño abiertamente, habría considerado que dudar de eso era lo mismo que dudar de su propia veracidad. Esto parece mostrar con toda certeza que no siempre es muy fácil distinguir entre una premisa y una conclusión, que no tenemos la capacidad infalible de hacerlo y que, en realidad, nuestra única seguridad en los casos difíciles está en ciertos signos a partir de los cuales podemos inferir que un hecho dado debe haberse visto o debe haber sido inferido. Al tratar de explicar un sueño, cualquier persona precisa debe haber sentido a menudo que era una tarea vana tratar de desentrañar las interpretaciones del sueño que hace despierto de sus intentos de completarlo a partir de las imágenes fragmentarias del sueño mismo.

La mención a los sueños sugiere otro argumento. Un sueño, hasta donde su propio contenido alcanza, es exactamente igual a una experiencia efectiva. Se lo confunde con una. Y, con todo, todo el mundo cree que los sueños son determinados, de acuerdo con las leyes de asociaciones de ideas, etc., por cogniciones previas. Si se dijera que la facultad de reconocer intuitivamente las intuiciones está dormida, respondo que esto es una mera suposición, sin ningún otro fundamento. Además, incluso cuando nos despertamos, no encontramos que el sueño difiera de la realidad, salvo por ciertas marcas, su oscuridad y su carácter fragmentario. Con frecuencia un sueño es tan vívido que su recuerdo se confunde con el de un suceso efectivo.

Un niño tiene, hasta donde sabemos, todas las capacidades perceptivas de un hombre. Pero pregúntele un poco cómo sabe él lo que hace. En muchos casos, le dirá que nunca aprendió la lengua materna; la supo siempre, o la supo en cuanto tuvo uso de razón. Parece, entonces, que él no posee la facultad de distinguir, por simple contemplación, entre una intuición y una cognición determinada por otras.

No puede haber ninguna duda de que antes de la publicación del libro de Berkeley sobre la visión4, se había creído en general que la tercera dimensión del espacio era intuida de manera inmediata, aunque, en la actualidad, casi todos admiten que se conoce por inferencia. Hemos estado contemplando el objeto desde la misma creación del hombre, pero este descubrimiento no se realizó hasta que comenzamos a razonar sobre ello.

¿Ha oído hablar el lector del punto ciego de la retina? Tome un número de esta revista, dé la vuelta a la tapa para dejar a la vista el papel blanco, colóquela de lado sobre la mesa delante de la cual debe sentarse, y ponga dos céntimos sobre la misma, uno cerca del borde izquierdo y el otro a la derecha. Ponga su mano izquierda sobre el ojo izquierdo y con el ojo derecho mire fijamente al céntimo del lado izquierdo. A continuación, mueva con su mano derecha el céntimo de la derecha (que ahora se ve claramente) hacia la mano izquierda. Cuando llegue a un lugar cercano a la mitad de la página desaparecerá -no puede verlo sin girar su ojo. Acérquelo al otro céntimo, o llévelo más lejos y reaparecerá; pero en ese lugar determinado no puede verlo. En consecuencia, parece que existe un punto ciego de la retina; y esto se ve confirmado por la anatomía. Se sigue que el espacio que vemos inmediatamente (cuando un ojo está cerrado) no es, como habíamos imaginado, un óvalo continuo, sino un anillo, cuyo relleno debe ser obra del intelecto. ¿Qué ejemplo más impresionante podría desearse de la imposibilidad de distinguir los resultados intelectuales de los datos intuitivos por mera contemplación?

Un hombre puede distinguir diferentes texturas de tejido sintiéndolas; pero no inmediatamente, pues necesita mover sus dedos sobre la tela, lo que demuestra que se ve obligado a comparar las sensaciones de un instante con las de otro.

El grado de un tono musical depende de la rapidez de la sucesión de las vibraciones que alcanzan el oído. Cada una de esas vibraciones produce un impulso en el oído. Permitamos que un solo impulso como ese se produzca en el oído y sabremos, experimentalmente, que es percibido. Hay, por tanto, buenas razones para creer que se percibe cada uno de los impulsos que forman un tono. Tampoco hay ninguna razón para lo contrario. En consecuencia, ésta es la única suposición admisible. Así pues, el grado de un tono musical depende de la rapidez con la que ciertas impresiones se transmiten sucesivamente a la mente. Estas impresiones deben existir previamente a cualquier tono; de ahí que la sensación del grado esté determinada por cogniciones previas. Sin embargo, esto nunca se habría descubierto por medio de la mera contemplación de esa sensación.

Puede recomendarse un argumento similar en relación con la percepción de las dos dimensiones del espacio. Esto parece ser una intuición inmediata. Pero si fuéramos a ver de forma inmediata una superficie extensa, nuestras retinas tendrían que ensancharse en una superficie extensa. En lugar de eso, la retina consiste en innumerables agujas que apuntan hacia la luz, y cuyas distancias de una a otra son sin duda mayores que el minimum visibile5. Supongamos que cada una de estas terminaciones nerviosas transmite la sensación de una pequeña superficie de color. Aun así, lo que vemos inmediatamente debe ser incluso entonces, no una superficie continua sino una colección de puntos. ¿Quién podría descubrir esto por mera intuición? Pero todas las analogías del sistema nervioso se oponen a la suposición de que la excitación de un solo nervio pueda producir una idea tan complicada como la de un espacio, por pequeño que sea. Si la excitación de una de estas terminaciones nerviosas no puede transmitir inmediatamente la impresión de espacio, la excitación de todas tampoco puede hacerlo. Pues la excitación de cada una produce cierta impresión (según las analogías del sistema nervioso), y por tanto, la suma de estas impresiones es una condición necesaria de cualquier percepción producida por la excitación de todas [las terminaciones]; o, en otros términos, una percepción producida por la excitación de todas [las terminaciones] está determinada por las impresiones mentales producidas por la excitación de cada una. Este argumento se confirma por el hecho de que la existencia de la percepción del espacio puede ser plenamente explicada por la acción de facultades que sabemos que existen, sin suponer que esto sea una impresión inmediata. Por este motivo, debemos conservar en la mente los siguientes hechos de la fisio-psicología: 1. La excitación de un nervio no nos informa por sí misma de dónde está situada la extremidad. Si se desplazan ciertos nervios por medio de una operación quirúrgica, nuestras sensaciones provenientes de esos nervios no nos informan del desplazamiento. 2. Una sensación sola no nos informa acerca de cuántos nervios o terminaciones nerviosas están excitados. 3. Podemos distinguir entre las impresiones producidas por las excitaciones de las diferentes terminaciones nerviosas. 4. Las diferencias de las impresiones producidas por diferentes excitaciones de terminaciones nerviosas similares son similares. Supongamos que se forma una imagen momentánea en la retina. Según el nº 2, la impresión así producida será indistinguible de aquello que podría ser producido por la excitación de un único nervio concebible. No se puede concebir que la excitación momentánea de un solo nervio proporcione la sensación de espacio. Por consiguiente, la excitación momentánea de todas las terminaciones nerviosas de la retina no puede producir, inmediata o mediatamente, la sensación de espacio. El mismo argumento se aplicaría a cualquier imagen inalterable en la retina. Supongamos, sin embargo, que la imagen se mueve sobre la retina. En tal caso, la peculiar excitación que por un instante afecta a una terminación nerviosa, afectará a otra al instante siguiente. Estas [terminaciones] transmitirán impresiones que son muy similares, según el nº 4 y, sin embargo, son distinguibles según el nº 3. Por lo tanto, las condiciones para reconocer una relación entre estas impresiones están presentes. Habiendo, no obstante, un número muy grande de terminaciones nerviosas afectadas por un número muy grande de excitaciones sucesivas, las relaciones de las impresiones resultantes se complicarán casi inconcebiblemente. Ahora bien, es una ley mental conocida la de que cuando se presentan fenómenos de una complejidad extrema, que sin embargo podrían reducirse a orden o simplicidad mediata aplicando una cierta concepción, esa concepción tarde o temprano surge como aplicación a aquellos fenómenos. En el caso bajo nuestra consideración, la concepción de la extensión reduciría los fenómenos a la unidad y, en consecuencia, quedaría plenamente explicada su génesis. Sólo falta explicar por qué las cogniciones previas que la determinan no son más claramente aprehendidas. Para esta explicación, haré referencia a un artículo sobre una nueva lista de categorías, § 56, añadiendo simplemente que exactamente del mismo modo que somos capaces de reconocer a nuestros amigos por ciertos rasgos, aunque posiblemente no podamos decir cuáles son esos rasgos y seamos bastante inconscientes de cualquier proceso de razonamiento, así en cualquier caso en que el razonamiento nos sea fácil y natural, por muy complejas que sean las premisas, se hunden en la insignificancia y olvido proporcionalmente al grado satisfactorio de la teoría basada en las mismas. Esta teoría del espacio se confirma por la circunstancia de que una teoría exactamente similar es requerida de un modo imperativo por los hechos relacionados con el tiempo. Obviamente, resulta imposible que el transcurso del tiempo se perciba inmediatamente. Pues, en tal caso, debería haber un elemento de esta percepción en cada instante. Pero en un instante no hay duración y, por tanto, tampoco una percepción inmediata de la duración. En consecuencia, ninguna de estas percepciones elementales es una percepción inmediata de la duración y, por consiguiente, tampoco lo es la suma de todas. Por otra parte, las impresiones de cualquier momento son muy complicadas, -al contener todas las imágenes (o los elementos de las imágenes) del sentido y la memoria, cuya complejidad puede reducirse a simplicidad mediata por medio de la concepción del tiempo7.

Tenemos, en consecuencia, una variedad de hechos, que se explican todos con suma facilidad suponiendo que carecemos de la facultad intuitiva de distinguir las cogniciones intuitivas de las mediatas. Alguna hipótesis arbitraria podría explicar de otro modo cualquiera de estos hechos; ésta es la única teoría que logra que se apoyen entre sí. Más aún, ningún hecho requiere suponer la facultad en cuestión. Quienquiera que haya estudiado la naturaleza de la prueba advertirá, entonces, que hay aquí razones muy fuertes para no creer en la existencia de esta facultad. Dichas razones se harán aún más fuertes cuando las consecuencias de rechazarlo hayan sido examinadas completamente, en este artículo y en uno posterior.


CUESTIÓN 2: Si poseemos una autoconsciencia intuitiva.

La autoconsciencia, tal como se utiliza aquí el término, debe distinguirse tanto de la consciencia en general como del sentido interno y de la percepción pura. Cualquier cognición es una consciencia del objeto tal como es representado; por autoconsciencia entendemos un conocimiento de nosotros mismos, no una mera sensación de las condiciones subjetivas de la consciencia, sino de nuestros yoes personales. La percepción pura es la auto-afirmación de EL ego; la autoconsciencia a la que nos referimos aquí es el reconocimiento de mi yo privado. Sé que yo (no meramente el yo) existo. La pregunta es cómo lo sé; ¿por una facultad intuitiva especial, o está determinado por cogniciones previas?

Ahora bien, no es evidente de suyo que tengamos tal facultad, pues se acaba de mostrar que carecemos de la capacidad intuitiva de distinguir una intuición de una cognición determinada por otras. Por consiguiente, la existencia o no-existencia de esta capacidad debe ser explicada con pruebas, y la cuestión es si la autoconsciencia puede ser explicada por la acción de facultades conocidas bajo condiciones que se conoce que existen o si es necesario suponer una causa desconocida para esta cognición y, en este último caso, si una facultad intuitiva de autoconsciencia constituye la causa más probable que puede suponerse.

Antes de nada debe observarse que no existe una autoconsciencia conocida de la que pueda darse cuenta en niños muy pequeños. Ya ha sido señalado por Kant8 que el uso tardío de la palabra "yo", tan común en los niños, indica una autoconsciencia imperfecta en ellos y, por tanto, en la medida que es admisible para nosotros extraer alguna conclusión con respecto al estado mental de quienes son todavía más jóvenes, se debe estar en contra de la existencia de cualquier autoconsciencia en ellos.

Por otra parte, los niños manifiestan mucho más temprano capacidad de pensamiento. De hecho, es casi imposible designar un periodo en el que los niños no hayan exhibido ya una decidida actividad intelectual en direcciones en las que el pensamiento resulte indispensable para su bienestar. La complicada trigonometría de la visión y los delicados ajustes del movimiento coordinado, son claramente dominados muy pronto. No existe razón alguna para cuestionar un grado similar de pensamiento referente a ellos mismos.

Puede observarse siempre que un niño muy pequeño mira su propio cuerpo con mucha atención. Hay toda clase de razones para ello, pues desde el punto de vista del niño este cuerpo es la cosa más importante del universo. Sólo lo que éste toca tiene una sensación real y presente; sólo lo que éste mira tiene un color real; sólo lo que está sobre su lengua tiene un sabor real.

Nadie cuestiona que cuando un niño oye un sonido, piensa no en sí mismo como oyente, sino en la campana u otro objeto que suena. ¿Qué pasa cuando quiere mover una mesa? ¿Piensa en sí mismo en tanto que lo desea o sólo en la mesa como algo que puede ser movido? Que piensa en lo último está fuera de cuestión; que lo haga en lo primero, debe, hasta que se pruebe la existencia de una autoconsciencia intuitiva, permanecer como una suposición arbitraria y sin base. No hay ninguna buena razón para pensar que él es menos ignorante de su propia condición particular que el adulto colérico que niega estar encolerizado.

No obstante, el niño debe descubrir pronto por la observación que las cosas están en condiciones de ser modificadas de este modo, tienen tendencia a experimentar realmente tal cambio, después de un contacto con ese cuerpo particularmente importante llamado Willy o Johnny. Tal consideración hace a este cuerpo todavía más importante y central, pues establece una conexión entre la aptitud de una cosa para ser modificada y una tendencia en este cuerpo a tocarla antes de que se modifique.

El niño aprende a comprender el lenguaje, es decir, se establece en su mente una conexión entre ciertos sonidos y ciertos hechos. Previamente, ha notado que la conexión entre estos sonidos y los movimientos de los labios de los cuerpos es algo similar al cuerpo central, y ha intentado el experimento de poner su mano en aquellos labios y ha encontrado que en este caso el sonido se amortigua. De este modo, asocia ese lenguaje con los cuerpos un tanto similares al central. Mediante esfuerzos que requieren tan poca energía que quizá deberían llamarse instintivos más que tentativos, aprende a producir esos sonidos. Así comienza a conversar.

Debe ser alrededor de este momento cuando empieza a encontrar que lo que estas personas dicen de él es la mejor prueba del hecho. Tanto es así que el testimonio es incluso una marca más fuerte del hecho que los hechos mismos, o mejor que lo que ahora debe pensarse como las propias apariencias. (Dicho sea de paso, observo que es así durante toda la vida; el testimonio le convencerá a un hombre de que está loco). Un niño oye decir que la estufa está caliente. Pero no lo está, dice él; y, en efecto, ese cuerpo central no la está tocando y sólo lo que toca está caliente o frío. Pero él la toca y encuentra confirmado el testimonio de una manera impresionante. Así, se hace consciente de la ignorancia y es necesario suponer un yo en el que la ignorancia puede ser inherente. De este modo, el testimonio proporciona el primer atisbo de autoconsciencia.

Pero, además, aunque por lo general las apariencias sólo se confirman o meramente se complementan por el testimonio, hay sin embargo una cierta clase notable de apariencias que el testimonio contradice continuamente. Son aquellos predicados que nosotros conocemos como emocionales, pero que él distingue por medio de su asociación con los movimientos de esa persona central, él mismo (que la mesa quiere moverse, etc.). Estos juicios son generalmente negados por otros. Es más, él tiene razón al pensar que otros también tienen tales juicios que son totalmente negados por todos los demás. De este modo, añade a la concepción de la apariencia como la realización de un hecho, la concepción de ella como algo privado y válido sólo para un cuerpo. En resumen, el error aparece y sólo puede explicarse suponiendo un yo que es falible.

La ignorancia y el error son todo lo que distingue nuestros yoes privados del ego absoluto de la percepción pura.

Ahora, la teoría que, con fines de claridad, se ha expuesto de una forma específica, puede resumirse de la siguiente manera: a la edad en que sabemos que los niños son autoconscientes, sabemos que se han hecho conscientes de la ignorancia y el error; y sabemos que poseen a esa edad capacidades de entendimiento suficientes para hacerles capaces entonces de inferir su propia existencia a partir de la ignorancia y el error. Así encontramos que las facultades conocidas, actuando en condiciones cuya existencia es conocida, se elevarían hacia la autoconsciencia. El único defecto esencial en esta exposición del tema es que, mientras sabemos que los niños ejercitan tanto entendimiento como el que aquí se ha supuesto, no sabemos que ellos lo ejerciten exactamente de este modo. De todas formas, suponer que lo hacen así está infinitamente más respaldado por los hechos, que suponer una facultad de la mente totalmente peculiar.

El único argumento para la existencia de una autoconsciencia intuitiva al que merece la pena prestar atención es el siguiente. Estamos más seguros de nuestra propia existencia que de cualquier otro hecho; una premisa no puede determinar que una conclusión sea más cierta de lo que lo es ella misma; por lo tanto, nuestra propia existencia no puede haber sido inferida de ningún otro hecho. Debe admitirse la primera premisa, pero la segunda premisa se basa en una teoría de la lógica refutada. Una conclusión no puede ser más cierta que alguno de los hechos que la confirman como verdadera, pero fácilmente puede ser más cierta que cualquiera de estos hechos. Supongamos, por ejemplo, que una docena de testigos testifican acerca de un suceso. Entonces, mi creencia en ese suceso descansa en la creencia de que cada uno de esos hombres debe ser creído en líneas generales bajo juramento. Con todo, el hecho sobre el que se atestigua se da por más cierto que el de que cualquiera de esos hombres deba ser creído en términos generales. De la misma manera, para la mente desarrollada del hombre, su propia existencia se ve apoyada por todo otro hecho, y, en consecuencia, es incomparablemente más cierta que cualquiera de esos hechos. Pero no puede decirse que sea más cierta que el que haya otro hecho pues no hay ninguna duda perceptible en ninguno de los dos casos.

Debe concluirse entonces que no es necesario suponer una autoconsciencia intuitiva, pues la autoconsciencia puede ser fácilmente el resultado de una inferencia.


CUESTIÓN 3: Si poseemos una capacidad intuitiva de distinguir entre los elementos subjetivos de los diferentes tipos de cogniciones.

Toda cognición implica algo representado, o aquello de lo que somos conscientes, y alguna acción o pasión del yo mediante la cual llega a ser representado. Designaremos al primero como el elemento objetivo de la cognición y al último como el elemento subjetivo. La cognición misma es una intuición de su elemento objetivo, que puede por tanto ser llamada también el objeto inmediato. El elemento subjetivo no es necesariamente conocido de modo inmediato, pero es posible que tal intuición del elemento subjetivo de una cognición de este carácter, ya sea soñar, imaginar, concebir, creer, etc., deba acompañar a cada cognición. La cuestión es si esto es así.

A primera vista parecería que hay una serie abrumadora de pruebas en favor de la existencia de tal capacidad. La diferencia entre ver un color e imaginarlo es inmensa. Existe una amplia diferencia entre el sueño más vívido y la realidad. Y si no poseemos la capacidad intuitiva de distinguir entre lo que creemos y lo que simplemente concebimos, parecería que nunca podríamos distinguirlos en modo alguno: ya que si así lo hiciéramos por el razonamiento, surgiría la cuestión de si el argumento mismo era creído o concebido, y esto debe responderse antes de que la conclusión pueda tener alguna fuerza. Y de este modo habría un regressus ad infinitum. Además, si nosotros no conocemos que creemos, entonces, debido a la naturaleza del caso, no creemos.

Sin embargo, nótese que no conocemos intuitivamente la existencia de esta facultad, pues es intuitiva, y no podemos saber intuitivamente que una cognición es intuitiva. La cuestión es, por tanto, si es necesario suponer la existencia de esta facultad o si, los hechos pueden explicarse sin esta suposición.

En primer lugar, la diferencia entre lo que se imagina o sueña y lo que se experimenta realmente no constituye un argumento en favor de tal facultad. Pues no se cuestiona que haya distinciones entre aquello que se presenta a la mente, sino que la pregunta es si, independientemente de cualquiera de tales distinciones en los objetos inmediatos de consciencia, poseemos una capacidad inmediata de distinguir modos diferentes de consciencia. Ahora bien, el mismo hecho de la inmensa diferencia entre los objetos inmediatos del sentido y la imaginación, explica en grado suficiente que distingamos esas facultades; y en lugar de constituir un argumento en favor de la existencia de una capacidad intuitiva de distinguir los elementos subjetivos de la consciencia, representa una réplica poderosa a cualquier argumento de este tipo, en cuanto concierne a la distinción entre sentido e imaginación.

Al pasar a la distinción entre creencia y concepción, nos encontramos con la afirmación de que el conocimiento de la creencia resulta esencial para su existencia. Ahora bien, podemos distinguir incuestionablemente una creencia de una concepción, en la mayoría de los casos, por medio de un sentimiento particular de convicción; y es simplemente una cuestión de palabras si definimos la creencia como ese juicio que es acompañado por este sentimiento, o como el juicio en virtud del cual actúa un hombre. Podemos designar convenientemente al primero como una creencia sensorial y al segundo como una creencia activa. Seguramente, se admitirá sin necesidad de acudir a los hechos que ninguna de las dos envuelve necesariamente a la otra. Tomando la creencia en el sentido sensorial, la capacidad intuitiva de reorganizarla equivaldrá simplemente a la capacidad para la sensación que acompaña al juicio. Esta sensación, como cualquier otra, es un objeto de consciencia y, en consecuencia, su capacidad no implica un reconocimiento intuitivo de los elementos subjetivos de la consciencia. Si se toma la creencia en el sentido activo, puede ser descubierta por la observación de los hechos externos y por la inferencia a partir de la sensación de convicción que suele acompañarla.

De esta manera, los argumentos en favor de esta peculiar capacidad de consciencia desaparecen y la presunción está otra vez contra tal hipótesis. Más aún, como debe admitirse que los objetos inmediatos de dos facultades cualesquiera deben ser diferentes, los hechos no justifican en ningún grado como necesaria una suposición tal.


CUESTIÓN 4: Si poseemos alguna capacidad de introspección o si todo nuestro conocimiento del mundo interno se deriva de la observación de hechos externos.

No pretendemos aquí asumir la realidad del mundo externo. Solamente, hay un cierto conjunto de hechos que se consideran por lo común externos, mientras que otros se consideran internos. La cuestión es si los últimos son conocidos de otro modo que por inferencia a partir de los primeros. Por introspección entiendo una percepción directa del mundo interno, pero no necesariamente una percepción de él como interno. Tampoco pretendo limitar el significado de la palabra al de intuición, sino que la extendería a cualquier conocimiento del mundo interno no derivado de la observación externa.

Existe un sentido en que cualquier percepción posee un objeto interno, a saber, que toda sensación está parcialmente determinada por condiciones internas. Así, la sensación de rojez es como es debido a la constitución de la mente; y, en este sentido, es una sensación de algo interno. Por tanto, podemos derivar un conocimiento de la mente de una consideración de esta sensación, pero ese conocimiento sería, de hecho, una inferencia a partir de la rojez como predicado de algo externo. Por otra parte, existen otros sentimientos -por ejemplo, las emociones- que parecen surgir en primer término, en absoluto como predicados, y parecen poder referirse a una mente sola. Parecería, entonces, que por medio de éstos, puede obtenerse un conocimiento de la mente que no es inferido de ninguna característica de las cosas exteriores. La cuestión es si realmente es así.

Aunque la introspección no es necesariamente intuitiva, no es evidente de suyo que poseamos esta capacidad pues no tenemos la facultad intuitiva de distinguir entre diferentes modos subjetivos de consciencia. La capacidad, si existe, debe conocerse por la circunstancia de que no pueden explicarse los hechos sin ella.

Con referencia al citado argumento de las emociones, debe admitirse que si un hombre está encolerizado, su cólera no implica, en general, ningún carácter determinado y constante en su objeto. Pero, por otra parte, difícilmente puede cuestionarse que haya cierto carácter relativo en la cosa exterior que lo encoleriza, y una pequeña reflexión servirá para mostrar que su cólera consiste en el decirse a sí mismo: "esto es vil, abominable, etc.", y que es más bien una señal de recobrar la razón el decir "estoy encolerizado". Del mismo modo, cualquier emoción es una predicación concerniente a algún objeto, y la gran diferencia entre esto y un juicio intelectual objetivo es que mientras el último es relativo a la naturaleza humana o a la mente en general, el primero es relativo a las circunstancias particulares y a la disposición de un hombre particular en un momento particular. Lo que aquí se dice de las emociones en general, es verdadero en particular del sentido de belleza y del sentido moral. Bueno y malo son sentimientos que surgen como predicados y, por consiguiente, son o bien predicados del no-yo o son determinados por cogniciones previas (al no haber una capacidad intuitiva de distinguir los elementos subjetivos de la consciencia).

Sólo queda entonces preguntar si es necesario suponer una capacidad determinada de introspección para dar cuenta del sentido del querer. Ahora bien, la volición, como distinta del deseo, no es otra cosa que la capacidad de concentrar la atención, de abstraer. Por lo tanto, el conocimiento de la capacidad de abstraer puede inferirse de los objetos abstractos, del mismo modo que el conocimiento de la capacidad de ver se infiere de los objetos de color.

En consecuencia, parece que no hay ninguna razón para suponer una capacidad de introspección y, que por tanto, la única manera de investigar una cuestión psicológica es por medio de la inferencia a partir de hechos externos.


CUESTIÓN 5: Si podemos pensar sin signos.

ésta es una cuestión familiar, pero hasta ahora no existe mejor argumento afirmativo que el de que el pensamiento debe ser anterior a todo signo. Esto supone la imposibilidad de una serie infinita. Pero Aquiles, en realidad, adelantará a la tortuga. Cómo sucede esto es una cuestión que no necesita ser respondida en este momento, con tal de que ciertamente suceda.

Si buscamos la luz de los hechos externos, los únicos casos del pensamiento que podemos encontrar son los del pensamiento en los signos. Claramente, ningún otro pensamiento puede ser evidenciado por hechos externos. Pero hemos visto que el pensamiento sólo puede ser conocido en absoluto por medio de hechos externos. El único pensamiento, entonces, que posiblemente puede ser conocido es el pensamiento en signos. Pero no existe un pensamiento que no pueda conocerse. Todo pensamiento, por lo tanto, debe necesariamente estar en signos.

Un hombre se dice a sí mismo: "Aristóteles es un hombre, por lo tanto, es falible". ¿No ha pensado entonces lo que no se ha dicho a sí mismo, que todos los hombres son falibles? La respuesta es que lo ha hecho, hasta donde esto está dicho en su por lo tanto. Según esto, nuestra pregunta no se relaciona con el hecho, sino que es un mero preguntarse por la claridad del pensamiento.

A partir de la proposición de que todo pensamiento es un signo, se sigue que todo pensamiento debe dirigirse él mismo a otro, debe determinará algún otro, ya que esa es la esencia de un signo. Después de todo, esto no es más que otra forma del conocido axioma de que en la intuición, esto es, en el presente inmediato, no hay pensamiento o que todo lo que se refleja en él ha pasado. Hinc loquor inde est. Que, si hay algún pensamiento debe haber habido un pensamiento, tiene su análogo en el hecho de que si hay un tiempo pasado, debe haber una serie infinita de tiempos. En consecuencia, afirmar que el pensamiento no puede ocurrir en un instante, sino que requiere un tiempo, no es sino otra forma de decir que todo pensamiento debe ser interpretado en otro, o que todo pensamiento se da en signos.


CUESTIÓN 6: Si un signo es por definición signo de algo absolutamente incognoscible, ¿puede tener ese signo algún significado?

Parecería que puede tenerlo y que las proposiciones universales e hipotéticas son ejemplos de ello. Así, la proposición universal: "todos los rumiantes son de pezuñas hendidas", habla de una posible infinidad de animales, y sin importar cuántos rumiantes hayan sido examinados, debe quedar la posibilidad de que haya otros que no han sido examinados. En el caso de una proposición hipotética, eso mismo es aún más manifiesto; ya que tal proposición no habla meramente del estado real de las cosas, sino de todos los estados posibles, los cuales no son cognoscibles, puesto que sólo uno puede existir.

Por otra parte, todas nuestras concepciones se obtienen por medio de abstracciones y combinaciones de cogniciones que se dan primero en juicios de experiencia. Por consiguiente, no puede haber concepción de lo absolutamente incognoscible, ya que nada de ese estilo ocurre en la experiencia. Pero el significado de un término es la concepción que comunica. Por tanto, un término no puede tener tal significado.

Si se dijera que lo incognoscible es un concepto compuesto de los conceptos "no" y "cognoscible", puede replicarse que "no" es un término meramente sincategoremático y no un concepto por sí mismo.

Si pienso "blanco", no iré tan lejos como Berkeley ni diré que pienso en una persona que ve9, sino que afirmaré que lo que pienso tiene la naturaleza de una cognición, y lo mismo de otra cosa que puede experimentarse. En consecuencia, el concepto más elevado que puede alcanzarse por medio de abstracciones a partir de juicios de experiencia -y, por consiguiente, el concepto más elevado que puede alcanzarse en absoluto- es el concepto de algo que tiene la naturaleza de una cognición. No, entonces, o aquello que es otro que, si es un concepto, es un concepto de lo cognoscible. En consecuencia, no-cognoscible, si se trata de un concepto, es un concepto de la forma "A, no A" y es, al menos, contradictorio en sí mismo. De este modo, la ignorancia y el error sólo pueden concebirse como correlativos a un conocimiento y verdad reales, siendo estos últimos de la naturaleza de las cogniciones. Frente a toda cognición, existe una realidad desconocida pero cognoscible, pero frente a toda cognición posible, sólo existe lo contradictorio en sí mismo. En resumen, la cognoscibilidad (en su sentido más amplio) y el ser no son tan sólo lo mismo desde el punto de vista metafísico, sino que son términos sinónimos.

Frente al argumento extraído de las proposiciones universales e hipotéticas, la respuesta es que, aunque su verdad no puede ser conocida con absoluta seguridad, puede ser conocida de forma probable por inducción.


CUESTIÓN 7: Si existe alguna cognición no determinada por una cognición previa.

Parecería que la hay o que la ha habido; pues como estamos en posesión de cogniciones que están todas determinadas por otras anteriores, y éstas por cogniciones aún más anteriores, debe haber habido una primera en esta serie o, si no, nuestro estado de cognición en cualquier momento estaría completamente determinado, de acuerdo con las leyes lógicas, por nuestro estado en un momento anterior. Pero hay muchos hechos en contra de la última suposición y, en consecuencia, a favor de las cogniciones intuitivas.

Por otra parte, como es imposible conocer intuitivamente que una cognición dada no está determinada por una anterior, el único modo en que esto puede conocerse es por medio de una inferencia hipotética a partir de los hechos observados. Pero aducir que la cognición por la que una cognición dada ha sido determinada es explicar las determinaciones de esa cognición. Y es la única manera de explicarlas. Pues algo que está completamente fuera de la consciencia que puede suponerse que la determina, sólo puede, como tal, conocerse y presentarse en la cognición determinada en cuestión. De este modo, suponer que una cognición está determinada únicamente por algo absolutamente externo, es suponer que sus determinaciones son incapaces de explicación. Ahora bien, ésta es una hipótesis que no se justifica en ninguna circunstancia puesto que la única justificación posible para una hipótesis es que explique los hechos, y decir que se explican y al mismo tiempo suponer que son inexplicables es contradictorio en sí mismo.

Si se objetara que el peculiar carácter de rojo no está determinado por ninguna cognición anterior, contestaría que ese carácter no es un carácter de rojo en cuanto cognición; pues si hubiera un hombre a quien le parecieran azules las cosas que yo veo rojas y viceversa, los ojos de ese hombre le enseñarían los mismos hechos que si él fuera como yo.

Más aún, no conocemos ninguna capacidad por la que pueda conocerse una intuición. Pues cuando la cognición está comenzando y, por tanto, en situación de cambio, sólo en el primer instante sería una intuición. Y, por consiguiente, su aprehensión no debe tener lugar en ningún tiempo y debe ser un asunto que no ocupa tiempo10. Además, todas las facultades cognoscitivas que conocemos son relativas y, en consecuencia, sus productos son relaciones. Pero la cognición de una relación está determinada por cogniciones anteriores. Ninguna cognición no determinada por una cognición previa, entonces, puede ser conocida. Por tanto, no existe, primero porque es absolutamente incognoscible y, segundo, porque una cognición sólo existe en la medida en que es conocida.

La réplica al argumento de que debe existir una primera cognición es la siguiente: al desandar nuestro camino desde las conclusiones hasta las premisas, o desde determinadas cogniciones hasta aquellas que las determinan, hemos alcanzado finalmente, en todos los casos, un punto más allá del cual la consciencia en una cognición determinada es más viva que en la cognición que la determina. Tenemos una consciencia menos viva en la cognición que determina nuestra cognición de la tercera dimensión que en la última cognición misma; una consciencia menos viva en la cognición que determina nuestra cognición de una superficie continua (sin un punto ciego) que en esta última cognición; y una consciencia menos viva de las impresiones que determinan la sensación de un tono que esa sensación misma. En realidad, cuando nos acercamos lo suficiente a lo externo, ésta es la regla universal. Supongamos ahora que una línea cualquiera representa una cognición y que la longitud de la línea sirve para medir (por así decirlo) la viveza de la consciencia en esa cognición. Un punto, al no tener longitud, representará, sobre la base de este principio, un objeto totalmente fuera de la consciencia. Supongamos que una línea horizontal por debajo de otra representa una cognición que determina la cognición representada por esa otra y que tiene el mismo objeto que la última. Supongamos que la distancia finita entre ambas líneas representa que se trata de dos cogniciones diferentes. Con esta ayuda para pensar, veamos si "debe haber una primera". Supongamos que un triángulo invertido se sumerge gradualmente en el agua. En cualquier momento o instante, la superficie del agua traza una línea horizontal a través de ese triángulo. Esta línea representa una cognición. En un momento siguiente, se forma una línea en corte, más arriba del triángulo. Esto representa otra cognición del mismo objeto determinada por la primera y que tiene una consciencia más viva. El vértice del triángulo representa un objeto externo a la mente que determina ambas cogniciones. El estado del triángulo antes de alcanzar el agua, representa un estado de cognición que no contiene nada que determine estas cogniciones subsiguientes. Afirmar entonces que, si existe un estado de cognición por el que todas las cogniciones subsiguientes de un cierto objeto no son determinadas, debe haber en consecuencia alguna cognición de ese objeto no determinada por cogniciones anteriores del mismo objeto, es afirmar que cuando se sumerge ese triángulo en el agua debe haber una línea de corte hecha por la superficie del agua por debajo de la cual no se había trazado una línea en la superficie de ese modo. Pero trace la línea horizontal donde quiera: se pueden asignar tantas líneas horizontales como quiera a distancias finitas por debajo de ella y cada una por debajo de la otra. Pues cualquiera de tales secciones se encuentra a cierta distancia por encima del vértice, ya que de otro modo no sería otra línea. Sea a esta distancia. Entonces debe haber habido secciones similares a las distancias 1/2 a, 1/4 a, 1/8 a, 1/16 a, por encima del vértice y así sucesivamente hasta donde usted quiera. Así que no es verdad que debe haber una primera [cognición]. Explique las dificultades lógicas de esta paradoja (son idénticas a las de la paradoja de Aquiles) de cualquier forma que pueda. Estoy satisfecho con el resultado, con tal de que sus principios sean totalmente aplicados al caso particular de las cogniciones que se determinan una a otra. Niegue el movimiento, si parece apropiado hacerlo, sólo entonces niegue el proceso de determinación de una cognición por otra. Diga que los instantes y las líneas son ficciones. El punto sobre el cual se insiste aquí no es esta o aquella solución lógica de la dificultad, sino solamente que la cognición surge por un proceso de comenzar, como sucede con cualquier otro cambio.

En un trabajo posterior seguiré las consecuencias de estos principios, en referencia a las cuestiones de la realidad, la individualidad y la validez de las leyes de la lógica.


Traducción de Carmen Ruiz



Notas

1. La palabra intuitus aparece por primera vez como un término técnico en el Monologium de San Anselmo. Éste quería distinguir entre nuestro conocimiento de Dios y nuestro conocimiento de las cosas finitas (y, en el otro mundo, también de Dios); y pensando en el dicho de San Pablo, videmus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem, llamó al primer conocimiento especulación y al segundo intuición*. Este uso de "especulación" no arraigó, porque esa palabra ya tenía otro significado exacto y ampliamente diferente. En la Edad Media, el término "cognición intuitiva" tenía dos sentidos principales: el primero, como opuesto a la cognición abstracta, significaba el conocimiento del presente en tanto que presente, y éste es su significado en San Anselmo; pero en segundo lugar, como no se permitía que una cognición intuitiva estuviera determinada por una cognición previa, llegó a usarse como lo opuesto a la cognición discursiva (véase Escoto, In sententias, lib. 2, dist. 3, qu. 9), y éste es aproximadamente el sentido en que yo lo empleo. Éste es también el sentido aproximado en que Kant lo emplea, siendo expresada la primera distinción mediante su "sensible" y "no sensible" (Véase Werke, Rosenkrantz (ed.), Thl. 2, pp. 713, 31, 41, 100, etc.). Una enumeración de seis significados de intuición pude encontrarse en Hamilton, Reid, p. 759 [Nota de CSP]

* San Anselmo, Monologium et Proslogion, caps. 66 y 70. El dicho de San Pablo ("Ahora vemos como por un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara") está citado de la Vulgata, 1 Cor. 13:12 [Nota de EP]

2. La proposición de Berengario está contenida en la siguiente cita de su libro De Sacra Coena: "Maximi plane cordis est, per omnia ad dialecticam confugere, quia confugere ad eam ad rationem est confugere, quo qui non confugit, cum secundum rationem sit factus ad imaginem dei, suum honorem reliquit, nec potest renovari de die in diem ad imainem dei"*. La característica más notable del razonamiento medieval, en general, es el perpetuo recurso a la autoridad. Cuando Fredegiso** y otros desean probar que la oscuridad es una cosa, aunque ellos han derivado evidentemente su opinión de las reflexiones nominalistico-platónicas, argumentan del modo siguiente: "Dios llamó a la oscuridad, noche"; así pues, ciertamente, es una cosa pues de otro modo antes de tener un nombre no habría existido nada, ni siquiera una ficción que nombrar. Abelardo considera que merece la pena citar a Boecio, cuando éste dice que el espacio tiene tres dimensiones y cuando afirma que un individuo no puede estar en dos lugares a la vez***. El autor de De generibus et Speciebus, una obra de orden superior, al argumentar en contra de la doctrina platónica, afirma que si cualquier universal es eterno, la forma y la materia de Sócrates, siendo por separado universales, son eternas las dos y que, en consecuencia, Sócrates no fue creado por Dios, sino que unió "quod quantum a vero deviet, palam est". La autoridad es la corte final de apelación. El mismo autor, donde en un lugar duda de la afirmación de Boecio, encuentra necesario asignar una razón especial por la que en este caso no es absurdo hacerlo. Exceptio probat regulam in casibus non exceptis****. Ciertamente, autoridades reconocidas fueron a veces cuestionadas en el siglo XII; sus mutuas contradicciones lo aseguraban; y la autoridad de los filósofos se consideraba como inferior a la de los teólogos. No obstante, sería imposible encontrar un pasaje donde se niegue directamente la autoridad de Aristóteles sobre cualquier cuestión lógica. "Sunt et multi errores eius", dice Juan de Salisbury, "qui in scripturis tam Ethnicis, quam fidelibus poterunt inveniri: verum in logica parem habuisse non legitur"*****. "Sed nihil adversus Aristotelem", dice Abelardo, y en otro lugar, "Sed si Aristotelem Peripateticorum principem culpare possums, quam amplius in hac arte recepimus?"****** No se le ocurre la idea de avanzar sin una autoridad o de subordinar la autoridad a la razón [Nota de CSP].

*Berengario está citado de la obra de Carl Prantl, Geschichte del Logik im Abendlande (Leipzig, 1855-67), 2:72-75: "Sin duda es característico de un alma grande refugiarse en la dialéctica en toda circunstancia, porque refugiarse en ella es refugiarse en la razón, y quienquiera que no se refugie allí, ya que es respecto a la razón que él está hecho a imagen de Dios, renuncia a su honor, y no puede renovarse día a día en la imagen de Dios" [Nota de EP].

**Peirce leyó a Fredegiso (m. 834), un monje inglés que sucedió a Alcuino en la corte de Carlomagno, en Prantl, Geschichte, 2:17-19 [Nota de EP].

***Pedro Abelardo, Ouvrages inédits (París, 1836), p.179 [Nota de EP].

****De generibus et speciebus está incluido en Ouvrages inédits de Abelardo; véase pp. 528, 517, 535 [Nota de EP].

*****Juan de Salisbury, Metalogicon, libro 4, cap. 27: "Aunque hay muchos errores en Aristóteles, como se evidencia igualmente de los escritos de los cristianos y paganos, todavía no se ha encontrado su igual en lógica" [Nota de EP].

******Abelardo, Ouvrages inédits, pp. 293 y 204: "Pero nada contra Aristóteles" y "Pero si podemos encontrar un fallo en Aristóteles, el príncipe de los peripatéticos, ¿en qué podemos confiar en este arte?" [Nota de EP].

3. Casi con seguridad, éste es J. M. Macallister, un mago de Nueva Inglaterra [Nota de EP].

4. Ensayo sobre una nueva teoría de la visión (1709) [Nota de EP].

5. Peirce da la siguiente definición en el Century Dictionary: "la medida angular más pequeña de la que el ojo puede distinguir las partes. Es alrededor de medio minuto." [Nota de EP].

6. "On a New List of Categories", escrito en 1867 y publicado en 1868 en Proceedings of the American Academy of Arts and Sciences [Nota de CSP].

7. Esta teoría del espacio y el tiempo no entra en conflicto con la de Kant tanto como parece. En realidad, son las soluciones a cuestiones diferentes. Es verdad que Kant convierte el espacio y el tiempo en intuiciones o, mejor, en formas de la intuición, pero no es esencial para su teoría que la intuición signifique más que una "representación individual". La aprehensión del espacio y del tiempo es el resultado, según él, de un proceso mental, -la "Synthesis der Apprehension in der Anschauung". (Véase Critik d. Reinen Vernunft. Ed. 1781, pp. 98 et seq.) Mi teoría constituye simplemente una explicación de tal síntesis.

La esencia de la "Estética Trascendental" kantiana está contenida en dos principios. Primero, que las proposiciones universales y necesarias no están dadas en la experiencia. Segundo, que los hechos universales y necesarios están determinados por las condiciones de la experiencia en general. Se entiende por una proposición universal simplemente una que afirma algo del todo de una esfera, -no necesariamente una en la que todos los hombres creen. Por proposición necesaria se entiende una que afirma lo que afirma, no meramente de la condición real de las cosas, sino de todo posible estado de cosas; no se quiere decir que la proposición sea una que nosotros no podemos evitar creer. La experiencia, en el primer principio de Kant, no puede usarse para un producto del entendimiento objetivo, sino que debe considerarse como las primeras impresiones de los sentidos junto con la consciencia y trabajada por la imaginación en imágenes, junto con todo lo que es lógicamente deducible de allí. En este sentido, puede admitirse que las proposiciones universales y necesarias no están dadas en la experiencia. Pero, en ese caso, tampoco hay conclusión inductiva alguna que pueda sacarse de la experiencia, dada en ella. De hecho, es la peculiar función de la inducción el producir proposiciones universales y necesarias. Kant señala, efectivamente, que la universalidad y necesidad de las inducciones científicas no son sino análogos de la universalidad y necesidad filosófica; y esto es cierto, en la medida en que nunca es admisible aceptar una conclusión científica sin un cierto inconveniente indefinido. Pero esto se debe a la insuficiencia en el número de casos; y siempre que puedan tenerse tantos casos como queramos, ad infinitum, puede inferirse una proposición verdaderamente universal y necesaria. En cuanto al segundo principio de Kant, que afirma que la verdad de las proposiciones universales y necesarias depende de las condiciones de la experiencia general, no es ni más ni menos que el principio de Inducción. Voy a una feria y extraigo doce paquetes del saco. Después de abrirlos, encuentro que cada uno contiene una bola roja. He aquí un hecho universal. En consecuencia, depende de la condición de la experiencia. ¿Cuál es la condición de la experiencia? Es tan sólo que las bolas son los contenidos de los paquetes extraídos del saco, esto es, la única cosa que determinó la experiencia fue el hecho de extraerlos del saco. De acuerdo con el principio de Kant, infiero entonces que lo que se extrae del saco contendrá una bola roja. Esto es inducción. Aplique la inducción, no a cualquier experiencia limitada, sino a toda experiencia humana y tendrá la filosofía kantiana, en la medida que esté correctamente desarrollada.

Los sucesores de Kant, sin embargo, no se contentaron con su doctrina. Tampoco debían hacerlo. Pues existe este tercer principio: "Las proposiciones absolutamente universales deben ser analíticas". Ya que todo lo que es universal está desprovisto de todo contenido o determinación, pues toda determinación se hace por negación. El problema, por lo tanto, no es cómo las proposiciones universales pueden ser sintéticas sino cómo las proposiciones que parecen ser sintéticas pueden desarrollarse sólo por el pensamiento a partir de lo puramente indeterminado [Nota de CSP].

8. Werke, vii (2), II [Nota de CSP].

9. Véase Berkeley, Tratado sobre los principios del conocimiento, secs. 1-6 [Nota de EP].

10. Este argumento, sin embargo, sólo cubre una parte de la cuestión. No llega a demostrar que no existe una cognición indeterminada excepto por otra igual [Nota de CSP]

 


Fin de "Cuestiones acerca de ciertas facultades atribuidas al hombre", C. S. Peirce (1868). Traducción castellana de Carmen Ruiz. "Questions Concerning Certain Faculties Claimed for Man" está publicado en W 2. 211-242.

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Fecha del documento: 21 de junio 2001
Ultima actualización: 2 de septiembre 2009

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